No es necesario divagar mucho sobre cuál es el objetivo de Hamas. Hamas lo ha repetido sin cesar, casi en cada declaración pública: el objetivo es la erradicación del Estado de Israel. Un objetivo delirante, sin duda. Pero no menos delirante que el de la Alemania nazi: fundar un Dritte Reich. Ni tampoco que el de la Rusia de Putin: crear un nuevo orden mundial comenzando por la absorción de Ucrania.
Los dictadores, y quienes los siguen, suelen trazar objetivos delirantes. No obstante, los medios que utilizan para alcanzarlos no siempre lo son. Por el contrario, suelen ser realistas, bien pensados y con buen cálculo geopolítico.
Por muy brutalmente salvaje y genocida que haya sido el ataque de Hamas a Israel del 7 de octubre, hay en su ejecución una racionalidad que es importante captar. Hamas sabía que Israel no podía sino responder como ha respondido, es decir, usando el terror contra el terror. Eso significa que Hamas intenta embarcar a Israel en una cruenta guerra en la que Hamas supone que Israel puede perder, si no militar, al menos políticamente.
El terror contra el terror
Obligados a responder al ataque terrorista, los ejércitos israelíes no tienen otra alternativa que empaparse con sangre palestina. El terrorismo, sobre todo el del Hamas, no se puede enfrentar de modo convencional. Más todavía si consideramos que los miembros del Hamas son un día furiosos soldados y otro día, piadosos padres de familia.
No constituyen un ejército regular, eso es más que sabido. Responder al Hamas –e Israel no puede hacer otra cosa sino responder– significa hundirse en un charco de ignominias. La lucha contra el terror, frente a un Hamas mimetizado con la población palestina, solo puede ser terrorista. Es terrible, pero es así. Sin embargo, esto no puede hacer olvidar que el terrorismo lo impuso Hamas, no Israel.
Hoy, tanto o más que a Hamas, la opinión pública internacional comienza a condenar a Israel. El propósito de Hamas -para todo quien no sea putinista, yihadista o de extrema derecha o izquierda– está clarísimo. De tal modo que, si alguien protesta, no solo por las atrocidades de Hamas, sino también por las que a diario comete la Rusia de Putin en Ucrania, no va a faltar el moralista, el humanista, el ultraizquierdista, el fascista, que le va a decir: ¿Y por qué no condenas los crímenes que comete Israel en Gaza?
Cierto, la solidaridad con Israel es grande, pero hasta que Israel comienza a defenderse. Dándose cuenta de la trampa a la que Israel está siendo empujado (y con ellos sus aliados) ,el presidente Biden sugirió a Israel atenerse a las leyes de la guerra. Por lo demás, una advertencia pro-forma. El mismo Biden sabe que en contra de enemigos terroristas, sea en Vietnam, en Afganistan, en Irak o en Estados Unidos, no pudieron atenerse a legalidad alguna. El terrorismo, por definición, impone la ilegalidad.
No hay dudas. El proyecto de Hamas y el de las naciones que la apoyan –Qatar, Irán, Rusia– es de una diabólica habilidad. Si Israel al responder se ve obligado a violar las reglas internacionales de la guerra (pensadas solo para guerras convencionales) legitimará, aunque no quiera, las violaciones que cometen las tropas de países gobernados por terroristas en otros lugares.
Y, precisamente, eso es lo que buscan Putin y los ayatolas: terminar con las reglas de la guerra. Como constató Anne Applebaum, en las guerras de nuestro tiempo “ya no hay reglas”. Para ser más preciso, nunca las ha habido. La diferencia es que hoy la violación de las reglas es la norma y se corresponde con el propósito de las naciones antidemocráticas de terminar con la vigencia de los derechos humanos, pues desde su perspectiva, son productos occidentales.
Ya lo estipuló el mismo Xi Jinping –a quien no gusta que le digan dictador-: Los derechos humanos no pueden ser los mismos en Occidente que en China. Con eso quiso decir: “Nosotros podemos violarlos cuando nos dé la gana”. Y, sin duda, lo hacen.
Después de arrastrar a Israel a una guerra terrorista, lo más probable es que Hamas suponga que esa guerra no va a quedar ahí sino va a escalar. Vale decir, esa guerra no será local sino, por lo menos, regional. Supuesto no infundado. Si hay algo que une a la mayoría de los gobiernos y a la población de la región islámica, es el odio a Israel.
La lucha por la hegemonía en el espacio islámico
Israel, pese a las tendencias autocráticas del gobierno de Netanyahu, es la única democracia de la región. Dicho en la versión culturalista, adoptada por el islamismo duro, Israel es un trozo de Occidente incrustado en el corazón del mundo islámico.
Israel, para Irán y su brazo palestino, Hamas, es un invasor. No solo territorial, sino también religioso, cultural y, sobre todo, político. De ahí que no es errado pensar que, en el marco general determinado por una guerra a Occidente –decretada por Putin dos días antes del ataque de Hamas a Israel– el islamismo radical espera desatar una inmensa guerra islámica en contra de Israel, paralela y articulada con la guerra en contra de Occidente que busca impulsar Putin a partir de Ucrania.
¿Por qué ahora y no antes? La pregunta no deja de ser relevante para entender el sentido de la guerra que comienza a gestarse en el Oriente Medio. Creo advertir aquí dos razones.
La primera no debe haber escapado a Irán-Hamas. En estos momentos, Netanyahu y la ultraderecha israelí, en su propósito de convertir al poder judicial en un aparato de gobierno, ha desatado intensas movilizaciones populares y democráticas en Israel. El avance de la movilización de masas puede llevar a Israel a un proceso de re-democratización y dar lugar a sectores que buscan vías políticas de interlocución con la Autoridad Palestina, dejando a Hamas fuera del juego. Por lo contrario, una guerra terrorista fortalece la alianza ultraderechista que representa Netanyahu.
