por JACOBO G. GARCÍA
Se ha convertido en el líder de los familiares que buscan saber la verdad de la masacre que ha conmovido al mundo. Las palabras de Mario César González transmiten coraje, dignidad y un inmenso dolor, parecido al que siente un país que se agita bajo el grito “Ya me cansé”.
¿Se imaginaba liderando un movimiento como éste?
Yo no quiero ser líder de nada, no quiero encabezar ningún movimiento, no quiero tener que hablar en la prensa… Sólo quiero que me devuelvan a mi hijo y largarme de aquí para siempre. Irme del país si pudiera… Eso es lo único que quiero. Me han robado
un trozo de mí.
Tan sólo unas horas antes de desaparecer, César llamó al hombre de la fotografía para decirle cosas como las que dicen los hijos a sus padres. Con 22 años, César Manuel llevaba sólo tres meses matriculado en la escuela para profesores rurales fundada por Lázaro Cárdenas, el presidente mexicano que recibió a los republicanos españoles después de la Guerra Civil. Un centro de formación para maestros capaces de irse a educar a las montañas por menos de 300 euros, enclavado en el estado de Guerrero, uno de los más violentos del país, donde el narcotráfico está tan enraizado en la sociedad.
Tlaxcalita, como era conocida la víctima por ser originaria de Tlaxcala, acababa de entrar en el internado, algo que para un padre soldador y una madre desempleada era lo más cerca que estarán nunca de una Universidad. Lo más cercano a un sueño.
-¿Cómo está? Te oigo mal, papá.
-¿Qué tal en la escuela?
-Bien, pa, voy bien.
-¿Qué tal con tus compañeros?
-Están siendo muy buena onda conmigo.
-Hoy me compré unos guaraches (calzado típico de los campesinos).
-Padre, en cuanto pueda yo mismo te voy a comprar unos. Ya no quiero que trabajes más.
Minutos después de esta conversación, Cesar González se unió al resto de sus compañeros en una misión que consistía en llevarse dos autobuses de la estación de la ciudad de Iguala para utilizarlos en sus traslados. Una estrategia que utilizan desde hace años con la complicidad de las empresas de autobús, que prefieren prestarlos por unas horas a que les destruyan el vehículo. Tenían en mente realizar una protesta.
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¿Cómo era su vida antes?
Yo era un trabajador normal, un soldador más que, como cualquier obrero, vive tranquilo con su familia. No tenía exigencias ni problemas. Vivía feliz. Hasta aquella maldita noche del 26 de septiembre, la noche en que se lo llevaron y terminaron conmigo, con su mamá y con toda la familia. Todos estamos sufriendo como no se puede imaginar. Porque cuando acabas con un joven no acabas con él sino con toda la familia.
¿Qué es lo que más le duele de lo que ha oído?
Que digan que se lo merecían o que nuestros hijos eran delincuentes. Y yo les pregunto: ¿Cuál fue mi error? ¿Intentar que estudiara, que no fuera una mierda como yo que no tiene ni para comer? Pero no, yo quería que él fuera diferente. Él era mejor y así lo cuidé. Yo no quería que se metiera con ningún cártel del narcotráfico y por eso, nunca le dejé que se pintara el pelo, que se hiciera tatuajes o que se pusiera aretes (pendientes). Le decía que, aunque pobres, un muchacho de su edad debía ir bien vestido y saber comportarse. Es paradójico que los que más hemos hecho por que nuestros chicos no se metan al narco, hayamos sufrido el secuestro de nuestros hijos de esta forma tan brutal. Pero no, lo que más me duele es escuchar lo que dijo el fiscal: que mi hijo es ceniza metido dentro de una bolsa de basura.
¿Qué le ha sorprendido de estos días?
Nunca tuve la menor idea de lo podrido que está México. Estoy sorprendido por la cantidad de porquería que estoy descubriendo aquí. Porque sabía que estábamos jodidos y que había problemas pero no que México estaba tan podrido. Yo vivía tranquilo y pobre en Tlaxcala y nunca imaginé todo lo que había debajo.
