Por Raúl Román
02/05/2016
s una plaza pequeña, sin nada de particular. Un rincón humilde. Y tranquilo, desde luego. Años atrás, el sitio podía transmitir la misma placidez de hoy, o sensaciones muy distintas. Dependía de si en aquel momento se encontraba allí La banda de la Placita, el grupo de jóvenes así llamado porque aquel era su punto de reunión antes de una jornada criminal.
La plaza pertenece a El Consejo, la capital de Revenga, en el norte de Venezuela, uno de los 18 municipios que conforman el estado de Aragua, a una hora de Caracas. Si por algo se conoce este lugar de 50.000 habitantes es por la hacienda Santa Teresa, hoy convertida además en atracción turística. Tres mil hectáreas dedicadas a la plantación de caña de azúcar y sede de la fábrica de ron del mismo nombre, que desde el siglo XIX ha pertenecido a una familia de apellido popular en Venezuela: los Vollmer.
Un día de 2003, Jimin Pérez, el jefe de seguridad de la hacienda, se pone en contacto con el patrón, Al- berto Vollmer, que entonces tiene 35 años. Jimin viene con malas nuevas para el Ingeniero: uno de los vigilantes está malherido y le han robado sus armas. Vollmer le encarga enterarse de quiénes han hecho aquello. “No quería que ninguno de mis revólveres matase a nadie. Además, ese acto debía tener consecuencias. Debía quedar claro que eso no podía repetirse”, argumenta. El corpulento expolicía, habituado a moverse en los estratos más bajos de la zona, no tarda en dar con la pista correcta. Tres malandros (delincuentes) han ideado un golpe sentados en un banco de aquella placita. Se trata de Currupato, Cara de León y El Gordo. “Eran días difíciles, andábamos con problemas con otras bandas y necesitábamos armamento”, explicará uno de ellos más tarde. Los tres invadieron la hacienda, hicieron un fuego para atraer a un vigilante y le desplumaron. Tuvo suerte: no lo mataron. En esos momentos, el índice de homicidios en Revenga era de 114 por cada 100.000 habitantes, por encima de la elevada media nacional; Venezuela fue considerado en 2014, tras Nigeria e Irak, el tercer país más inseguro del mundo, según la organización estadounidense Social Progress Imperative.
Jimin conseguirá localizar a Currupato. El chico se oculta en la casa materna y niega saber nada. Pérez insiste en vigilarle. Días más tarde verá cómo un coche de policía se lo lleva hacia una zona despoblada. Son días de guerra soterrada, en que las fuerzas del orden no se lo piensan demasiado a la hora de eliminar elementos que podrían más tarde causar bajas entre sus las. Otra llamada. “Están en una colina. Lo van a matar. Necesito luz verde”. Vollmer da el ok para un soborno a los agentes y Pérez se hace con el chico.
La posterior conversación de Alberto con aquel desheredado sorprendió a Jimin. Le trató como a un igual. “El valor más importante al hablar con estos muchachos es ser caballero”, dice. Le dio dos opciones: trabajar tres meses en la hacienda a cambio de techo y comida, o ser devuelto a la policía. Ganó la lógica.
La reacción de Currupato pasadas unas semanas de trabajo sorprende al Ingeniero. El nuevo empleado explica que aquello puede ser una oportunidad y que le gustaría planteárselo a alguno de sus compañeros de la Placita. “Que vengan el viernes”, replica Alberto. En la fecha fijada aparece la banda casi al completo. Veintidós malandros, entre ellos Cara de León y el Gordo, José Arrieta, que regresaban al lugar del crimen. “Nos daban sus identidades, que es lo más valioso que tenían. Confiaban en nosotros”, señala Vollmer.
Algo comienza a gatear… pero todavía en pañales. Desde Santa Teresa quieren comprobar que los que hasta hace muy poco eran maleantes van en serio. Pérez les encarga los trabajos más desagradables en el monte. Deja armas a su alcance, en disposición de ser robadas con facilidad. Pero ninguno alarga la mano a por la pistola. Están trabajando. Vollmer reflexiona: “Querían que les ayudáramos”. A las semanas, comienzan a recibir un sueldo: 500 bolívares, frente a los 15.000 que ganaban antes. Pero parecen contentos.