Afortunadamente, la propia oposición democrática israelí se dio cuenta a tiempo de la trampa tendida por Hamas y acordó, junto con el gobierno de Netanyahu, formar una comisión de todos los partidos para dirigir el curso de la guerra. El frente interno, al que Hamas consideraba dividido, se encuentra hoy unido, aunque solo sea contra Hamas.
La segunda razón es, a nuestro juicio, más decisiva. En gran parte, por iniciativa de Estados Unidos, pero también a partir de intereses comunes. Israel y Arabia Saudí, más los Emiratos, venían realizando encuentros dirigidos a una mayor cooperación económica que, sin duda, traerían un acercamiento diplomático entre esas naciones. Encuentros que no solo liquidarían las pretensiones hegemónicas de Irán en el mundo islámico, sino que, además, podrían abrir el paso a soluciones políticas con referencia al caso de Palestina. Por cierto, esa opción atenta directamente contra las pretensiones de Irán, que quedaría definitivamente descolocado en la región. Algo que tampoco convendría geopolíticamente a los aliados más estrechos de Irán, la Rusia de Putin y esa colonia militar de Rusia llamada Siria.
La disputa hegemónica entre Irán y Arabia Saudí no es, ni con mucho, nueva. La guerra de Yemen, entre otros conflictos que asolan en el territorio islámico, fue y es una guerra de representación (o guerra subsidiaria) en la cual lo que definitivamente está en debate es la supremacía regional de una de ambas semi-potencias. Como es sabido, Arabia Saudí lidera en Yemen una coalición formada por Kuwait, Bahreim, Catar, Sudán, Egipto, Jordania y Marruecos, más el apoyo logístico de los EE UU en contra del sector shií (utíes) apoyado por Irán, con el siniestro concurso de al Quaeda y el Estado Islámico.
En ese sentido, el ataque terrorista de Hamas debe ser captado también como una acción dirigida en contra de Arabia Saudí a cuyo gobernante, el príncipe Mohammad bin Salman, los iraníes y los terroristas de Hamas califican como traidor a la “causa islámica”. Ahora, desde su punto de vista común, Hamas e Irán tienen razón.
En el caso de que el acercamiento entre Israel y Arabia Saudí patrocinado por EE UU hubiera fructificado, habría tenido lugar la formación de un cordón islámico anti-Irán el que probablemente podría incluir a Egipto e incluso a Turquía. Desde la posición iraní, el ataque de Hamas a Israel puede ser visto entonces como una operación quirúrgica de extrema urgencia.
En fin, todos los indicios apuntan directamente a Irán como director de la operación ejecutada por Hamas en Israel, aunque el presidente Biden, muy interesado en que la guerra no escale, adujo que faltaba la prueba decisiva. No así para Anthony Blinken quien dio a conocer la versión no oficial cuando dijo: “Irán y Hamas tienen una larga tradición. Hamas no sería Hamas sin el apoyo que ha recibido de Irán durante años”
Lo mismo sucede con la implicación de Rusia en la guerra islamista a Israel representada por el Hamas, la que evidentemente no fue directa. Tampoco hay pruebas escritas de la participación de Rusia en la guerra de Hamas a Israel, pero estas parecen ser más que obvias.
No solo son conocidos los estrechos vínculos que mantiene Putin con Hamas, también lo es la estrategia antioccidental que ha construido Putin junto con la teocracia iraní. Entre ambas dictaduras existe una suerte de “comunidad de destino”. De tal modo que es absolutamente inimaginable que Putin no hubiera estado al tanto de las operaciones terroristas de Hamas en Israel.
Ni el hecho de que Netanyahu no hubiera ayudado a Ucrania cuando así lo solicitara Zelenski, ni que las relaciones entre los gobiernos de Israel y Rusia puedan ser calificadas como óptimas, son argumentos suficientes para despejar la inocencia de Putin en la guerra declarada por Hamas a Israel. De hecho, dicho en primer lugar, esta nueva guerra calza perfectamente con el proyecto internacional de Putin dirigido a impulsar un nuevo orden mundial mediante una alianza de las potencias anti- occidentales entre las que cuenta, aún antes que con China, con Irán.
En un segundo lugar, la guerra de Irán-Hamas contra Israel favorecería objetivamente a Putin en su guerra de invasión contra Ucrania. Por de pronto, sacaría a Ucrania del centro noticioso, lo que le permitiría redoblar sus ataques terroristas sin exponerse a las duras críticas que desde todos lados provienen. Pero, sobre todo, visto desde la perspectiva militar, obligaría a EE UU y a Europa a desplazar por lo menos una parte de la ayuda militar que hoy presta a Ucrania al Oriente Medio. Y no por último, con una guerra escalada en Oriente Medio, aparecería otro frente de guerra en contra del mismo adversario, al que Putin llama Occidente, es decir, todas las naciones democráticas de Europa, del sur de Asia y Norteamérica.
¿Estamos frente a una tercera guerra mundial? No está muy claro todavía. Lo que sí percibimos es que tanto en Ucrania como en Israel hay dos frentes de guerra con connotaciones mundiales, además de otros frentes menores en el Cáucaso y en los Balcanes. Sin obviar, por supuesto, los frentes políticos que pueden ser tanto o aún más decisivos en Europa y en EE UU frente al avance electoral de las derechas fascistoides y del trumpismo. Una sola guerra con muchos frentes no es el destino que nos espera. Ya es una realidad.