¿Cree que despertó el resto del país?
Está despertando. Lo que más me motiva es la cantidad de gente anónima que me dice: «No paren, no dejen de buscar a sus hijos». Ver que la Plaza de Zócalo en el Distrito Federal se llenó dos veces con más de 50.000 personas. Eso ningún político lo logra. Pero lo hacen no por los 43 estudiantes, sino por los 25.000 desaparecidos en los últimos años. En estos días, hay cantidad de gente que me dijo: «A él se le desapareció un hijo y nadie hizo nada». A nosotros, por lo menos, nos ayuda la gente.
El día que los mexicanos despertaron tiene fecha en el calendario: viernes 7 de noviembre. Y una hora: las 4:27 de la tarde. Más bien fue el día que los mexicanos salieron de la sorpresa para entrar en el encabronamiento, como dicen allá. A esa hora terminó la rueda de prensa del fiscal general del Estado, Jesús Murillo Karam, donde explicó con pelos y señales lo que según la policía ocurrió aquella noche que cambió el rumbo del país. Al fin, había encontrado la solución un mes y 76 detenidos después.
Gracias a la confesión de tres sicarios del cártel de Guerreros Unidos, El Pato, El Jona y El Sheriff, se supo que asesinaron e incineraron a los chicos, los lanzaron a un basurero de Cocula y los restos fueron tirados al río San Juan.
Antes fueron bañados en gasolina y colocados en una fosa con leña, llantas y plásticos donde se organizó una gran pira que duró desde la noche del 26 hasta el mediodía del 27. Quince horas de fuego humano que dejó los cuerpos reducidos a un puñado de dientes y una montaña de cenizas.
Los detenidos confesaron que los jóvenes, antes de morir, fueron interrogados por los Guerreros Unidos y aseguraron haber ido a Iguala «por la esposa de José Luis Abarca», María de los Ángeles Pineda Villa. Aquel 26 de septiembre por la noche, Pineda ofrecía su informe de gestión como titular del instituto de la niñez en Iguala, en una fiesta preparada con todos los lujos que le debía servir para consolidar su futura candidatura a la Alcaldía.
La rueda de prensa transcurrió impecablemente durante casi una hora. Incluso el procurador intercambió su narración de los hechos con gestos que le acercaban a los padres: «Sé el dolor que esto produce», «estoy terriblemente afectado»… Incluso se atrevió a contestar una de las cuestiones más espinosas, si se trató de un crimen de Estado. «Un crimen de Estado es una cosa mucho mayor. Iguala no es el Estado mexicano», respondió airoso el fiscal.
“Ya se cansó el país, que ya dijo basta. Estamos hasta la madre de esta banda de políticos narcotraficantes. De un Estado que trabaja para el crimen organizado y encima no nos dan respuestas”
Pero todo iba bien hasta la última pregunta, cuando dio por finalizada su intervención. Los periodistas le reclamaron entonces que quedaban cuestiones por responder, y dijo el famoso «Ya me cansé», que salió al aire gracias a un micrófono indiscreto.
Como activado por un alfiler, México, que seguía la narración en directo por televisión como si del desenlace de un culebrón se tratara, lanzó su ira contra el funcionario. Rápidamente la etiqueta #Yamecansé se convirtió en lo más comentado en la Red proporcionando gasolina y lemas al tsunami de indignación que hoy recorre el país azteca.
No era sólo por los 43, sino por los 25.000 desaparecidos de los últimos años y los 75.000 muertos que deja la guerra entre y contra el narco. Un México donde cabe el pretencioso Cancún o la verde ternura de Chiapas con infiernos de sol y arena como Tamaulipas o Guerrero. El «ya me cansé» persigue desde entonces al gobierno en la calle y en cada rueda de prensa, mientras destroza la telegénica imagen del presidente Enrique Peña Nieto.
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¿Ya me cansé?
