Leon Sarcos
Todo lo que se impone por la fuerza o la mentira, la inercia lo termina disolviendo. El sentimiento que se expandió con más vigor en el ánimo popular e intelectual, especialmente en América Latina, fue la envidia, cuando el marxismo, después de finalizada la segunda gran guerra, contaminaba todo con sus pregones de igualdad, lucha de clases y justicia social, para con la simple emoción, la voluntad y consignas liberar al ser humano de la explotación del hombre por el hombre.
Todo terminó en una gran pesadilla, un estruendoso fracaso para las sociedades que lo asumieron, como la Unión Soviética y Cuba. Y en una derrota política, moral y militar en los países donde la extrema izquierda lo intentó imponerlo por la vía de la insurgencia armada. También han pretendido, simulando respeto a la democracia, cambiarlo todo para intentar liquidarla, como en el Chile de Salvador Allende.
No me cabe duda de que la parte del mundo inspirada en el libre intercambio y la democracia liberal sobrevivirá a todos los otros modelos de sociedad. Por una principal razón. Es la única forma de convivencia humana civilizada que garantiza libertad permanente y poder crecer económicamente con esperanza de desarrollo humano individual.
Pero la llamarada que encendió el marxismo no se apaga de forma simultánea en todas partes. Se va extinguiéndo progresivamente. La herencia de esos fuegos renace en anarquía, en tercos y oscuros modelos de economía y poder que hoy tienen movimientos revolucionarios que drenan todo tipo de ira y cólera reprimida y descompuesta en acciones de gobiernos autocráticos o híbridos exóticos. Son herederos de la esclerosada extrema izquierda que reclaman el renacimiento de proyectos prescritos, obsoletos y contra natura, que pretenden reeditar consignas aromas seniles y rancias, de un tiempo que la mayoría ya olvidó.
Los chilenos, encabezados por esa joven promesa, ya decadente, que hoy gobierna Chile, no logran entender una de las premisas claves del buen vivir y el ascenso social. La igualdad social por decreto es imposible. Rompe la armonía, desencadena la injusticia, ofende la dignidad de los unos y de los otros y atrofia el cuerpo social, pues sin competencia y sin mérito la sociedad será corrompida. Se rompe el orden natural de la evolución humana y el progreso.
Si hay que crear nuevos parámetros de mérito que no sean la riqueza y el poder, no puedan ser la afiliación ideológica o los lazos de sangre, como en las superadas monarquías.
Es verdad que todos somos iguales, pero básicamente en cuatro instancias: cuando nacemos, cuando estamos desnudos frente a la mujer o ella frente a nosotros, a la hora de la muerte y, por supuesto frente a la ley. A propósito de la igualdad, Emeterio Gómez dejó en el ensayo Capitalismo solidario vs socialismo del siglo XXI, lo que pensaba al respecto:
No se puede, en nombre de una supuesta igualdad, soportada en la máxima de a cada quien según sus necesidades y a cada cual según sus capacidades, justificar una igualdad de resultados independientemente de la capacidad, de la productividad, de la inteligencia, del talento y de la creatividad de cada quien, y especialmente de su aporte al conjunto total del producto que la sociedad genera.
Aplicar esa ecuación, en apariencia justiciera, por decreto, solo es posible si se secuestran y confiscan derechos inalienables de la población y una secta, arbitrariamente simulando que busca la redención de la mayoría, termina apropiándose progresivamente de sus expectativas, sus ilusiones, sus gustos y hasta de sus sueños.
A partir del manejo indiscriminado de la igualdad los demócratas han dejado una enorme grieta para que los enemigos de la democracia actúen a su antojo y utilizando sus ventajas de participación y apertura se introduzcan e instalen formas de autoritarismo y desgobiernos.
Una parte de las principales amenazas a la democracia podrían evitarse o diluirse mediante la aplicación de rigurosos controles, a los que la mayoría de los demócratas que han sacralizado el igualitarismo temen: a través de una impecable aplicación de la ley y en la creación, por ejemplo, de una normativa que establezca requerimientos profesionales y condiciones personales y éticas, confirmadas, en el caso de los aspirantes a presidente, por una evaluación psicológica profesional e imparcial.
