Luego de las atrocidades cometidas en el curso de la Segunda Guerra Mundial, los vencedores instalaron en la ciudad de Núremberg un Tribunal Militar Internacional para juzgar a los principales criminales de guerra nazis por crímenes de agresión, crímenes de guerra, y crímenes contra la humanidad. A los criminales de menor jerarquía lo juzgaron otros tribunales en forma separada.
En ese juicio histórico, entre los acusados había varios ministros y otras figuras prominentes del régimen hitleriano. Un empresario que ayudó a mantener la maquinaria de guerra (Gustav Krupp, que finalmente no lo juzgaron por razones de salud), militares del más alto rango (como Hermann Göring, Wilhelm Keitel, y Karl Dönitz), y algunos de los responsables de la maquinaria de propaganda del III Reich.
Adolfo Hitler y Joseph Goebbels no figuraron entre los acusados porque se suicidaron antes de que llegaran las tropas rusas. El resultado del juicio es suficientemente conocido: a doce de los acusados los condenaron a muerte, sin que se pudiera ejecutar en los casos de Martin Bormann –que lo juzgaron en ausencia y estaba en paradero desconocido– y Hermann Göring, que pudo escapar a ese destino cometiendo suicidio pocas horas antes de su ejecución.
A otros siete acusados los condenaron a penas de prisión. Tres fueron absueltos. Además de su naturaleza punitiva, el juicio tenía un carácter eminentemente simbólico: registrar para la historia las atrocidades cometidas por los nazis y hacer notar que esos hechos no podían quedar impunes.
El juicio de Núremberg marcó un punto de inflexión en el desarrollo del Derecho Internacional Penal, pero este era un tribunal creado por los vencedores, con competencias solo respecto de los crímenes cometidos por uno de los vencidos en ese conflicto armado.
En la última década del siglo pasado, los tribunales penales internacionales, creados por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para conocer de crímenes de trascendencia internacional cometidos en la antigua Yugoslavia y en Ruanda, volvieron a poner de relieve que la impunidad no era –ni podía ser– la regla de conducta aceptable en la sociedad internacional.
Ya no se trataba de la justicia de los vencedores, sino de la voluntad de la comunidad internacional para poner freno a atrocidades inenarrables. Sin embargo, el gran salto hacia adelante se dio en julio de 1998, con la creación de un tribunal penal internacional permanente –la Corte Penal Internacional–, aunque, en principio, solo con competencia para conocer de crímenes cometidos en el territorio de los Estados que son partes en su Estatuto.
Si bien son todavía muy pocos los casos de que ha conocido la Corte Penal Internacional, y muy pocas las sentencias que ha dictado hasta esta fecha, su sola existencia es un logro importante para preservar los valores de una sociedad civilizada.
Pero lo cierto es que el Derecho Internacional Penal siempre es una respuesta tardía a los conflictos que nos afligen. Es bueno que se sepa que quienes han ordenado o ejecutado crímenes de guerra en Ucrania –o en cualquier otro lugar– podrán ser juzgados y condenados por los actos de barbarie que hayan cometido. Pero lo deseable es que haya dispositivos capaces de evitar que esas atrocidades ocurran, no que haya mecanismos para castigar a Milosevic, a Hissène Habré, a Pinochet, a Daniel Ortega o a Vladimir Putin.
Creíamos que esa era la función del Derecho Internacional Humanitario y de las leyes de la guerra, pero la invasión rusa de Ucrania ha demostrado que no es así. Ninguna pena que se pueda imponer a Putin podrá borrar todo el horror y el sufrimiento que ha causado. ¿Se podía haber actuado antes? ¿Se podía haber evitado la invasión de Ucrania y la devastación de pueblos y ciudades enteras? Porque, incluso si llega a buen puerto, es poco consuelo que la Fiscalía de la Corte Penal Internacional haya abierto una investigación por los crímenes de guerra cometidos en Ucrania.
