A una semana vista de las elecciones en Madrid, la reflexión. Los análisis en caliente tienden siempre al simplismo y a la exaltación de lo inminente para disfrute de cada partido político. Es importante evitar la narrativa circunstancial o la prosopopeya épica que se acostumbra a escribir más dirigida a consumo de rebaño que al pensamiento reflexivo.
La narrativa de la política basada en episodios más o menos creíbles de lo que ocurrió o pudo ocurrir en las semanas previas a estas elecciones es propia de otro género más próximo al de la crónica militar que al de la sociología política. Porque, en general, en todos los partidos políticos hay dificultades para gestionar tanto los estados de depresión como los estados de euforia. Lo que sí está meridianamente claro es que la victoria tiene muchos dueños; la derrota, ninguno.
A partir de aquí, lo demás. Como cuestión de principio, estas elecciones se plantearon, por mucho que se pretenda negar ahora, como un verdadero plebiscito nacional. Podría pensarse que este razonamiento entraña una paradoja si se considera que recientemente se habían celebrado elecciones en Cataluña y que la extrapolación de las elecciones madrileñas a escala nacional bien podría predicarse también de las catalanas, máxime cuando la alternativa socialista era encabezada por el ministro Illa.
Sin embargo, no fue en modo así. Mientras en Cataluña el debate político se situaba en la fatigosa dialéctica del nacionalismo irredentista contra el constitucionalismo, la crisis sanitaria apenas tenía peso, ni siquiera el deterioro económico local.
El ensalmo taumatúrgico con el que se vive cualquier elección en Cataluña, a partir de la liturgia separatista y de la ensoñación, evitó que esas elecciones fueran un plebiscito sobre la propia pandemia. El PSOE ganó en ese juego, pero sabía que las reglas de la emoción política catalana les ahuyentaba cualquier riesgo de evaluación de su gestión sanitaria y económica. Aplazaron ese debate a Madrid y lo perdieron estrepitosamente.
Porque había y hay hartazgo. El hartazgo social ante una situación emocional intensa y continuada como supone la pandemia provoca que el ciudadano tenga la necesidad de ajustar cuentas. En este caso, las elecciones se presentaron como una alternativa de modelo, de gestión y hasta de estrategia.
Paradójicamente, Sánchez y su candidato en Madrid deberían haber cobrado ventaja en un momento en que, gracias al proceso de vacunación, la enfermedad remitía. En cambio, ha sido al revés. Al PSOE le han saltado por los aires todas sus proyecciones porque no están inopinadamente gestionando bien la comunicación durante la salida de la crisis.
Un contrasentido: en el peor momento de la pandemia, resistían. Por el contrario, en un momento natural de alivio, caen. No midieron el estado de extenuación emocional de una gran parte de la sociedad madrileña. Ayuso, a su vez, capitalizó con habilidad el cansancio y se presentó, con un liderazgo incontestable, como una alternativa.
Inteligentemente, percibió que las elecciones en Madrid se convertían en un taller experimental de lo que podía pasar en toda España. Desescalaron dos candidatos de la política nacional a la autonómica y fracasaron (Bal e Iglesias).
La banalización del discurso político hasta extremos límite convirtió la campaña en un acto de propaganda huera. La frivolidad, el espasmo incontrolable de las redes sociales y el ruido efímero son las constantes de un proceso irreversible de degradación.
Algunos debates fueron simple y llanamente patéticos. Y a esta demolición intelectual y moral contribuye tenazmente una parte importante de los medios de comunicación, ahítos de monetizar los espectáculos inenarrables de algunos políticos en campaña.
La propia reducción de los polos a un binomio “socialismo o libertad”, y el éxito que ha tenido la fórmula binaria entre los electores, demuestra el escalofrío de esta reflexión. La expresión es una síntesis lúcida para consumo de masas en estado de alerta y a fe y razón que consiguió su propósito.
Y, por último, los candidatos. En una categorización básica de los candidatos, se enfrentaban tres vectores: el ideológico, el generacional y el de procedencia de los candidatos. La combinación de estos tres vectores ayuda sobremanera a entender el resultado.
Por un lado, el bloque de derecha-liberal se enfrentaba a un bloque de izquierda, a partir de la experiencia de poder en la Comunidad de Madrid. Ayuso resistió el ataque que experimenta siempre el candidato favorito, lo que favoreció a que Monasterio tuviera un carril despejado para mantenerse y hasta para protagonizar alguna acción de un protagonismo inmoderado.
El vector generacional fue decisivo porque a Gabilondo no le premió su aparente experiencia, sino que le penalizó visiblemente el contraste de edades y estilos. Creo a ciencia cierta que, si ahora se presentase Tierno Galván, por mucho que le ayudara Susana Estrada, no obtendría ningún escaño en la Asamblea.
Y, por último, fueron los candidatos que habían desarrollado su actividad en la Comunidad de Madrid los que obtuvieron mejores resultados, dejando muy atrás a quienes vinieron a hacer de Madrid sus Américas (Bal e Iglesias). Especialmente ilustrativo ha sido el avance de Mónica García, que se reveló como una candidata más cercana en los intramuros de la izquierda sociológica madrileña.
Entre tanto, Sánchez había forjado una alianza con sus barones para convertir Madrid en un enemigo contingente, por la vía de explotar el impertinente lema de “Madrid nos roba”. Ese fue el principio del fin: pasaron del “España nos roba” a “Madrid nos roba”.
Ayuso, lejos de practicar una pedagogía basada en la victimización, a la que sorprendentemente se apunta VOX muchas veces, decidió plantar cara. Y lo hizo desde la gestión y, por tanto, desde la responsabilidad. Pudo anteponer un modelo de gestión desde el ejercicio de las competencias que ostenta su Gobierno.
No era, pues, un mero ejercicio de confrontación dialéctica, sino que era el contraste de dos modelos que actúan desde las potestades del poder. Y no cabe duda que Ayuso ganó abrumadoramente.
La combinación de gestión sanitaria y económica fue el resultante final. Al fin y al cabo, el triunfo de las tabernas frente a la derrota de las cadenas. Como si el PSOE no se hubiera fundado en una taberna de Madrid.
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