Miguel Henrique Otero/ presidente-editor de El Nacional
Justo la semana que acaba de terminar, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe -Cepal-, ha puesto en circulación el número 1 de un informe especial dedicado a los impactos económicos y sociales de la COVID-19 en la región.
Un documento inquietante. Al evaluar los efectos directos en los sistemas de salud y los efectos indirectos en la oferta y la demanda, sugiere la inminencia de impactos enormes tanto en el corto plazo (desempleo, baja en los ingresos y los salarios, crecimiento de la pobreza y la pobreza extrema, secuelas varias en los sistemas de salud, entre ellos, el gravísimo de la desigualdad de acceso) como en el mediano y largo plazo (crecimiento económico a la baja, reducción de la inversión, quiebra de empresas, deterioro de las capacidades productivas y más).
La Cepal lo advierte con limpia claridad: “El distanciamiento generalmente implica la desaceleración de la producción o incluso su paralización total”.
Luego de hacer un utilísimo y sumario recorrido por las tendencias económicas planetarias, la Cepal advierte que la contracción del PIB de América Latina podría caer entre 3% y 4%, y que, incluso podría ser peor. El documento anota cinco “canales externos de transmisión”: la disminución de las actividades económicas de los socios comerciales; la caída de los precios de productos primarios (el ejemplo del petróleo, es el más visible de todos); la disrupción de las cadenas de suministro; la caída de las industrias del turismo (que también, para países como Francia, Italia, España e Inglaterra, es costosísima); y el crecimiento de “la aversión al riesgo y el empeoramiento de las condiciones financieras mundiales”.
Se añade un asunto fundamental, que los sectores más afectados por el distanciamiento social y la cuarentena, los que dependen de los contactos entre personas, como comercio, transporte y servicios de distinta naturaleza, generan 64% de empleo formal.
Cuestiones como los limitados niveles de acceso a Internet, la precariedad de los sistemas de salud, las múltiples fallas de los sistemas educativos, los desproporcionados porcentajes de empleo no formal, las extendidas capas de la población que viven en situación de pobreza y de pobreza extrema, los altos niveles de desprotección social, y muchos otros, son elementos que configuran un escenario de vulnerabilidad, tanto por el posible daño que pudiese causar la COVID-19 (solo aliviado por el dato que nos advierte que la mayoría de la población de América Latina y el Caribe está constituida por niños y jóvenes), como por sus secuelas económicas y sociales.
Pero si esta es la amenazadora prospectiva que el estudio de las tendencias arrojan para la región, es legítimo preguntarse tanto por el estado de cosas en Venezuela –ahora solo comparable, de acuerdo con el criterio de expertos, a la ya histórica situación de miseria de Haití– como por los recursos disponibles del país destruido por Chávez y Maduro para afrontar una pandemia que ha sido capaz de poner en jaque a los mejores sistemas sanitarios del mundo, como los de España, Reino Unido y algunas regiones de Estados Unidos.
Los resultados de la Encuesta Nacional de Impacto de la COVID-19, elaborada por la Comisión Nacional de Expertos de la Salud para hacer Frente a la Pandemia del Coronavirus, creada por el presidente Juan Guaidó, son aterradores. Simplemente aterradores. Anoto algunas cifras, que dan cuenta de las realidades que padecen millones de familias en todo el territorio venezolano: 87,7% no recibe un servicio eléctrico fluido, sino lo contrario con fallas frecuentes, altas y bajas en la potencia. Algo más, casi 3% de la población no recibe servicio eléctrico nunca.
Casi 18% de los hogares son víctimas de lo que, ahora mismo, es mucho más que una falla de servicio: se le puede considerar un delito en contra de la vida. Me refiero a la falta, por prolongados períodos de tiempo, del agua potable, el más esencial de los recursos necesarios para combatir los contagios. Pero hay más, otro 75,1% recibe agua de forma irregular y, lo peor de todo, agua de mala calidad.
¿Y qué decir del transporte público? La mitad de los ciudadanos carece absolutamente de este servicio y la otra mitad tiene acceso a uno costoso, deficitario e irregular. ¿Y del combustible? Que a esta hora, en el umbral de una epidemia que puede tener consecuencias desastrosas, Venezuela es un país sin gasolina, que la nación de América Latina que fue paradigma por su industria petrolera, que disponía de una capacidad instalada para producir millón y medio de barriles diarios de combustibles, apenas puede hoy suministrarlo a menos de 1% de la población, y sus refinerías están casi todas paralizadas.
Y todavía debo anotar una realidad ineludible: la situación de los hospitales, donde médicos, paramédicos y trabajadores sanitarios están absolutamente expuestos, sin recursos con los que protegerse, tan indefensos como están los pacientes, que asisten a centros que no tienen agua, ni energía eléctrica constante, ni tecnologías médicas, ni equipos, ni insumos de ningún tipo, ni tampoco medicamentos, ni guantes, ni tapabocas, ni protectores corporales. Nada.
Si a todo este panorama agregamos que la única respuesta del régimen de Maduro consiste en detener y perseguir a dirigentes políticos de la oposición democrática y a periodistas, por el hecho de informar y denunciar lo que está ocurriendo, entonces la situación que podría sobrevenirse en Venezuela podría ser simplemente devastadora. Y ello, porque en lo esencial, Maduro y quienes lo rodean están trabajando aceleradamente para diezmar, todavía más, a la ciudadanía venezolana.
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