Como consecuencia de la demanda introducida por Guyana en contra de Venezuela en relación con la controversia del Esequibo, la Corte Internacional de Justicia está llamada a decidir sobre la nulidad o validez del laudo de París del 3 de octubre de 1899, y, en caso de pronunciarse por la nulidad, determinar la frontera entre ambos países.
Se trata de un inmenso territorio, rico en recursos naturales, situado a orillas del océano Atlántico. Lo lógico es que, ante una demanda judicial que afecta seriamente la integridad territorial de un Estado, y que pretende validar un laudo arbitral que constituyó una afrenta para la dignidad de Venezuela, cualquier gobierno responsable asuma seriamente la defensa de sus derechos.
Sin embargo, salvo por una inicial objeción de la competencia de la Corte, planteada con torpeza, la respuesta de Venezuela ha sido la pasividad, la indiferencia, y la inacción. Una conducta perfectamente previsible.
En el año 2004, siendo presidente de la República de Venezuela, Hugo Chávez –que nunca tuvo ningún complejo para promover su figura mesiánica, incluso si para ello tenía que sacrificar los intereses de Venezuela–, manifestó, en relación con la controversia del Esequibo, que no iba a oponerse a ningún proyecto del gobierno de Guyana en el territorio en disputa.
Luego, en 2006, siendo Maduro su ministro de relaciones exteriores, mediante un comunicado conjunto de ambos gobiernos, se hizo saber que ésta era una “herencia del colonialismo”, dejando claro que no había que insistir en la reclamación venezolana por ese territorio.
Eso significa que, durante el mandato de Chávez y el de Nicolás Maduro, que le sucedió en el ejercicio de ese cargo, Venezuela no protestó –ni ha protestado– por las concesiones mineras, petroleras y forestales, otorgadas por el gobierno de Guyana, tanto en el territorio en disputa como en su proyección marítima en el océano Atlántico.
De manera coherente con lo manifestado por Chávez en 2004 y 2006 –por ignorancia, por razones ideológicas, o por ambas cosas a la vez–, el actual régimen venezolano ha sido indiferente ante lo que pueda decidir la CIJ, y ante los efectos que la sentencia que dicte pueda tener en la justa reclamación venezolana.
Mientras el reloj sigue en marcha y se acerca la fecha en que Venezuela debería presentar su contramemoria ante ese tribunal internacional, el régimen de Maduro está más pendiente de suministrar a Cuba un petróleo que necesitan los venezolanos y en condonar a los países del Caribe una deuda de 370 millones de dólares, que hubieran servido para mejorar la calidad de vida de los venezolanos, en vez de preparar sus alegatos y pruebas para hacer valer sus derechos sobre el territorio en disputa. Queda por saber si el régimen de Maduro es consciente de que esos países apoyan las pretensiones de Guyana en el Esequibo, o le da lo mismo. Pero que quede claro que si la controversia es “una herencia del colonialismo”, Venezuela es la víctima y no el victimario.
Además de sufrir el despojo de parte de su territorio por una potencia imperial, Venezuela ha sido, también, la víctima del populismo y de las ambiciones de poder de Hugo Chávez –que quería ser un líder mundial al precio que fuera–, de la ineptitud de su sucesor, y de la rapacidad de las corporaciones transnacionales que están explotando los recursos forestales, minerales, gasíferos y petroleros que hay en la zona en disputa, y causan un daño ecológico de proporciones descomunales.
Aunque sea una pregunta meramente retórica, ¿por qué razón el régimen venezolano se ha desentendido de la controversia del Esequibo?
Hay que convenir en que el llamado “gobierno interino” no se ha mostrado más diligente y menos indiferente con lo que es una cuestión de interés nacional, y que debería concitar la atención de todos los venezolanos. Aquí nadie puede lavarse las manos y decir que este asunto no le concierne.
Cuando todos deberían arrimar el hombro –como hoy están haciendo los guyaneses, o como ayer hicieron los chilenos y bolivianos en el caso de la demanda de Bolivia respecto de la supuesta obligación de Chile de negociar un acceso al océano Pacífico–, nadie lo hace en la Venezuela de hoy.
