Por Alberto Silva
A fines de 1998, Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales en Venezuela. Veinte años después, a fines de 2018, es importante comparar el estado del país en esos dos extremos de tiempo.
En 1998, Venezuela era un país con muchos problemas. Habían pasado veinticinco años desde 1973, cuando el alza en los precios del petróleo cambió el modo de vivir de los venezolanos. De una forma de vida sencilla, relativamente austera y basada en el trabajo y el esfuerzo personal, de la noche a la mañana se pasó a un ambiente de derroche, facilismo e ineficiencia. De una corrupción moderada se pasó a una corrupción desenfrenada y los partidos políticos, en lugar de orientar al país hacia una salida de la crisis, se hicieron cómplices del desacierto en el que se vivía. Se cometió además el desatino de remover a Carlos Andrés Pérez, un presidente que había rectificado sus errores del pasado y trataba de enderezar el rumbo del país, y se le sustituyó poco después por Rafael Caldera, un irresponsable que no tuvo reparo en terminar de destruir el partido que había creado, en aliarse con lo peor de la política venezolana y en perdonar a Chávez para que este pudiese hacerse con el poder por la vía electoral, apoyado por algunos empresarios estúpidos que más tarde se arrepentirían de haberlo respaldado.
A pesar de todo ese cuadro general negativo, el venezolano común no vivía tan mal. Tenía trabajo y el sueldo le alcanzaba para sostener a su familia, aunque la inflación anual andaba por 30 %. No había escasez de productos de ningún tipo y la gente podía vivir con bastante tranquilidad, saliendo de noche, desplazándose por su ciudad y viajando por el país cuando quisiese y adonde quisiese, relativamente al margen de los pocos delitos que se cometían. La asistencia hospitalaria privada era muy buena y la pública, aunque deficiente, era capaz de atender de alguna manera las necesidades de la población. Las actividades deportivas y culturales se desarrollaban con toda normalidad. La industria petrolera nacionalizada se había consolidado y podía exhibir con orgullo un desempeño comparable al de las mejores empresas de su tipo en el mundo. A nadie se le ocurría que en otro país podía vivir mejor.
Veinte años después, simplemente tenemos un país en ruinas, desde todo punto de vista. Millones de venezolanos han tenido que abandonar su país para escapar del caos que se vive. Casi nadie tiene trabajo y los pocos que lo tienen reciben un salario que no les alcanza para nada (la inflación en 2018 estará entre uno y dos millones por ciento). Hay escasez o carestía de todo tipo de productos y las personas se mueren por falta de asistencia médica apropiada. Muy pocos se atreven a salir de sus casas, ni siquiera de día, pues la inseguridad es total. La industria petrolera se puede comparar con las empresas peor administradas del mundo. A nadie se le ocurre ahora que puede vivir mejor en Venezuela que en cualquier otro país. Mientras tanto, los artífices de este desastre, disfrazados de políticos, militares o empresarios, disfrutan de una buena vida, acumulando fortunas en el exterior que algunos comienzan a perder.
Lo peor no solo es que muchos venezolanos no hayan aprendido la lección, sino que en otros países sus ciudadanos ignoren que les puede pasar algo similar si continúan eligiendo presidentes como López Obrador en México y votando por Petro en Colombia o por Podemos en España, entre otros ejemplos.
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