Únicamente en el movimiento, por muy doloroso que sea, hay vida. Jacob Burckhardt fue históricamente emblema del ser humano que manejó en su obra, ‘‘el grande hombre’’ que no es producto de la providencia, sino de la libertad… La grandeza es una necesidad de las épocas terribles.
Carl Jacob Burckhardt nació en Basilea, Suiza, un 25 de mayo de 1818 y vivió hasta 1893. Su padre fue un prestigioso clérigo protestante de familia acomodada, lo que le permitió darle a su hijo una educación humanista de calidad. Hizo una corta pasantía en estudios teológicos que pronto abandonaría.
Un catedrático luminoso y celebrado
Burckhardt sería un testigo de excepción de los más importantes acontecimientos de su siglo, el XIX, y profeta y anunciador sin desearlo, como un adelantado y visionario meteorólogo de las terribles tormentas que se cernían sobre Europa en la próxima centuria.
Un sugestivo y magnificente retrato impresionista de este eminente historiador de la cultura dictando sus clases magistrales, lo realizan sus discípulos para deleitar a las generaciones del presente:
Carl Spitteler, después premio nobel de Literatura (1919), habla de su fácil alocución, algo frenada a veces por la conciencia de la gravedad de los temas; de cómo entraba a toda prisa, colocándose siempre frente al escritorio y nunca detrás, y atacaba el asunto sin preámbulo, conforme a la costumbre de Basilea, que parece haber tachado los exordios de sus programas.
No se detenía a buscar las palabras, no vacilaba, no se corregía nunca. En ese momento era el propietario de la lengua en la que discernía. El discurso daba la impresión de un ejercicio religioso, de una plegaria por la historia.
Brillante en la metáfora, agudo en la ironía, el sarcasmo y el desdén. Sin perdón por la humana locura, pero reverente para el dolor histórico. Sutilísimo en la apreciación literaria, que solía disimular con diligencia o como sin darle importancia. Nunca intimidado por “los argumentos de autoridad”.
Rudolf Marx asegura que la emoción sofocaba a veces su voz, cuando hablaba de la Sixtina, de Rafael, o del Hermes de Pericles del Vaticano. Callaba entonces un instante, para contener las lágrimas, y durante esos silencios solo se escuchaba el rumor del Rhin.
Burckhardt dedicó toda su vida al estudio de la historia, pero él no se consideraba un historiador en el concepto clásico y positivista de Leopold Von Ranke (1895-1886) –fundador de la historia moderna basada en fuentes documentales–, el primero en dar forma a la profesión de historia en Europa y en Estados Unidos, y padre de la historiografía científica. Autor de la máxima: Con testimonios escritos que sea el pasado el que hable, el historiador no tiene boca.
Los inicios de un historiador de la cultura
El bien histórico –única aspiración permanente en el vaivén de la historia– es el florecimiento del espíritu humano. Burckhardt renuncia a ocupar la cátedra que deja Ranke y eso lo hace un disidente de otros historiadores. Solo pretendía un lugar para hacer su historia, pero no sustituyendo o abandonando la historiografía. En sus propias palabras: en adelante mi cátedra insistirá en la historia de las ideas sin retener más que una armazón de pensamiento indispensable.
Su primera educación, que empieza en la Suiza germánica, acaba en la Suiza francesa, beneficiándolo de la mutua fecundación de dos lenguas, lo que le da, según Alfonso Reyes, una fisonomía semejante a la de los grandes intérpretes de la Europa transalpina: Goethe, Shelley, Stendhal y Robert Browning.
Su formación en historia la realizará en Berlín, donde residirá entre 1838 y 1843. Sus profesores en esta disciplina serán Jacob Grimm y Leopold Von Ranke y cursará historia del arte bajo la dirección de Franz Kugler, a quien asistirá en la supervisión de la edición del Manual de Historia del Arte en 1842, texto con el que se inaugura la historia del arte universal.
Su regreso de Alemania a Basilea, donde está su amada universidad, será desconcertante. La universidad tiene apenas veintiocho estudiantes y Burckhardt tiene que completar su manutención escribiendo artículos de prensa. En rigor, la crisis europea se había iniciado en 1830, con la Revolución de Julio o las tres gloriosas jornadas de París, que provocaron la caída de Carlos X y el ascenso de Felipe I de Francia.
Su actitud equilibrada molestaba a los radicales nacionalistas y a los intransigentes católicos, cuyas constantes trifulcas causaban mucho pesar a Burckhardt, en razón de lo cual abandonó la política-joven había coqueteado con el romántico liberalismo que pregonaba la reivindicación del espíritu alemán-, dejando una reflexión muy pertinente frente a los extremos cuando no se puede hacer nada sin perder la integridad:
Sobre la gente de mi índole, decía, no se pueden construir los Estados. En adelante, mientras dure mi vida, prefiero ser un hombre de bien; solícito para mis semejantes y buena persona privada… No puedo cambiar mi destino y antes de que irrumpa la barbarie universal que ya presiento, prefiero continuar mi aristocrático y deleitoso trabajo cultural, para servir al menos de algo el día de la inevitable restauración.
