El gran escritor italiano, Ítalo Calvino, autor de Las ciudades invisibles, dijo: Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible. Y George Wells, escritor inglés de ficción, quien escribió La máquina del tiempo, diría: Si no acabamos la guerra, la guerra acabará con nosotros.
La palabra ‘catástrofe viene de la voz griega ‘vuelco’, que resulta de la unión de dos vocablos: en contra y volverse, que originalmente hacía referencia al final desastroso de un drama, por lo general una tragedia. La diferencia se ampliaría para significar cualquier desastre repentino.
Aunque la Real Academia española terminó definiéndolas por separado –catástrofe: suceso infausto, que altera gravemente el orden de las cosas; desastre: desgracia grande, un suceso infeliz y lamentable–, hago énfasis en el término, porque presiento muchas. Siento las que acontecen con desgajado dolor y percibo que son del mismo corte, la misma naturaleza, y representan los mismos peligros que han acosado a la especie humana desde que existimos como seres racionales, sin que la mayoría tome conciencia de la gravedad de sus consecuencias últimas.
Catástrofes en el país de los tulipanes
Catástrofe, esa palabra tan ruidosa y de efecto tan espantoso, sepultó más de 43.000 almas en un abrir y cerrar de ojos en Turquía, en Antakya, capital de la provincia de Hatay. El país que regaló al mundo los tulipanes y la sabiduría mística de Yunus Emre está de luto, y la gente evoca y llora su benevolencia:
El odio es nuestro único enemigo. Para nosotros el mundo entero es uno. No estoy en la tierra para sembrar el odio y la enemistad. El amor es la misión y la vocación de toda la vida.
Otros miles de personas perecieron en la vecina Siria.
La distancia no aleja de nuestra alma los padecimientos del prójimo. No son las diferencias religiosas las que nos hacen insensibles frente a los dramas y los sinos de las diferentes culturas. Una catástrofe natural no es de cada país, debería ser de la humanidad entera. La guerra y el sufrimiento que provoca no es un asunto de quienes las libran en el terreno, es también un asunto terriblemente crucial para el espíritu humano.
Las cuestiones que competen, involucran y representan un peligro para las naciones por separado, lo constituyen de alguna manera para la raza humana. Borges decía que la vida de un hombre es la vida de todos los hombres.
No me cabe duda de que las catástrofes naturales y las guerras nos disminuyen de tal modo, que van agotando sistemáticamente nuestra capacidad de asombro, la tesitura del alma y especialmente, el umbral de espiritualidad indispensable para defendernos de sus contingencias y de los abusos de la ciencia y las nuevas tecnologías.
La mala historia se hace sucesiva
La incomprensión humana de un principio básico de que no somos los propietarios de la tierra, sino turistas sobre espacios de vida que estamos comprometidos a cuidar, a proteger y a abonar con amor y ternura, por ser la fuente esencial de la vida y de vivir, nos ha llevado por la destructiva senda del abandono de los principios fundamentales de la conservación del ambiente y sus recursos.
La madre Tierra, en sus reacomodos sistemáticos para preservarse, deja sentir su malestar. Recordemos siempre el viejo adagio de Aristóteles: La naturaleza es un espectáculo que se desarrolla frente a nosotros. Y el otro: La tierra no es de nosotros, nosotros somos de la tierra.
Por otro lado, ha vuelto la beligerancia de algunas naciones que pretenden, a la fuerza, recuperar territorios perdidos en confrontaciones bélicas pretéritas. Los litigios geopolíticos delimitados en acuerdos anteriores parecen actualizarse, casi que como nuevas revanchas, con las mismas dosis de fanatismo y locura con las que actuaron los partidarios de la guerra y las pretensiones hegemónicas racistas e ideólogas en el pasado.
Las catástrofes y los desastres naturales no son nuevos, nacieron con el caos de los inicios. Ha habido terremotos en escalas superiores al de Turquía (de 7,8), y con mayor número de víctimas fatales como el de China, en Shaanxi, el 23 de enero de 1556, que dejó centenares de miles de fallecidos y un número indeterminado de heridos o el de Haití, el 12 de enero de 2010, en escala similar al del país de Atatürk, el padre de la Turquía moderna, que arrojó entre 200.000 y 300.000 muertos.
Los ha habido superiores en intensidad a la escala de Richter. El de Valdivia en Chile, el 22 de mayo de 1960, en magnitud de 9,5; el de Sumatra en Indonesia, el 26 de diciembre de 2004, de 9,3; el del estrecho de Prince William, el 28 de marzo de 1964, en magnitud de 9,2; y el de Tohoku en Japón, de magnitud 9,0, el 11 de marzo de 2011.
Es imposible evitar que acontezcan. Como la muerte, no se pueden predecir con exactitud, no puede detenerse el ciclo de desastre, la pena y las consecuencias en cada familia y en cada ser humano, pero la vida nos ha dado saberes, inteligencia, creatividad y técnicas para prevenir, aliviar y limitar sus efectos devastadores.
Los que han aprendido la lección
Siento que nos han traído a este experimento que vivimos para que completemos espiritualmente un ciclo que dejaron en algún sitio con una señal nuestros antepasados y que, por ley de la vida y de las sagradas del universo, estamos obligados a mejorar para bien de la humanidad y de las generaciones que vienen.
Unos aprendemos las lecciones muy temprano –sin pretensiones– quizás porque trajimos alma de pluma, algo que le enseñó un abuelo a su nieto y que este no olvidó nunca: “La naturaleza no da saltos, hijo”; o como me decía un amigo amado “nunca puede llegar el verano antes que la primavera”.