El empujón definitivo, en forma de reflexión, lo dará Arrieta. “Cuando salgamos fuera tendremos que seguir matando si no queremos que nos maten”, le cuenta a Vollmer en una reunión. Tenía en mente a sus enemigos. La banda del Cementerio, así conocida porque sus integrantes vivían muy cerca del camposanto de El Consejo. Era la más temida de Revenga.
A Alberto se le ocurre un plan, que Jimin entiende como un desatino. Su idea es convencer a los miembros de la nueva banda para que trabajen en la hacienda. Después de una primera incursión de Jimin y el propio Vollmer para tantear el terreno y entrevistarse con los líderes, Alberto se viste con ropa antigua, se hace con un automóvil viejo en el que guarda un portátil, una mesa plegable y cables. Le pide a su empleado y amigo que deje cualquier arma (“hay que empezar a generar confianza”) y salen hacia la con ictiva barriada.
Lo que ocurrió resulta difícil de explicar. Vollmer bajó del coche en el barrio del Cementerio, y sin girar la cabeza, comenzó a desplegar su tenderete: “Cuando vi que nos rodeaban, supe que iba a ir bien”. Los muchachos y muchos de sus familiares escuchaban al Ingeniero sin tener claro quién era y qué pretendía. Casi todos iban armados. Vollmer se apoyó en documentos e imágenes que había preparado: “Les hice soñar con su futuro. Con el de ellos, con el del municipio. Y lo que de verdad te libera, parece mentira, son los sueños”.
A los pocos días la mayoría de los chicos de la segunda banda se incorpora en bloque a trabajar en la hacienda. Durante semanas se evita que se crucen con sus rivales; unos meses antes ha muerto uno de los chicos a manos de un miembro de La Placita. Otro ha quedado en silla de ruedas. El Chino, uno de los líderes del Cementerio, busca al Gordo Arrieta para matarlo, y viceversa. En ese ambiente de voluntad asesina, Vollmer decide actuar. Va a juntar a las dos bandas sin previo aviso. ¿Una locura? No. Ha tenido una visión.
Los dos grupos de criminales entran a la vez a un mismo salón cada uno por una puerta. Alberto les hace sentarse. Los tipos se retuercen en sus sillas mientras sujetan sus ansias de lanzarse sobre el de enfrente. Alberto les pide que olviden el pasado. “Les habló fuerte, duro”, recuerda Jimin. Exigente, Vollmer remarca que están ante la ocasión de cambiar su vida. Y les ofrece una herramienta. Les propone que practiquen juntos un juego que desconocen. La mayoría nunca ha visto un balón ovalado. Aceptarán a regañadientes.
Un juego de caballeros
De su pasado como estudiante en Europa, Vollmer conserva una gran afición al rugby. “Hay una compenetración que no se logra en ningún otro deporte. El rugby es respeto. Es disciplina. Es un deporte de equipo, donde no hay estrellas, donde se ha de jugar con humildad. Las trampas están mal vistas, no se permiten, no se finge”. Un deporte de contacto, donde el jugador se expone y ha de confiar en el de al lado. Por eso, Alberto añade: “Antes de saltar a la cancha, sientes que tu vida pende de un hilo. Que vas a dar el todo por el todo. Y que lo vas a dar por tus hermanos”.
Los primeros días los partidos son casi ridículos. Nadie pasa al de la banda rival, aunque forman equipos entremezclados. Pero poco a poco, los chicos van entendiendo las reglas. Están también obligados a pasar después de cada encuentro por el tercer tiempo, costumbre por la que los dos equipos se unen para comer algo, que sirve para confraternizar. Al tiempo, los malandros comienzan a ser un solo grupo.