En general, de acuerdo con la constitución de la mayoría de los países, en el papel, cualquier habitante mayor de edad y que solo sepa leer escribir, puede aspirar a ser presidente de la República. Entiendo que para dirigir un Estado moderno se requieren tres condiciones mínimas: amplio conocimiento, cultura de poder y cierta experiencia en manejo de recursos humanos y financieros. No es el caso de Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Pedro Castillo, Gabriel Boric, entre otros.
En Chile vuelve la pesadilla. Los herederos resentidos de la Unidad Popular regresan por sus fueros para reclamar las frustraciones de sus muertos, esta vez dirigidos no por un hombre de Estado como Salvador Allende –equivocado, pero lleno de buenas intenciones–, sino por un dirigente estudiantil profesional, experto en organizar manifestaciones y montar huelgas y barricadas.
Su equipo, un grupo de improvisados en asuntos de Estado, siguen encadenados a la memoria de los mártires de la fracasada Unidad Popular. De veinticuatro ministros designados, catorce son mujeres radicales. Una, Camila Vallejo, ministra de la Secretaría General del gobierno, soltó con desenfado un vistoso dislate: El Estado tendrá que adaptarse a mí, a mi hija y a las ministras.
Son una generación de nuevos vengadores que se solazan en la elaboración de una nueva constitución plagada de extremismos imposibles, para tomar el cielo por asalto con la ley en la mano y llevarse por delante la sólida institucionalidad chilena, el Estado de derecho, y una de las economías más estables de Latinoamérica.
¿Por qué debemos esperar que Boric sea un fenómeno político? ¿Tiene formación, tiene credenciales políticas, tiene dotes especiales de líder, tiene una obra que lo respalde? Definitivamente no, y una estructura monstruosa de mil cabezas como el Estado chileno, no la maneja un hombre que pretenda siquiera mejorarla, sino un líder bien formado y con el respaldo de gerentes institucionales profundamente experimentados.
Algo esconden las loas del premio Nobel Stiglitz y profesor de la Universidad de Columbia, en la revista Time: “El enfoque de Boric combina la responsabilidad fiscal con una economía más competitiva, mejores protecciones sociales y condiciones de trabajo, igualdad e inclusión social y protección del medio ambiente”.
Espero que este elogio no sea el resultado de su contratación como primer consultor económico del Gobierno. Chile los ha tenido mejores en el pasado. Boric no mostrará su verdadera naturaleza ni hará nada que moleste y divida hasta que la nueva Constitución reciba la aprobación. Entonces, conoceremos, al verdadero nuevo presidente de Chile.
Numerosas personalidades han fijado posición sobre la propuesta de nueva constitución. Agrupados en un movimiento ciudadano conocido como Amarillos por Chile, donde participan Cristian Warnken, comunicador; Sol Serrano e Iván Jaksic, premios nacionales de Historia; José Rodríguez Elizondo, premio nacional de Humanidades; Mario Waissabluth, fundador de Educación 2020; el rector de la Pontificia Universidad de Valparaíso, y muchos otros economistas y exministros de la Concertación, emitieron una declaración:
“Amarillos por Chile emite alerta roja por el borrador de la nueva constitución. Creemos que este texto dividirá al país en vez de unirlo. En muchos aspectos parece más un programa de gobierno de una izquierda radical que una constitución para todos. Creemos que defrauda a millones de chilenos que queremos una nueva y buena Constitución, no refundaciones ni experimentos que nada tienen que ver con la realidad de Chile”.
No soy para nada optimista con el futuro de ese gran país. Ojalá esté equivocado. Solo me ha lucido inteligente de Boric una expresión para sus colaboradores: “Escuchen dos veces más de lo que ustedes digan”.
El problema es que no es igual liderizar y organizar para joder y crear el caos, que hacerlo para mejorar institucional y civilizadamente, en paz y en democracia, un país.