La obra de Jacob Buckhardt
Los trabajos escritos por Burckhardt marcan los hitos de su desarrollo, camino de la resultante que serán sus Reflexiones sobre la Historia Universal:
Su Época de Constantino el Grande (1852), estudia la decadencia de la antigüedad, la asfixia de la cultura por la potencia exacerbada del Estado y la Iglesia, y le proporciona uno de los instrumentos que ha de aplicar al análisis de las civilizaciones. Es su primera obra y la más propiamente histórica en el sentido tradicional del género, pero donde se siente que el intérprete gana protagonismo frente al narrador.
En su Cicerone (1855), vuelve al itinerario italiano a la manera del joven Mommsen. Bajo la apariencia de una simple guía monumental, y juzgando según sus ojos, sin que la cohíban los juicios de la autoridad ajena ni las estratificaciones de la rutina –rasgo general de su mente–, construye una interpretación estética que se ha comparado a la de Wolfflin o a las más avanzadas de nuestros días y que es uno de los documentos más auténticos del impresionismo. Se ha dicho, no sin razón, que solo le superan Winkelman y Ruskin.
No debe extrañarnos que así sea, cuando Nietzsche le escribió a su compañero Gersdoff: Hay que levantarse y acostarse leyendo a Cicerone de Buckhardt, pocos libros hay que aviven tanto la imaginación y que mejor preparen para penetrar las concepciones artísticas.
A continuación, en 1860, publica su obra más difundida, La Cultura del Renacimiento Italiano. La obra que le gana un puesto entre los historiadores de la cultura. Este libro prepara la visión de Burckhardt sobre el bien histórico en relación con la personalidad de los hombres. Su análisis del redimensionamiento del hombre y del nuevo mundo figurativo, expuesto en su célebre libro, tomó notable influencia en la cultura europea.
Desde entonces no llegó a publicar ninguna obra de importancia, dedicado exclusivamente a la docencia, la investigación y a dictar conferencias. De ellas resultaron los dos libros póstumos: Historia de la cultura griega, Berlín 1898-1902, cuatro volúmenes y Reflexiones sobre la historia universal, Stuggart 1905,sobre los cursos que impresionaron a Nietzsche y cuya publicación Burckhardt solo autorizo en artículo de muerte.
De acuerdo con Alfonso Reyes, cupo a Buckhardt, respecto a Grecia como a Italia, la suerte de los precursores que provocan la impaciencia de contemporáneos y, al igual que el Cid, ganan la batalla después de muertos. Burckhardt rechaza por completo el mundo griego idealizado que Robert Curtis había heredado de Otfried Müller, Goethe y Winckelmann. El hecho de no ser especialista y de haberse acercado tarde al estudio de Grecia, con una visión en otros campos, le dan un carácter espontáneo muy rico a su visión.
Desde 1855 a 1858 estuvo como profesor en la Escuela Politécnica de Zurich, para luego volver a su ciudad natal Basilea, donde se instala de nuevo en su universidad hasta su jubilación en 1893.
Alfonso Reyes recrea maravillosamente, con la exquisita prosa que lo caracterizó, esos años en lo que rehúsa dar conferencias en otras ciudades, porque le parecía una deslealtad y sentía que “robaba a la suya”, la Basilea de su corazón.
Era un consejero y un protector. Los estudiantes lo rodeaban, la gente de letras y los aficionados acudían por las noches a su humilde residencia, en los altos de la panadería, desde donde se divisaban el río, las montañas, la ciudad y sus puentes.
Tan amorosa consagración no podía ser estéril. En todos los conciudadanos cultos se dejaba sentir, según Nietzsche aseguraba más tarde, la huella de Burckhardt… Las tertulias solían prolongarse hasta la madrugada y los jóvenes se despedían de mala gana para seguir rumiando los recuerdos de aquellas noches privilegiadas, hasta que la aurora comenzaba a dorar la puerta de San Albano. En adelante, Burckhardt es para la posteridad el Preceptor Helvetia.
Reflexiones sobre la Historia Universal
Burckhardt estaba en desacuerdo con la historia que concebía el desarrollo histórico como un proceso evolutivo que culminaba en el presente, como fue el caso de Hegel y sus seguidores. Su juicio de la historia no ofrece un desarrollo lineal y progresivo supeditado a la cronología y al estudio de la sucesión ordenada de los hechos.
Hay que estudiarla, comentaba,a través de cortes transversales, sin que exista un principio y un fin. La sucesión de acontecimientos carece de interés, lo importante es el marco que se ha de contemplar en un periodo determinado.
Hay que analizar –decía– el suceder histórico en sus auroras y sus anochecidas: Grecia, Constantino, el Renacimiento nos han preparado la tarea. Dejemos de lado las confesiones de orígenes y los desplazamientos antropológicos. La historia se estudia in media res y es el único conocimiento que no puede conseguirse desde el principio. El punto de vista de Burckhardt es el de una teoría de las tormentas.
Dentro de este enfoque hay tres componentes que se influyen y condicionan el comportamiento general de cada época: El Estado, la Iglesia y la cultura. Los dos primeros son estables y pujan entre ellos por imponerse y solo alcanzan momentos estables de fijación. El Estado implica la organización de la fuerza y la garantía del orden. La religión satisface las necesidades metafísicas de la sociedad y la ayuda a vivir.