Vollmer se reafirma en su creencia en el poder de ese deporte de caballeros. El rugby ha conseguido que los chicos interioricen los valores que pretendía inculcar. Decide crear un conjunto de normas para la reintegración. Así nace el Proyecto Alcatraz, nombre de una de las prisiones más famosas del planeta, pero también de un ave: pretenden que los muchachos vuelen. La voz se corre por el valle. El resto de bandas entiende que puede funcionar y se ofrecen para unirse, aunque no todas puedan incorporarse de golpe.
El tiempo pasa. Alcatraz recluta a trabajadores sociales, psicólogos. Modela su metodología. Se establecen tres meses de convivencia de una misma banda apartada de todo, que hoy se lleva a cabo en el refugio en plena selva llamado El Socorro. Modificar conductas y abandonar malos hábitos son los primeros objetivos.
Algunos de los chicos desertarán durante esa primera fase, o más tarde, cuando ya estén trabajando en la hacienda o alguna de las empresas que han llegado a acuerdos con Santa Teresa; el proyecto sitúa en torno al 5% el porcentaje de renuncias. A otros, es algún viejo enemigo el que llegará para encontrarlos; “le alcanzó su pasado” es una de las frases más escuchadas entre los alcatraces. Uno de los muchachos que más recuerda Vollmer es a alguien de fiereza terrible, que parecía incapaz para la empatía, pero que llegó a pedir perdón a quienes había causado daño en el pasado. Falleció asesinado. En cuanto a los tres alcatraces embrionarios que asaltaron al guardia en 2003, Currupato y Cara de León abandonaron antes de tiempo; de uno se ignora su paradero. Del otro, saben que perdió la vida. Sólo Arrieta continúa, todavía capitán del equipo de rugby.
El PARC (Proyecto Alcatraz Rugby Club) progresó a pasos agigantados para situarse entre los más fuertes de la liga nacional, ejemplo siempre de juego limpio a pesar de los murmullos en las gradas rivales en los primeros años. A igual velocidad, el paisaje social en torno a la hacienda se modificaba para satisfacción de la Policía: el descenso de la criminalidad fue patente año tras año, hasta colocarse el índice de homicidios en 24 por 100.000 habitantes en 2014. Lo que más se disparó fue la afición al rugby. En 2007, se creó el programa Rugby Santa Teresa, dividido en rugby social y comunitario. Se implantaron clases en las escuelas de acuerdo con las autoridades estatales. El campo de la hacienda se abrió cada tarde para que el que quisiera acudiera a jugar con entrenadores del equipo. Y el proyecto comenzó a estudiarse en distintas universidades extranjeras; en Harvard, el profesor James Austin, entusiasta de Alcatraz, lo presenta como máximo ejemplo de responsabilidad social en la empresa. Aquello había germinado. Pero Alberto no iba a detenerse. Pretendió acudir a la raíz misma del problema. Al sumidero por el que se perdían los malandros que no morían.
El penal del estado de Aragua, conocido como Tocorón o Tokio en la jerga carcelaria, ostenta el feo honor de ser uno de los más conflictivos en un país en el que el hacinamiento de los presos está desbordado. La ONG Observatorio Venezolano de Prisiones indica que, concebido para 750 reclusos, alberga a 7.650. Su porcentaje de hacinamiento es del 918%, mayor que en cualquier prisión del país. Los reclusos se amontonan en destartaladas casetas construidas por ellos fuera del recinto y las celdas. El 60%, según la ONG, no recibe comida ni atención sanitaria. Un submundo difícilmente explicable, cuyos muros no franquea la policía (han leído bien), que se rige por reglas y códigos de honor del hampa. La corrupción administrativa permite que sea el llamado pran (preso residente asesino nato), el líder respetado de la prisión, el que ejerza el poder. El pran cobra por cualquier cosa: comida, lugar donde dormir, protección. Él, en la cúspide de la pirámide, decide cada castigo. Quién seguirá vivo, y quién, lanzado desde alguna torre, dejará de estarlo.