Para los alemanes fue dolorosa su derrota y, luego de la muerte del nacionalsocialismo, asimilaron la catástrofe y entendieron, a costa de mucho sufrimiento, que no eran una raza superior y que el militar debía estar supeditado al ciudadano, la máxima encarnación de los deberes y derechos del hombre civilizado.
Esa lección tan desafortunada que aprendió el pueblo alemán, la asimiló también la sociedad japonesa después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, para asumir lo mejor de la cultura occidental sin dejar de ser Japón y luego para convertirse en el país piloto en elaborar las más eficientes políticas antisísmicas para prevenir y enfrentar las catástrofes naturales, junto con Chile y Estados Unidos.
Japón es el país con la mayor cantidad de sismos en el mundo, razón por la cual resulta prioritaria la protección civil, la cual ocupa el primer puesto en los presupuestos públicos. La prevención es la clave –afirman los expertos–, los japoneses invierten un dólar en prevención para ahorrarse 10 dólares en reconstrucción. La sociedad japonesa cuenta con atención de seguros para atender la reconstrucción, por lo que los problemas económicos y jurídicos son relativamente menores.
En Japón existe un elaborado rigor técnico en la supervisión de las construcciones de edificios y viviendas. Construyen edificios muy altos en los que combinan el acero con materiales para amortiguar los movimientos sísmicos. Las 47 prefecturas tienen su propio reglamento de construcción, el cual se revisa y actualiza con la información que se va acumulando. Para ello existen 9.000 estaciones de monitoreo, lo que les permite formular códigos de construcción muy rígidos y de obligado cumplimiento.
Los medios de comunicación juegan un papel fundamental para ayudar a difundir políticas públicas y una cultura de protección civil. Son activos vigilantes de la sociedad para que se cumplan las rigurosas políticas antisísmicas del Estado japonés. En Tokio se creó un centro de simulación antisísmico donde asisten diariamente 1.000 ciudadanos a recibir entrenamiento en prevención de desastres naturales.
Los desastres y las guerras como estadísticas
Hace más de un año Rusia, de manera injustificada, comenzó la invasión a Ucrania y el inicio de una confrontación que por ahora parece no tener fin, por el contrario, a cuentagotas amenaza con extenderse progresivamente al resto de Europa. Según el general de más alto rango y jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, Marx Milley, se estima, para finales de 2022, en cerca de 100.000 por bando el número de soldados muertos en la guerra entre rusos y ucranianos, a los que suma 40.000 civiles muertos por efectos del conflicto.
Las cifras registradas por las Naciones Unidas distan mucho de las del militar estadounidense. Según un informe, la ONU ha podido verificar la cantidad de 18.955 víctimas: 7.199 muertos y 11.756 heridos, de los cuales 438 de las fatales eran menores, 226 niños, 180 niñas y 32 de sexo desconocido.
Cuando los muertos se vuelven números en los desastres naturales, al igual que en las guerras, nos apartamos del sentimiento que nos une a ellos como seres humanos.
Se nos olvida que no son dígitos para sumar los que desaparecen repentinamente bajo una lluvia de escombros, sino que son la voz y el llanto desesperado de niños, hombres y abuelas; que son lágrimas apretadas y el grito desgarrador de la mujer ultrajada, o el balbuceo de un hombre que agoniza mutilado por una bala de mortero o reventado por una mina; son nervios, sangre y huesos destrozados que duelen en proporción similar, mucho, como la muerte o la enfermedad terminal de un familiar, un amigo o un vecino o al igual que una fractura, una muela infectada o un pellizco del maestro, o de mamá, cuando comíamos más de lo que debíamos.
Ellos son también nosotros, que aún amamos, comemos, reímos y tenemos la posibilidad de mañana.
Un breve epílogo
Al final, se dirá, qué importan, son simples números en titulares que producen un malestar efímero que, como noticia, ya sentimos lejana. Vendrá un nuevo desastre natural a sustituir a otro que ya dejó de asombrarnos o una nueva guerra.
Los emergentes empresarios multimillonarios de la industria electrónica y los señores de la guerra, no van a renunciar a su afán de lucro y a dejar de incentivar el protagonismo que tanto seduce con el uso de las nuevas tecnologías, especialmente la del teléfono móvil, ni a detener la carrera armamentista para crear novedosas tecnologías que hagan más eficientes y letales las armas de destrucción masiva para los futuros combates contra la vida.
Ellos son los nuevos artífices encargados de seguir atormentando, explotando y mutilando la tierra indiscriminadamente, en busca de los insumos más preciados para continuar con su devastación y la pérdida de los valores humanos: metales, plásticos y materiales para productos químicos, pero sobre todo metales, esos que hacen brillar los ojos de codicia a los de menos escrúpulos para su comercialización: el silicio, el litio, el cobre, el estaño, el níquel, el cobalto, el acero, la plata y el oro.
Ninguna amenaza o fuerza, por otra parte, le quitará el sueño a Putin hasta que no vea en ruinas a Ucrania, si no puede tenerla. Nada ni nadie podrá detener el interés político de China en posesionarse de nuevo de Taiwán, ni mucho menos contener la locura de Kim Jong-un de unificar a los dos Coreas bajo hegemonía comunista.
Eckhart Tolle, un respetable líder espiritual ha acuñado una oración que dice mucho:
Es precisamente con la vejez, la pérdida o la tragedia personal, cuando, tradicionalmente, la dimensión espiritual entra en la vida de la gente. Es decir, su propósito interior solo emerge en la medida que su propósito externo se va hundiendo y la coraza que cubre el ego comienza a resquebrajarse.
Esa expresión registra muy bien nuestro drama humano. Por eso no debemos esperar a que, como en la película sobre Pompeya, La furia del volcán, alguien grite: Lo que sea que esté pasando aquí, ningún dios puede ya detenerlo.