La vasectomía es como los sueños: los encuentro profundamente significativos, aunque no tengo idea de lo que puedan significar.
Aún no me la hago.
Más bien, aún no me la hacen.
Porque alguien más será quien perforará con una aguja en tres puntos de mi escroto y pasará una dosis de lidocaína para entumecer el dolor, para luego tomar mis testículos en su mano e insertar unos utensilios de acero inoxidable y cortar los tubos deferentes que transportan el esperma y después ligarlos, es decir, hacerles un nudo para cortar el flujo de vida que inició a mis 12 y que potencialmente se acaba a mis 37.
Naces, creces, te reproduces, juegas un rato y luego te mueres.
Aunque la vasectomía es reversible, esto no se siente así. Y no sé si eso es lo que me asusta, o lo que temo es hacerme un procedimiento que la naturaleza y otros animales nunca han pensado hacerse. Lo que me hace retorcer no es sólo pensar en el nudo que se hará en mi escroto, sino que este nudo lo elijo sin saber lo que está bien y lo que está mal.
O no, no creo que se trate de bien o mal, sino de natural o antinatural, pero tampoco. Otra vez no se trata de binarios que nosotros definimos y pensamos que uno es mejor que otro.
¿Sería antinatural entrar con un bisturí y quitar un apéndice que está por explotar?
¿Sería antinatural salvar a un bebé que nace prematuro y que lo tienen que entubar, operar y medicar para que sobreviva?
¿Sería antinatural quitarle la matriz a una mujer menopáusica para reducir el riesgo de cáncer o devolverle algo de su placer o no placer sexual?
¿Qué tan antinatural es circuncidar a tus varones cuando se lleva haciendo así por mandato divino desde hace 5,000 años?
Estoy tratando de conjurar el instinto, la intuición, la claridad que a veces se siente de forma tan contundente cuando termino de meditar, para saber si este cortado de vasos es natural o no. Pero ¿cómo puedo conjurar algo que en mi genética no tiene precedente y que en mi red social apenas es un tema que se asoma y que no llevo años escuchando de forma normalizada?
Todos me dicen que sí, que es una maravilla. Y no lo dudo. Porque hacerlo sin condón es 100 veces mejor. ¿Cuánto pagaría por no tener riesgo de embarazar en el momento en el que tengo que detenerme, ir al cajón, encontrar a tientas el envoltorio de aluminio, abrirlo, y ponérmelo en la oscuridad o con la luz brillosa del celular cegándome la pupila? ¿Vale los tres piquetes? ¿Vale este ensayo? ¿Vale entrar con acero inoxidable y profanar la caja de pandora de la humanidad?
Tal vez el único criterio para saber si algo es natural o no, es mi voluntad. Mi consentimiento informado. El nivel de presencia e intención que tengo cuando decido poner mis huevos en las manos de alguien.
Y ¿por qué le llamo riesgo de embarazar? ¿Cuál es el riesgo? ¿Hacer más hijos, alimentar más bocas? ¿Soportar más desmadres a la hora de dormir? ¿Truncar nuestros planes de vida? ¿O posponerlos? ¿Encarecer nuestros viajes por necesitar camionetas más grandes y dos habitaciones de hotel en vez de solo una?
Me suenan banales estas consideraciones y al mismo tiempo son las consideraciones que me hago. Porque tal vez es mi forma de negar temas más profundos de los que no quiero sentirme responsable por tomar estas decisiones que no sé desde donde tomar. Como la sobrepoblación planetaria, por mencionar solo un ejemplo.
Qué genialidad evolutiva, o qué metida de pata pandorística:
“Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.”
Tal vez el pecado original, o la herida original, fue nombrarnos separados y superiores a la naturaleza.
¿Qué significa que los shots de semen humanos saquen entre 40,000,000 y 1,200,000,000 de espermatozoides?
¿Qué son esos ceros?
¿Los cero hijos que tendré después del corte?
¿Cuántos hijos he dejado en el camino? En las sábanas, en la regadera, en el escusado, en los globos de látex que se van al basurero municipal.
Aunque es demasiada autoimportancia llamarlos hijos no-nacidos. Sin el óvulo no son nada. Y no, no es mala noticia que no haya más Victor en este planeta. Y no solo por la sobrepoblación. Los jabalís eyaculan 50 billones de espermas en cada shot y está bien que el planeta no esté rebosando de ellos. Lo que no está claro, ni nadie puede pretender tener esa claridad, es cuál es el número correcto y cuántos de qué.
En este corte se van de la familia los nombres que les hemos puesto a mis hijas no nacidas: Nina, Arielle, Ana, Natalia, Lena. Nombres que están en mis notas del celular y que hemos guardado para cuando toque nombrar.
Se van esos nombres. Y sí, hay que dolerlos. Y doler que ya pasó nuestro momento de hacer más hijos y que aquí nos decidimos quedar de forma artificial, pero natural por ser nuestra decisión. O vamos a verlo así: natural para algunos, artificial para otros y al revés.