En la liga venezolana
En ese lugar decidió Alberto introducir el rugby. Gracias a un primer contacto de trabajadores sociales, consiguió que el pran bendijera su entrada. Influyó el boca a boca de amigos y familiares. Alcatraz desembarcó con ropa, medicamentos y bienes de primera necesidad. Y también con el balón ovalado.
El propio Alberto entra dentro de Tocorón en varias ocasiones. Ha establecido amistad con los diversos pranes que ha conocido. Y ha ejercido de entrenador intramuros. “Lo ven y dicen: ¿Qué hace el presidente de una gran compañía con unos tipos a los que nadie quiere?”, cuenta Jimin, presente en las desaconsejadas incursiones de su patrón en prisión. Aunque sí han escuchado disparos o han vivido algún episodio de violencia a su alrededor, no re eren amagos de secuestro. Vollmer extiende su capacidad de convicción a cualquier lugar.
Después de años de evolución, los presos consiguieron permiso para jugar un torneo a siete en la hacienda, en 2014. Aunque perdieron los dos partidos de un triangular, los jugadores y sus familiares celebraron el único ensayo con alegría, bajo el manto de los gritos de Vollmer. Un año después se midieron con el equipo de otra prisión, la de San Juan de los Morros, en el primer encuentro de rugby intercarcelario de la historia, al menos de la venezolana, también en la sede de Santa Teresa. Allí estaban mirando, entre otros, dos antiguos delincuentes: El Chino y El Gordo.
En el equipo de las camisetas negras y blancas, el de Alcatraz, sus dos jugadores más veteranos son hoy íntimos amigos, Francisco Alvarado, El Chino, y José Gregorio Arrieta, El Gordo. Ambos colaboran también con el proyecto que cambió sus vidas. El Chino ejerce de árbitro y entrenador en las escuelas y la hacienda. El Gordo habla a los chicos en los barrios de Revenga. Su función es la de captador de bandas.
Incluidas las dos primeras, han pasado ya nueve bandas por Alcatraz. Un total de 162 jóvenes han desfilado por el proyecto. Todos han jugado al rugby y los mejores han podido unirse al equipo. En este tiempo, hasta 15 jugadores del club han sido internacionales en distintas categorías de la selección venezolana. Ramón Ruiz, un wing explosivo que ve el campo de la hacienda cada mañana desde su chabola antes de salir a trabajar en un criadero de pollos, es un habitual en las convocatorias de la absoluta. Como Wilkinson Arrieta.
Porque Wilkinson, hijo del Gordo, juega junto a su padre en el equipo. Ambos hicieron historia el año pasado al proclamarse campeones de liga junto a sus compañeros, después de que Alcatraz venciese 25 a 10 a Mé- rida. Su primera liga venezolana. “Es un día especial, nos sentimos muy orgullosos por unos muchachos que han dado un ejemplo de disciplina, respeto y trabajo en equipo”, dijo Vollmer. Ese mismo día, tras la jugada final en la hacienda, jugadores de los dos equipos, familiares, autoridades y dirigentes de Santa Teresa, vieron juntos mientras bebían ron la final del mundial de rugby que los All Blacks ganaron a Australia. En medio de aquel tercer tiempo, El Gordo abrazó a Wilkinson y recordó aquella tarde en la que, sentado en el banco de una placita, decidió con otros dos malandros entrar a robar en las tierras de los Vollmer. El resto ya es historia.
¿POR QUÉ LO HACES, ALBERTO?
Alberto Vollmer verbaliza ante el periodista la cuestión que éste se plantea desde el comienzo: “La pregunta de fondo es: ¿Por qué lo hacen?”. En otro momento añadirá: “Pero, ¿son de verdad?” En realidad, las preguntas deberían formularse en singular: ¿Por qué lo haces? ¿Eres de verdad, Alberto? Más allá del evidente rédito de la jugada en el ámbito publicitario, no cabe duda de que Vollmer se puso en riesgo en más de una ocasión. Y se pone todavía, en cada visita a prisión. “Alberto disfruta cuando se expone, se activa. Es sin límite”, comenta Jimin Pérez.
