Por Marcos Martín
14/01/2018
Es un lugar muy especial, me atrevo a decir incluso que sagrado. Ir allí es como hacer una peregrinación a Compostela o a Fátima. No está construida con mármol, ni tiene rosetones góticos o arcos románicos, pero más que una librería es un templo. A la vera del río Sena, donde el ‘batobus’ repleto de turistas atraviesa la ciudad de Víctor Hugo. Eclipsada por uno de los puntos neurálgicos de la capital francesa y uno de los lugares más visitados del mundo, a pocos metros de la catedral de Notre Dame está Shakespeare and Company. Si te gusta leer, es como un sueño palpable. Y si no eres un apasionado de los libros, el aura de este pequeño rincón de París, en pleno barrio Latino, te secuestra para el resto de los días. Es más, te amenaza con volver.
Por fuera deja entrever todo un mundo de imaginación. En la calle, hay un escritor sentado sobre una silla indumentado de otra época. Podría haber sido Ernest Hemingway escribiendo París es una fiesta, o F. Scott Fitzgerald, Ezra Pound y James Joyce. Todos ellos estuvieron aquí, escribieron aquí y durmieron aquí. Junto al hombre, una máquina de escribir sobre una mesa circular para tomar café, típica de París, de esas que se orientan a la calle para ver la vida pasar. Dice que me escribe una carta dirigida a quien yo quiera, o un poema. El preámbulo de la librería es realmente bueno, ya estás fascinado. La aventura promete. El reloj parece detenerse. Me siento como si hubiera entrado en otro tiempo, como Owen Wilson en Midnight in Paris.
Pero Shakespeare and Company no fue siempre Shakespeare and Company. El edificio es un antiguo monasterio del siglo XVII. George Whitman lo convirtió en la librería que es hoy en 1951. Aunque hasta 1964 mantuvo el nombre de Le Mistral. A partir de ese año, conserva el seudónimo del dramaturgo, poeta y actor inglés en honor a una primera tienda regentada por Sylvia Beach, desaparecida en 1941 por la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Desde entonces, la historia de estas paredes son las memorias de George. Lo que empezó siendo una planta baja se convirtió en varios pisos. Acabó por instalarse en un pequeño apartamento en la cuarta altura, donde en 2011 falleció por un derrame cerebral a los 98 años de edad. Ganó mucho dinero desde el principio y lo invirtió en ampliar el establecimiento. En Shakespeare and Company conoció al segundo amor de su vida, a su mujer, porque el primero, no cabe duda, fueron los libros.
“Un pulpo literario dominado por un apetito insaciable de letra impresa, que fue adueñándose de aquel edificio destartalado, habitación tras habitación, planta tras planta, hasta convertirse en un auténtico nido de libros”, escribió el autor Lawrence Ferlinghetti en un panegírico sobre Whitman. Miles de libros abrazados unos a los otros. Clásicos y no clásicos. Tan juntos que no cabe oxígeno entre ellos. Parece un todo cien chino en el que no puedes evitar agobiarte porque todo está especialmente comprimido. Pero la sensación es bien diferente. A cualquier escritor le gustaría tener en estos estantes su libro. En algunos ponen notas afuera: “¡Me encantó! Una novela negra que pone los pelos de punta. Fdo: Jacques”. La magia existe, es todo lo que esconden estas paredes.
En el primer piso, al fondo a la derecha, hay unas escaleras que dan a la segunda planta. Sobre ellas, una frase pintada: “Desearía poder mostrar cuando estás solo o en la oscuridad la luz asombrosa de tu propio ser”. Al final, un libro es eso, un amigo en la penumbra. Empieza a sonar la música, viene de arriba, es un piano. Cualquiera puede sentarse y tocarlo. Es lo mejor que puede pasar. La valse d’Amelie, de Yann Tiersen, por ejemplo. Subo los peldaños de puntillas, miro las señales y los tapices de flores con deleite. El olor a polvo y el crujir de la madera del suelo piden que me siente a leer un rato. Será por recovecos. Mi preferido, junto a un gran ventanal, una mesa de escritorio con una Olivetti lista para teclear. Aquí, novelaron Henry Miller o Julio Cortázar y en la actualidad lo hacen prosistas como Paul Auster. Las vistas son inmejorables: el río, la plaza y Notre Dame.
“Los libros que exhibimos reflejan los valores de la librería”, dice Adam Biles, el organizador de eventos de Shakespeare and Company que ahora lleva la hija de George, Sylvia, quien, al igual que su difunto padre, conoció a su actual pareja entre sus libros. La historia es circular, los sucesos se repiten. No obstante, el verdadero valor de Shakespeare and Company es la hospitalidad. A menudo acoge a jóvenes que duermen en los catres y bancos que están repartidos por todo el inmueble. Más de 30.000 personas han vivido aquí a lo largo de los años. Se hacen llamar ‘tumbleweeds’ (plantas rodadoras), es decir, aspirantes a escritores que ayudan durante el día y por la noche duermen entre sus libros.
“Este año hubo un intento de atentado en la zona. Un policía mató a un yihadista que quería matar a otro. Me tocó cubrirlo a mí. Estaba todo cerrado, todo vacío. Por precaución, todos los trabajadores estaban en sus locales. Era un día que llovía a mares. No tenía donde resguardarme. En la librería me dieron protección”, cuenta Yago Grela, corresponsal de la agencia EFE en París. La librería da cobijo a quienes lo merecen y lo necesitan. Libros o personas. También a los guardianes de la casa: varios gatos. Los propietarios han rechazado ofertas de un gran número de posibles compradores. Propuestas para construir hoteles, cadenas de comida rápida… Afortunadamente, la respuesta que han dado siempre ha sido “no”. El sentido común que dan los libros, supongo, porque solo los que tienen el sano hábito de leer saben lo que muchos se pierden por no hacerlo.