Frente al Estado y la Iglesia, la cultura es el movimiento del espíritu en libertad, la respuesta del hombre a las necesidades terrestres e intelectuales. Para Burckhardt, la cultura es el mundo de lo móvil, de lo libre, de lo necesariamente universal, de lo que no reclama para sí una vigencia coactiva o toda la suma de evoluciones del espíritu que se producen espontáneamente y sin la pretensión de tener una validez universal o coactiva.
La mutabilidad de la historia exige necesariamente la presencia de un actor, que no es otro que el ‘‘gran hombre’’ que focaliza la fuerza colectiva que emerge de la sociedad por sus propias necesidades para ejecutar la voluntad dispersa.
James Hasting Nichols, en una moderna edición estadounidense de 1943, realiza un estudio introductorio de donde puede extraerse:
Solo después de 70 años estamos en condiciones de comprender el continente como Burckhardt lo interpretó en sus días. Burckhardt entendió nuestro mundo en 1871 mejor que muchos de nosotros.
Las Reflexiones son una historia de los valores occidentales y, sin proponérselo, un tratado político al modo de Platón y Maquiavelo. Como Agustín tenía el panorama de su época amenazada por la codicia de los godos, así el ensayista suizo recoge el saldo de su tiempo cuando los nuevos bárbaros están a las puertas.
Las profecías de Burckhardt
La vida y la obra de Burckhardt son uno de los legados más atractivos y provocadores que hemos recibido del siglo en que le tocó vivir. Como gran meditador de la historia, supo aprovechar todos los acontecimientos importantes de su época, para convertirse en un contemplador privilegiado del espectáculo humano que presenció y siguió a su muerte y que –sin ánimo profético– supo dibujar imaginariamente, gracias a su fina percepción espiritual y su vasto dominio de la historia de la cultura occidental, con óptica de vidente.
Algunos de sus sabios juicios, son dignos de revivirse con ánimo pedagógico y prospectivo: Las revoluciones, advertía, “corren por su cuenta como fuerzas de la naturaleza” y nos arrastran a donde ellas quieran y no a donde nos propusimos llegar.
Demócratas y proletarios van a quedar sometidos, a un terrible y creciente despotismo, aunque se defiendan con tremendos esfuerzos –sigue diciendo el melancólico profeta– pues nuestro preciado siglo no está llamado a realizar la verdadera democracia.
En su famosa Carta de Año Nuevo de 1870 dice:
Lo más ominoso para mí no es la presente guerra, sino la era de guerras en que entraremos y la inminente adaptación del espíritu a ellas. Las guerras se engendrarán unas a otras en funesta continuidad.
El afán de lucro y el afán de poder –reflexiona– se irán adueñando del mundo, y esta marea creciente producirá una era de esterilidad para la cultura. El Estado volverá a asumir en gran parte la alta tutela e incluso a orientarla de nuevo, en muchos aspectos según sus propios gustos.
Verdad es que cuesta mucho imaginar un mundo cuyos directores prescindan en absoluto del derecho, el bienestar, la ganancia legítima, el trabajo, la industria y el crédito, y apliquen un régimen únicamente fundado en la fuerza.
Tengo una premonición –dice– que aunque parezca una insensatez, no puedo alejar de mi mente, y es que el estado militar que se avecina va a convertirse en una gran fábrica. En esta era presente, productora de tecnologías, para terminar de asfixiar el espíritu.
La cultura expulsada del núcleo, será encomendada a la clase subsidiaria de los intelectuales a modo de adorno sin seriedad.
La doctrina cristiana sobre la corrupción del hombre –declara– ha llegado a extremos insoportables al llenarse de excrecencias inútiles, pero reposa en un entendimiento de la naturaleza humana, mucho más profundo que la teoría del buen salvaje de Rousseau.
Un selfie hecho por un maestro
Jacob Burckhardt fue un ser único. Preocupado por todo lo humano y lo divino, no hay manifestación del espíritu que lo encuentre sordo. El maestro Alfonso Reyes logra una bonita semblanza para la historia de la cultura que los registra a ambos:
Más atento a los significados que a las coordenadas de los hechos; nunca soldado raso de la erudición, sino capitán del conocimiento. Hombre sin edad, tan amigo del viejo como del joven, por plástica gracia de la inteligencia; tan apto en la compañía como en el consejo, y en suma como tenía que ser el hombre que supo fascinar a Nietzsche.
Simpático por naturaleza, se apoderaba sin esfuerzos de sus auditorios, inquietándolos con su sinceridad y su audacia, a imagen del famoso tábano; mientras por otra parte, suscitaba en sus discípulos el valor de la iniciativa y aun las legítimas deslealtades que el verdadero magisterio tiene la incumbencia de engendrar.
Es el mismo Burckhardt quien, con humildad, escribe no para él:
Los libros buenos deben volver a ser leídos, ya que presentan nuevas fases, no solo a cada lector, sino a cada siglo, incluso a cada edad y a cada individuo.