Por las venas del catire (así dicen a los rubios en Venezuela) corre sangre mestiza. El primer Vollmer en llegar a Venezuela lo hizo en 1826. Fue Gustav Julius, tatarabuelo de Alberto, procedente de Hamburgo. Aquí entra en juego Panchita, sobrenombre de Francisca Ribas, sobrina del general libertador venezolano José Félix Ribas, y prima de Simón Bolívar. Criada por la negra Juana, sobrevivió de forma milagrosa durante cinco años escondida entre esclavos después de que el militar español José Tomás Bovés ordenase matar a todos los Ribas. Panchita cruzaría su camino con el de aquel Vollmer. Se casaron en 1830 y juntos tuvieron seis hijos, entre ellos el compositor Federico y Gustavo Julio, bisabuelo de Alberto. Él fue quien en 1875 adquirió la hacienda de Santa Teresa, fundada por antepasados de Panchita. Allí siempre se había plantado ron y así se continuó haciendo.
A finales de los 90, Alberto, ingeniero civil, y su hermano Henrique, plantearon a su padre la necesidad de un cambio. La empresa estaba en suspensión de pagos y se estudiaba su venta. El ron había dejado de estar de moda en Venezuela. Después de una dura reestructuración en la que peleó contra los líderes sindicales, Alberto reflotó la empresa. Pero el de los sindicatos no fue el problema más duro con el que se enfrentó.
Cuatrocientas familias invadieron parte de los terrenos de la hacienda en el año 2000, a punto de iniciarse la segunda presidencia de Hugo Chávez. El comandante animaba a los campesinos a ocupar el suelo de los grandes propietarios como solución a la escasez de vivienda. Ese fue el aldabonazo que activó la conciencia social de Alberto. “Comprendí que no podíamos vivir de espaldas a la comunidad y sus problemas”. Vollmer calmó a los invasores, tras dialogar con su líder, Omar Rodríguez, que participó con Chávez en el golpe de 1992; sumó al gobierno del estado de Aragua y puso en marcha la ONG Camino Real. Con dinero público y privado se nanció una urbanización de igual nombre, con casas a precios accesibles. Dos años más tarde, Alberto fue padrino en el bautizo del hijo de su nuevo amigo Omar.
Su relación con el chavismo no ha sido lineal. Durante los primeros pasos de Alcatraz, los políticos locales, al enterarse del agrupamiento de malandros en la hacienda, llegaron a sospechar que podía estar organizando un ejército paramilitar contra Chávez. Alberto fue interrogado en más de una ocasión por la inteligencia. Años después, Vollmer y su proyecto fueron puestos como ejemplo ante los empresarios por Chávez, que incluso les invitó a él y a algunos jugadores a su programa Aló, presidente. Hasta la agencia AFP llegó a presentar a Vollmer como “la oveja roja de la oligarquía venezolana”. En tiempos de Maduro fue elegido miembro de la Comisión Presidencial de Venezuela ante Mercosur.
Da la sensación de que el Ingeniero tenga un don para la persuasión. “Alberto tiene magia. Toca a alguien, lo mira, y lo convence”, dice Jimin, su mano derecha. “Para nosotros es como un padre. Cuando aparece, sabes que va a pasar algo bueno”, añade Arrieta. Amigos y empleados de Vollmer cuentan de él anécdotas, alguna de las cuales la presentan casi como un santo, un tipo con capacidades que rozan lo mágico. Como la vez en que se sumergió en un caudaloso río a por un objeto perdido y cuando le daban por muerto, reapareció con él en la mano. O la ocasión en que en plena selva convenció a un sujeto que le exigía una rebaja en el precio del ron y le encañonaba con una pistola. Vollmer, fervoroso católico, no parece cómodo cuando escucha alabanzas. “Llevamos 200 años aquí, y queremos quedarnos otros 200 por lo menos. La única forma para que la empresa permanezca es que ganemos los dos: la empresa y la comunidad. Tenemos que crecer juntos. Si no haces nada en lo social, no vas a tener derecho a estar aquí en el futuro”.