Quienes han ordenado o ejecutado crímenes de guerra en Ucrania –o en cualquier otro lugar– podrán ser juzgados y condenados por los actos de barbarie cometidos. Pero lo deseable es que haya dispositivos que eviten que esas atrocidades ocurran, no que haya mecanismos para castigar a Milosevic, a Hissène Habré, a Pinochet, a Daniel Ortega o a Vladimir Putin.
Cuando todavía estábamos revisando documentales del juicio de Núremberg, y cuando teníamos la ilusión de que esas atrocidades eran parte del pasado, nos ha sorprendido la guerra de Putin, arrasando y matando indiscriminadamente, y con la masacre de civiles en la ciudad de Bucha incluida.
Desde hace siglo y medio, no todo está permitido en la guerra. Hay límites que no se pueden traspasar. Los civiles, al igual que los heridos, los prisioneros y quienes están fuera de combate, están protegidos por las leyes de la guerra. Tampoco está permitido el uso de cualquier tipo de armas.
Pero, ¿qué pasa si un lunático ignora todo eso y ataca poblaciones civiles, destruye pueblos, edificios residenciales, y bombardea escuelas, guarderías infantiles, teatros que servían de refugio a niños, y hospitales? ¿Qué pasa si, en medio de una guerra, un psicópata causa la inanición de la población civil, privándola de los objetos indispensables para su supervivencia –como el agua, los alimentos, o las medicinas– y obstaculiza el suministro de socorros?
Aunque la masacre de Katyn fue atribuida, por los rusos, a la Gestapo, con el derrumbe de la Unión Soviética y con la apertura informativa dispuesta por Gorbachov, en 1990, Rusia terminó reconociendo su responsabilidad en esos crímenes. Pero no es lo mismo Bucha que Katyn.
En Bucha quedaron sobrevivientes que han relatado lo ocurrido; además, después de la evacuación de las fuerzas rusas, de inmediato se trasladaron equipos de periodistas al lugar de los hechos, en donde pudieron recopilar información de primera mano, y documentar las atrocidades perpetradas. Adicionalmente, ahora los rusos estaban siendo observados por los satélites. En Katyn podía haber alguna duda sobre la autoría de esa masacre. En Bucha, no puede haber ninguna.
Basándose en la Convención de Genocidio, de la cual ambos Estados son parte, Ucrania ha denunciado a Rusia ante la Corte Internacional de Justicia por el crimen de genocidio.
No es el caso discutir aquí si las atrocidades cometidas en Ucrania pueden calificarse como genocidio o si configuran un delito diferente, pero sí es importante hacer notar que la función de la CIJ es pronunciarse sobre la responsabilidad internacional de los Estados, y no sobre la responsabilidad penal individual.
La Corte Internacional de Justicia nunca podría pronunciarse sobre las personas directamente responsables de un crimen internacional que sea de su competencia, como es el caso del genocidio, y nunca podría dictar condenas a quienes hayan participado en la comisión de dichos crímenes. Por esa vía no se conseguirá que se haga el tipo de justicia que esperan las víctimas o sus familiares.
El genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes contra la humanidad, la tortura y otros muchos son crímenes internacionales de tal gravedad que, respecto de ellos, existe jurisdicción universal. Esto significa que esos crímenes caen bajo la jurisdicción de los tribunales de cualquier Estado, independientemente del lugar en el que se hayan cometido, e independientemente de la nacionalidad de las víctimas o de los victimarios.
Pero, de nuevo, es poco consuelo saber que, en algún momento, un juez alemán, argentino, español o de otro país, pueda dictar una orden de detención en contra de quien señalan de haber participado en la comisión de graves delitos de trascendencia internacional. Que ese criminal no pueda viajar a Alemania, Argentina, o a España, o que no pueda dormir sabiendo que, en algún momento, lo podría alcanzar el largo brazo de la ley, no le va a devolver la vida a las víctimas, ni va a restablecer el orden jurídico quebrantado.