Por CAMBIO16 / Fotografía: VLADIMIR MARCANO
Cuando la avioneta sobrevuela el atolón protegido por barreras coralinas en busca de la pequeña pista de aterrizaje, las dudas sobre el mito comienzan a despejarse. Como las nubes. Una isla tras otra hasta llegar a la principal, El Gran Roque, rodeada de aguas turquesas que tantas veces han representado al Mar Caribe en los folletos de las agencias turísticas.
Pero Los Roques no es publicidad; en el paraíso, el photoshop está prohibido. Ni siquiera hace falta: el color blanco se impone porque de tan blanco pareciera imposible. Arena que realmente es coral molido como harina, que no absorbe el sol y que juega con las tonalidades, transformando el agua y, de rebote, hasta los cielos. Es el primer milagro natural que recibe al viajero al llegar a la isla almirante, que gobierna sobre una cuarentena de cayos. Todas juntas conforman este archipiélago antillano, a sólo media hora de Caracas aunque parezca otro planeta.
“Nosotros cumplimos aquí los sueños de la gente”. José Marcano conoce casi todos los secretos de Los Roques y pese a las dos décadas en las islas “en cualquier momento, sin avisar, me sacan el aliento otra vez”. Llamarle operador turístico, pese a ser uno de los más cotizados del lugar, devalúa la relación que este caraqueño mantiene con las islas que le acogieron huyendo de la violencia.
Marcano recita las leyendas de la tierra y los secretos del mar. Tampoco se le escapa ninguno de los famosos que llegan a las islas en avionetas y yates privados. Como aquel tipo flaco, surgido de las sombras del crepúsculo, “que avanzaba hacia mí lentamente, hasta que descubrí que era Mick Jagger”. La lista es tan larga como glamurosa: Harrison Ford, Marc Anthony, George Bush padre, Eric Schmidt (presidente de Google), Román Abramovich a bordo de su famoso yate blanco de 170 metros…
Y tantos otros que llegan para disfrutar de un lugar donde no hay hoteles, sólo pequeñas posadas. Ni autobuses ni coches. Ni ruidos estridentes ni la violencia del continente, como si las barreras de coral dibujaran una burbuja invisible para proteger a sus 2.000 habitantes, más a los llegados, que desde el primer minuto se sienten unos privilegiados.
El destino del primer día es Cayo Francisquí de Arriba, a sólo 10 minutos de la isla general. La primera parada en la pasarela de Los Roques, con sorpresa incluida: las langostas. Una docena de tamaño enorme se exhibe en una jaula a orilla de la arena blanca, dispuesta a ser devoradas por los “caníbales”. Algunas lanchas de alta cilindrada se mecen en las aguas tranquilas, de poca profundidad, que permite andar decenas de metros, más allá del alcance de los grumetes.
El mismo cayo esconde otro de los secretos especiales de Los Roques: la piscina natural, un círculo de agua perfecto para el buceo amateur que dispone de protección divina. Varios metros debajo del agua yace una imagen de la Virgen del Valle, que cuenta con millones de devotos en Venezuela. Alguien la depositó en las profundidades para cumplir una promesa. Desde entonces vigila el bienestar de los más atrevidos.
A pocos minutos de navegación, otro cayo con magia: Madrizquí. Y frente a él, Cayo Pirata, territorio de pescadores. Entre barcas y pequeñas casitas se levanta “Arte y Gourmet”, un ranchito (como llaman en el país criollo a las viviendas populares), donde hace 20 años amerizó la surfista y diseñadora de moda Patricia Hamal “porque es el mar más bello del planeta, el más bondadoso, de playas tranquilas y perfectas”.
