Pocas personas dudan de que el gobierno de Venezuela pretende desconocer la voluntad expresada por la mayoría de la población en las elecciones presidenciales del 28 de julio. Los resultados que presentó el Consejo Nacional Electoral –CNE– de forma oral no los ha acreditado mediante las actas ni las totalizaciones de un proceso electoral automatizado. Han transcurrido más de dos semanas sin que la página web del organismo desglose los votos emitidos en cada mesa, centro de votación, municipio y estado.
Los resultados que anunció el CNE contradicen las encuestas preelectorales, las hechas a boca de urnas y las actas publicadas por la oposición, que fueron emitidas en las mesas de votación y entregadas a los testigos de todos los partidos. El Centro Carter, el único veedor acreditado por la autoridad electoral, declaró que “la elección presidencial no se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada como democrática”. Después, Jennie Lincoln, jefa de observación del Centro Carter, declaró que “habiendo analizado los números disponibles con otras organizaciones y universidades se confirmaba a Edmundo González Urrutia como el ganador». Recientemente, el informe preliminar del Panel de Expertos de la ONU concluyó que “el CNE no cumplió con las medidas básicas de transparencia y estándares de integridad y gestión”.
¿A quién le importa? La respuesta para una inmensa mayoría sería obvia y simple: a los venezolanos. Dirán que es un asunto interno que deben resolver ellos. No obstante, los socios estratégicos del gobierno, Cuba, Nicaragua, Rusia y China, que tienen intereses económicos y geopolíticos en Venezuela, respondieron con la pronta y automática validación de los resultados no sustentados con actas.
Una respuesta con un mayor grado de conciencia debería incluir como interesados a todas las personas que respaldan la democracia como el mejor sistema de gobierno para garantizar las libertades. Deberían entender que el fraude electoral en Venezuela, el desconocimiento de la soberanía popular expresada en el voto, es un problema de todas las democracias y de todos los demócratas.
Ahora bien, el punto más alto de la conciencia debería llevarnos a entender que el fraude en Venezuela es un problema de todos, sin distinción. A entender la importancia del “deber ser” y las consecuencias de su no aplicación. El “deber ser” no se debe obviar por conveniencia ni por desinterés; mucho menos si se trata de una infracción de rango universal, como es el fraude, porque terminará afectando a todos. Kant decía que lo que uno debe hacer no puede estar basado en las consecuencias, sino en los principios morales universales que son válidos para todas las circunstancias, “el deber ser”.
Ignorar el fraude electoral en Venezuela, en contra del “deber ser”, es malo inclusive para los países que cuentan con un sistema de gobierno diferente del democrático. Sus consecuencias, profundas y duraderas, pueden afectar a sus ciudadanos tanto a nivel personal como colectivo, puesto que se alteran y distorsionan los fundamentos éticos que sustentan a las sociedades justas y a los individuos íntegros.
Existen naciones con sistemas no democráticos que igualmente condenan el fraude, el engaño y la trampa como mecanismo para alcanzar los resultados. La historia ha enseñado que sin valores y principios no se puede avanzar, sería volver con bombas atómicas a la edad de piedra, a la ley del más fuerte. Todos los humanos, sin importar la raza, religión o país de origen, saben distinguir lo que está bien y lo que está mal. Existen, por el bien común, unas reglas del juego limpio que se siguen para garantizar la permanencia de las comunidades, en paz y solidaridad, y para poder construir sociedades más humanas, justas y regenerativas, que es nuestro propósito.
A nivel personal, eludir “el deber ser” puede generar resentimientos, vergüenza y sentimientos de culpa que afectan el bienestar emocional y psicológico. A nivel colectivo, aceptar o ignorar el fraude en Venezuela, incrementa la desconfianza en general, pero en especial en las instituciones y fomenta la decadencia moral y la desintegración de los valores. Buena parte de los ciudadanos del mundo sienten gran confusión, desilusión y frustración cuando las decisiones políticas se basan en intereses o conveniencias particulares y no principios éticos universales del bien común.
Los demócratas del mundo, de derechas, de centro o de izquierdas, activistas políticos o no, todos los ciudadanos, están llamados a defender la transparencia electoral, el pilar del sistema que garantiza los derechos y resguarda las libertades. Aceptar el fraude electoral en Venezuela o en cualquier otro país, desconocer la voluntad de votantes, es un golpe mortal al sistema político que prevalece en Occidente y lo enorgullece.
Los gobiernos democráticos de izquierdas –en especial Colombia, México y Brasil– no deben ignorar el “deber ser” ni caer en la trampa de aceptar el fraude electoral en Venezuela por una sobreentendida solidaridad ideológica. Insisto, si los gobiernos ignoran el “deber ser” en sus actuaciones aumentan la pérdida de confianza de sus ciudadanos y avivan el conflicto social interno, mientras debilitan las instituciones.
El voto expresado por los venezolanos el 28 de julio refleja claramente el deseo de cambio, para reencontrarnos, unirnos y poder reconstruir un hermoso país, que lucha con firmeza, pero pacíficamente, por su derecho a volver a brillar. Respetar la voluntad que se expresó en el voto es el “deber ser”.
En su momento, el Chavismo despertó la ilusión de la mayoría de los venezolanos por una mejor Venezuela, que no pudo cumplir, por las razones que sean. Ahora, esa misma voluntad popular habló claro y alto por un nuevo gobierno, sin odios ni rencores, para la reconstrucción de Venezuela, bajo el liderazgo de María Corina Machado y Edmundo González Urrutia. Es un problema de todos, que dicha voluntad sea respetada y que el fraude no prevalezca.