Porque yo me estoy tratando de salir de esa dicotomía que está tan ligada a la otra dicotomía de separar al hombre de la naturaleza, o la mente del cuerpo, o la ciencia de la magia, o lo natural y lo tecnológico. ¡Si somos Cyborgs por Dios! Mucho antes de que Elon Musk se atreva a implantar chips en los cerebros del sapiens sapiens.
Esta decisión trasciende los binarios, por vernos a los ojos con mi pareja, y darnos el tiempo de decidir, de agradecer lo que ha sido el periodo de procreación. Lo milagroso que consumamos y que se consumó a través de nosotros. Y también, al menos para mí, que decidí ciegamente tener hijos a mis 23 por seguir en automático las instrucciones de todas las leyes a las que tenía acceso: las bíblicas, las comunitarias, las biológicas del nacer, crecer, reproducir y morir.
Me gusta frenar por un rato y pensar la decisión de la procreación, como no frené cuando la inicié. Y no me arrepiento, no sería quién soy sin seguir esos códices inscritos de lo que hemos denotado “la ley de la vida”. Pero también observo que decidir dejar de tener hijos, es también empezar a decirles adiós. Y esa es una ley de la vida, que, aunque menos hablada, es completamente necesaria.
El adiós duele, pero duele más bonito cuando decidí hacer las cosas, aunque luego me tenga que despedir de ellas. Pobres los que decidimos no entregarnos a la vida por miedo a la despedida. Ojalá las despedidas duelan y duelan mucho.
Eso es lo que hace la vasectomía: me veo a los ojos con mi pareja y nos agradecemos. Y nos sabemos cómplices al ayudarnos a tomar lo que es nuestro y al soltar lo que fue nuestro cada despertar en esta preciosa cama donde tanto ha sucedido.
Eso es lo que hace el matrimonio: sostiene varias historias y emociones y decisiones y complicidades y confrontaciones y espejos y contradicciones, al mismo tiempo. Y por eso es uno de los vínculos más profundos que puede haber entre dos personas que no comparten la misma sangre.
Y esto es lo que hace la vasectomía también: me veo en el espejo y agradezco ser un sapiens que no sabe lo que significa ser sapiens, pero que sí ha sentido lo milagroso de la existencia y eso es ya un buen indicador de inteligencia.
¿A dónde irán a parar los trillones y cuatrillones de espermas que ya no saldrán disparados?
Wikipedia me dice que los espermas se seguirán produciendo, pero que se quedarán dentro del escroto y se reabsorberán. Esto me gusta, mejor que se queden dentro en vez de regarse por las aguas negras que fluyen bajo la ciudad.
Que se queden en mí y cohabiten conmigo, y juntos guardaremos y cuidaremos esa potencia para saber que paternar es más que crear descendientes y es tal vez hacer para el mundo y para los demás, lo que haría si no tuviera hijos.
Pasamos demasiado tiempo tratando de ser obedientes con nuestros ancestros, pero la responsabilidad de cada generación no es hacer a sentir orgullosos a nuestros padres, sino a nuestros hijos. En vez de ser descendiente que obedece, quiero tratar de ser un mejor ancestro para los que vienen, sean mis hijos biológicos o no.
Lo que necesita el mundo, y por lo tanto yo, son nuevas formas de paternar. Tal vez aquí empieza la paternidad de verdad: cuando ya no se trata de hacer cigotos sino de encontrar las maneras de que esos cigotos se hagan a sí mismos en cocreación con el resto de los cigotos que habitan todos los rincones del planeta.
¿A cuántas cosas habría que cortarle los huevos para que no se reproduzcan más en nuestra humanidad? Demasiadas. Pero ahí también, la decisión tendrá que venir de esas personas y no de alguien que se los corta sin consentimiento, con armas, con leyes, con discriminaciones subliminales de las que solo nos damos cuenta 200 años después.
Que los taladores de árboles decidamos parar, que los gobernantes decidamos dejar de robar las arcas públicas, que los agricultores dejemos de usar glifosato, que los productores de comida dejemos de meterle químicos y colorantes a la comida de nuestros hijos.
Que los padres traumatizados y violados integremos el trauma y dejemos de violar a nuestros hijos e hijas perpetuando la misma historia.
¿Qué creencias, traumas, hábitos, prejuicios e ideologías quiero que se terminen conmigo, con este corte? Son demasiadas. Me temo que una vida no será suficiente. Por eso la muerte es tan elocuente y tan necesaria para los cambios de paradigma. En todo cambio de paradigma hay un suicidio voluntario.
Porque nadie más podrá cortarnos esos huevos. Cada uno de nosotros tendrá que ir al doctor y pedir en plena consciencia, en plena integración, que se los corten para después llorar a sus hijos no-nacidos y apostar por ese mundo que se crea con la descontinuación de uno mismo.
Cortarnos los huevos en el momento correcto y dolerlos y resignificarlos. En esto radica el posible futuro del sapiens sapiens sapiens.
¿Qué otras cosas se tendrán que seguir resignificando? ¿Qué otros cortes y otros nudos tendrán sentido hacer?
Solo podré seguir preguntándolo cuando salga del consultorio con una bolsa de hielo entre las patas.