Atrapada por el blanco (“la gran ensenada de coral, con su agua turquesas, se refleja en las nubes… Sí, sí, son reales, aunque no lo parezca”), pilotó durante un tiempo una de las lanchas más rápidas de la zona mientras combinaba pinturas a la búsqueda del verde turquesa del mar. Hasta Coloso, uno de sus perros de color azabache, tiene los “calcetines” blancos…
Recogiendo las maderas que aparecían flotando en las aguas, maltratadas y golpeadas, Patricia comenzó a pintar sobre ellas. Hoy vive de sus obras. “Y a esta mi casa vienen a comer mis amigos: sushi, atún, pargo, mero…”. Unos amigos muy especiales, algunos pertenecientes a la élite caraqueña, que acuden al sabor de una de las cocinas de moda en Los Roques.
Segundo día
Amanece el segundo día en la placita de arena del Gran Roque. Como casi todas en Venezuela, bautizada Bolívar. El desfile es parsimonioso, la sociedad de las prisas no ha llegado a este oasis caribeño.
Las horas transcurren con serenidad, la dependencia urbana va soltando a sus víctimas, a lo que ayuda Ángelo Belvedere en Bora La Mar, territorio para “la vida no normal, para ir descalzo, para llenarse de la luz, el mar…”. Bebemos un “Sorpréndeme”, vermú con jugo de naranja y pulpa de maracuyá, aperitivo perfecto para abrir los ojos al máximo al arribar al banco de arena Bajo Fabián, tras 20 minutos de travesía marina. Se parece al islote de los comics de náufrago, pero en vez de bandera hay una sombrilla. Una pedazo de playa exclusiva que emerge sobre el mar cristalino rodeado de aguas transparentes. Desde aquí se ve la vida pasar a cámara lenta, entre zambullidas y baños de sol.
El día de las sorpresas termina en el mismo Bora La Mar, una de las atalayas perfectas para observar cómo el sol desaparece entre las aguas. La gran ciudad queda muy lejos, no sólo en la distancia. Belvedere ofrece en su carta otra sorpresa, ideal para las primeras sombras de la noche: “Duro Papá”, un vasito de ron acompañado de un gajo de limón cubierto de café y azúcar.
Tercer día
El tercer día tiene su propio lema: el vértigo. Treinta minutos planeando sobre las aguas hasta llegar al cayo de Saquisaqui, “la pista de entrenamiento perfecta, el sitio ideal para aprender: no hay temor a los tiburones, no te vas a ahogar. Es como el Disney del kite”. Estamos en los dominios del caraqueño César Espinoza, al que todos llaman “Ñoqui”. Es el rey del kite. El viento llega limpio, a 18 y 20 nudos. La temperatura del agua es ideal, también su nivel: si te caes, pie en arena y vuelta a empezar. Buen clima todo el año.
“Cuando navegamos vemos la fauna, incluso pequeños tiburones nadando debajo de nosotros”, se recrea Ñoqui, sabedor del armisticio que reina en Los Roques.
Entre sus discípulos destaca Eniel Narváez, que ya ha competido con éxito en Margarita y Aruba. El joven local, de 23 años, también es uno de los langosteros estrella. “Las agarramos con lazo. A veces se ponen pícaras”, resume tras arrebatarle al mar una docena de ellas.
“Me gustan mis islas”. El epílogo lo firma el pescador Julián Hernández, medio siglo en Los Roques, convertido hoy en uno de esos personajes que no pueden faltar en tierras americanas. Niños, turistas y amigos se acercan hasta él y le regalan cuatro palabras. El poeta construye con ellas una décima. Animado por el reportero, recita sobre el archipiélago que le sedujo para toda la vida:
“Del verso tengo la seña
de lo mismo la certeza
en Los Roques la belleza
que hoy en el mundo se empeña.
Con sus islas tan risueñas
con el debido control
las que miro con fervor
lo digo al improvisar
por la belleza en su mar
y por su radiante sol”.
Tres días más tarde, al emprender el vuelo de regreso, la certeza es total: Los Roques conforman un paraíso bendecido por su propio microclima, un oasis privilegiado de formas caprichosas. El mito del archipiélago de corazón blanco, el del clima tropical eterno. Donde las mareas nacen y mueren.
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