Alberto J. Quiroga Puertas, Universidad de Granada
En el capítulo 13 de la segunda temporada de la serie El Ministerio del Tiempo, la agente Irene Larra contrae la “gripe española” durante una misión en 1918 y contagia a varios de sus compañeros del Ministerio cuando regresa al presente. La trama del episodio plantea interrogantes relativos a qué ocurriría si la linealidad temporal del devenir histórico, tal y como lo entendemos, se rompiera conformando un pasado alternativo con terribles consecuencias para nuestro tiempo. ¿Qué habría sucedido si el virus de 1918 reapareciera hoy día? ¿Tendríamos respuesta inmunológica ante tal amenaza?
Por desgracia, este escenario de tintes distópicos se ha convertido en una realidad. Esto ha provocado que repitamos ese mismo tipo de conjeturas e hipótesis, que invitan a recapacitar sobre lo que no ha sucedido. ¿Qué habría pasado si el confinamiento se hubiera decretado antes? ¿Qué habría ocurrido si la obligatoriedad de llevar mascarilla se hubiera impuesto desde el comienzo de la crisis sanitaria? ¿Estaríamos en una mejor situación si se hubieran adoptado las medidas tomadas en otros países? Estas preguntas reposan sobre lo que se denomina “pensamiento contrafactual”.
¿Qué es el pensamiento contrafactual?
A pesar de que resulta difícil definir con precisión en qué consiste, hay cierto consenso en la consideración del pensamiento contrafactual como un proceso cognitivo al que recurrimos para imaginar un devenir distinto al que en verdad acaeció tanto en acontecimientos de gran relevancia histórica como en episodios personales.
A través de ese resquicio que abrimos en el tejido del tiempo y de la realidad podemos repensar lo que ha sucedido e imaginar cómo sería nuestra vida o nuestra sociedad en caso de que el pasado hubiera transcurrido de una manera diferente a como en verdad sucedió.
El ejemplo de las ucronías de Tito Livio y Hitler
El pensamiento contrafactual puede adoptar la forma de ucronías –narraciones que describen un presente alternativo a partir de un pasado que nunca ocurrió– o de conjeturas imbricadas en discursos no ficticios. Ya desde la Antigüedad clásica se practicaba esta forma de replanteamiento de eventos pasados.
El historiador romano Tito Livio, por ejemplo, se atrevió a aventurar que Alejandro Magno no habría podido con el genio y la capacidad militar de Roma si se hubiera dado el caso de que hubiera intentado conquistar la ciudad eterna (Historia de Roma desde su fundación, libro IX.17-19).
Periodos históricos más cercanos marcados bajo el signo de un personaje de gran relevancia también han sido reimaginados en clave ucrónica. En este sentido, el imaginario colectivo contemporáneo no ha parado de evocar distintos desenlaces sobre el Tercer Reich y sobre Hitler, personaje que en esas ficciones ucrónicas no llega a nacer o acaba legando un nuevo orden después de haber ganado la Segunda Guerra Mundial. Anuncio falso de un modelo de Mercedes producido por un grupo de estudiantes de cine alemanes en 2013.
El pensamiento contrafactual como catalizador de emociones
En el caso de la crisis del coronavirus, los patrones que rigen el pensamiento contrafactual se han activado principalmente para expresar nuestras emociones. Todos hemos propuesto panaceas que remediarían gran parte de los problemas causados por la COVID-19 si se hubiera actuado como nosotros pensamos. “Si se hubiera invertido más en sanidad, los hospitales no se habrían colapsado”, se ha convenido unánimemente a posteriori entre indignación, rabia y estupor ante lo que sucedía.
En este sentido, Christopher Prendergast, miembro de la British Academy, ha subrayado la importancia del pensamiento contrafactual para catalizar emociones y sentimientos que nos invaden al echar la vista atrás y comprobar que, si se hubiera tomado otra decisión, estaríamos en unas circunstancias mejores.
De hecho, existe una larga tradición con manifestaciones en ámbitos tan variados como la filosofía, el arte y la psicología en la que emociones como la culpabilidad, el arrepentimiento o el remordimiento por no haber tomado una decisión en un momento concreto conforman el armazón del pensamiento contrafactual.
La presencia del pensamiento contrafactual en la política
En el marco de la presente crisis sanitaria, esos “qué habría pasado si…” también han aparecido con gran frecuencia en la política, ámbito especialmente proclive a la reflexión contrafactual por su capacidad para actuar como placebo frente a los problemas reales que presenta la pandemia.
Esta actitud tacticista se incardina en una larga tradición de usos persuasivos del lenguaje que juegan con la manipulación de lo hipotético, lo (im)probable y lo (im)posible. El objetivo, en estos casos, consiste en crear un pasado alternativo en el que las posturas ideológicas de cada partido se ven refrendadas por hechos que no acontecieron.
Un ejemplo de este tipo de usos de lo contrafactual se puede rescatar de las críticas a la celebración de la manifestación feminista del 8 de marzo que sostienen que, de no haberse celebrado este evento, la pandemia habría tenido un desarrollo menos agresivo y virulento.
Beneficios psicológicos y cognitivos del pensamiento contrafactual
La posibilidad de revisar las consecuencias actuales de decisiones y eventos pasados y de reconsiderarlas mediante la recreación de un futuro pasado resulta beneficiosa a nivel cognitivo y psicológico. De esta manera, el pensamiento contrafactual puede contribuir a mejorar la salud mental, así como a facilitar el proceso de toma de decisiones, dada su capacidad para hacernos aprender de experiencias pasadas y mostrar que, al menos en algunos contextos, el devenir de nuestra vida y de nuestra sociedad depende de qué decisiones tomemos y no del azar.
El pensamiento contrafactual, en definitiva, puede ayudarnos a gestionar algunos de los problemas surgidos a raíz de la crisis de la COVID-19 por su capacidad para el análisis retrospectivo, siempre y cuando dicho análisis parta de una postura autocrítica y se apoye en una metodología carente de intereses o sesgos interesados.
Alberto J. Quiroga Puertas, Profesor Titular del Departamento de Filología Griega y Filología Eslava, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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