Ya se cansó el país, que ya dijo basta. Estamos hasta la madre de esta banda de políticos narcotraficantes. De un Estado que trabaja para el crimen organizado y encima no nos dan respuestas. Ellos se cansarán, pero no nosotros, que estamos buscando a lo más sagrado que tenemos, nuestros hijos.
¿Por qué culpar al Estado y no a los cárteles?
Porque fue la policía y fue el alcalde de Iguala. Y ellos son el Estado. No fue el narco que llegó y se los llevó o un gran capo que vino a por los chicos. No. Se los llevó el Estado con sus policías y sus alcaldes.
Con el paso de los días se ha descubierto que tanto el ministro del Interior como la dirección de su partido sabían que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, ambos detenidos, estaban en la nómina del cártel de los Beltrán Leyva. Se supo también que ella era hija, hermana y sobrina de afamados narcos y que él cargaba con un asesinato a sus espaldas, el del activista Arturo Hernández Cardona. Su guardia pretoriana de decenas de policías municipales protegían sus fechorías.
Iguala no es precisamente un remoto poblado perdido en la sierra, tiene 140.000 habitantes y es la tercera ciudad en importancia, después de Acapulco y Chilpancingo, del estado de Guerrero. Hasta el 26 de septiembre la fotografía sonriente del alcalde que mandaba en la sanguinaria policía, colgaba de todas las dependencias oficiales junto a la bandera de México. Sin embargo hasta en su propio partido, el izquierdista PRD (Partido de la Revolución Democrática) sabían que el alcalde había asesinado a Cardona en mayo de 2013.
¿Le han ofrecido dinero por callarse?
Me han ofrecido dinero en efectivo, ayudas sociales, de todo… Pero yo no quiero un solo centavo. No quiero nada material, no pueden hacer que me rinda ni con todo el oro del mundo. Era pobre, vivo pobre y moriré pobre. Ya hasta me acostumbré a no comer porque no me entra nada. Sólo le digo que llegué a Ayotzinapa pesando 70 kilos y ahora estoy en 50.
¿Lo más duro de estos días?
Esta espera. Esta angustiosa espera. Me canso de llorar y de ni siquiera tener un lugar donde ir a rezar o llevar un ramo de flores. Esa incertidumbre que dura ya casi dos meses es la que me mata por dentro. Cada día un poco más.
¿Es un asunto de clases sociales?
Yo sólo sé que a quienes nos matan es a los pobres. Ahora los hoteleros de Acapulco quieren una reunión para que dejemos de hacer manifestaciones y protestas porque espanta el turismo, nos dicen. Los ricos sólo juegan a que nos cansemos, a que nos callemos, a que dejemos de buscar y los pobres somos los que seguimos muriendo.
¿En qué piensa cuando apaga la luz?
Pienso en que tal vez le estén torturando, que alguien lo tiene atado. Pero también sueño con que aparece en casa y me dice papá.
EL GOLPE MÁS DURO PARA PEÑA NIETO
Acteal, Tlatelolco, Aguas Blancas…Hay matanzas que marcan el rumbo de un país y que persiguen a sus dirigentes hasta el fin de sus días. Por la brutalidad, la dimensión, la repercusión y la torpeza de las autoridades, Ayotzinapa es una de ellas. Hasta el 26 de septiembre todo estaba diseñado para que Enrique Peña Nieto concluyese su segundo año glorioso. El regreso del PRI al poder era un paseo de rosas con los grandes medios de comunicación soplando a su favor. En un tiempo récord aprobó reformas que parecían imposibles de lograr, como la apertura de Pemex, que permite la entrada de capital privado. También impulsó una reforma fiscal, lanzó una reforma educativa y encarceló en cuestión de horas a la temida sindicalista Elba Esther Gordillo, que frenaba cualquier intento de reforma. Además, detuvo al narcotraficante más buscado del mundo, Joaquín El Chapo Guzmán. Todo iba viento en popa hasta esa madrugada del 26 de septiembre, cuando la matanza de estudiantes campesinos de Guerrero destapó una inmensa olla podrida que le salpicó.
Y ya no hubo quien la cerrara.
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