Pareciera ser que por alguna razón quienes están más interesados en la política pequeña están jugando al fracaso del régimen venezolano en el diferendo con Guyana. Eso, además de torpe, es mezquino. Si perdemos, pierde Venezuela.
Mientras el régimen parece confiar en que este asunto se dilate y se resuelva tan tarde como sea posible, con la esperanza de que la responsabilidad de una sentencia adversa recaiga sobre otros, algunas figuras de la oposición parecen desear una derrota judicial temprana, que demuestre la incapacidad del régimen, y que nos ayude a rescatar la democracia. Ambos caminos son equivocados.
Con certeza, muchos ciudadanos esperan el momento en que puedan saldar cuentas tanto con un régimen irresponsable como con quienes desean que a Venezuela le vaya mal en este asunto, para luego enrostrárselo al chavismo. Pero, si eso ocurre, ya nadie podrá deshacer lo que se hizo mal.
Tampoco ayudan las ocurrencias de algunos diputados del PSUV, que presumen de su ignorancia sin siquiera sonrojarse, y que inventan recursos imaginarios y reformas constitucionales para decidir una controversia que hoy está en manos de la Corte Internacional de Justicia, en un proceso que no se va a detener, y cuya sentencia será obligatoria.
Lo cierto es que, en este momento, al Estado venezolano lo representa ante la Corte de La Haya el régimen de Maduro y a éste le corresponde asumir la defensa de los derechos e intereses de Venezuela en esa disputa.
A quienes hoy están ocupando el Palacio de Miraflores les corresponde la responsabilidad primordial del éxito o del fracaso en lo que será la última oportunidad de Venezuela para recuperar el territorio Esequibo, y para lograr que se repare una injusticia histórica. Por consiguiente, es a ellos a quienes hay que exigirles una conducta más activa y más diligente en el proceso que en marcha en la Corte Internacional de Justicia.
La controversia del Esequibo no es el único conflicto territorial pendiente entre países latinoamericanos con el antiguo imperio británico, o con las nuevas naciones que puedan haberle sucedido en el continente. Belice y las Malvinas son parte de ese mismo pasado colonial que hemos heredado de lo que Napoleón denominó “la pérfida Albión”, que fue la mayor potencia naval y comercial del siglo XIX, y que tuvo la suerte de contar con la complicidad de Federico de Martens en el trazado de su frontera con Venezuela.
La diferencia está en que, mientras los gobiernos de Guatemala y Argentina no han permanecido impasibles, y no han escatimado esfuerzos para defender lo que consideran que es parte de su territorio, el régimen venezolano ni siquiera sabe si va a comparecer o no comparecer en el procedimiento ante la CIJ, y todo indica que le da lo mismo lo que la Corte pueda resolver en su sentencia definitiva.
Una cosa es realizar un esfuerzo serio para recuperar un territorio que se considera propio, y otra cosa es adoptar una política exterior entreguista, que renuncia a la única opción razonable que le permite a Venezuela hacer valer sus derechos en una instancia internacional.
Esta controversia, que versa sobre una cuestión estrictamente jurídica, como es la nulidad o validez del laudo de París, no es una controversia entre una nación rica y poderosa y un pequeño país pobre y débil, en que la primera pretende despojar a la segunda de lo que en justicia le pertenece.
Es Venezuela la que, en 1899, siendo una nación pobre y débil, fue víctima de un acto de pillaje por parte de quien tenía toda la fuerza y el poder, y que, valiéndose de artimañas, usurpó a Venezuela una inmensa extensión territorial. Ni Venezuela es una nación colonialista, ni pretende aprovecharse de los frutos del colonialismo.
Más bien, por razones ideológicas, por ignorancia de quienes la representan, o por la indiferencia de quienes tienen la obligación de defender los derechos e intereses de Venezuela, ésta está cediendo, y permitiendo que se consume la farsa judicial que hizo posible el laudo de París.
Venezuela tiene la razón y la justicia de su parte en este caso; pero, al no comparecer en el procedimiento ante la CIJ, le está dejando toda la cancha a Guyana. Una derrota segura.