José Mateos Mariscal
De manera general los proyectos migratorios se solían elaborar en el seno de la familia. Todos los miembros, tanto los que marchaban a Alemania como los que se quedaban, se veían afectados por este proyecto vital colectivo. Se fuera uno o varios miembros la emigración era usualmente un emprendimiento de la comunidad emocional familiar.
El momento de la partida cristaliza los sentimientos, a menudo contradictorios, que envuelven al conjunto de la familia. Por un lado, la idea de emigrar se ponía en marcha ante la expectativa de una mejora en las condiciones de vida, de modo que generaba ilusión y esperanza, tanto en los que realizan el viaje como los que lo apoyan quedándose.
Testimonio de la familia Mateos Hernández
En muchas ocasiones, ambos sentimientos se hallan estrechamente vinculados con los tópicos y estereotipos de los lugares de destino. La imagen del emigrante español en Alemania justificaba y alimentaba la ilusión inicial. En cierto modo, el sueño europeo no era sino la representación de la familia trasplantada a Alemania, la que hacía la llamada a emigrar y colaboraba en la alimentación del mito.
Marcharse a Alemania era la ilusión máxima que podía aspirar el que podía, el que tenía un pariente allá que lo podía reclamar. El porvenir estaba en Alemania. Era la esperanza, el sueño, el mito. Pero la emigración también era una tragedia que separaba a las personas. La distancia física dividía a las familias, por lo que no eran extraños los sentimientos de tristeza y desarraigo.
Yo, José Mateos Mariscal, aunque disimulaba, sentía tristeza al pensar que sería la última fiesta en mi casa, en Zamora (España). El sábado siguiente, Sábado de Gloria, partiría para la Alemania.
Empecé a despedirme de mis amistades. Fui a San Frontis a decirles adiós a mis, tíos, tías, primos y demás familiares. Todos quedaron muy tristes y no hubo uno solo que me alentara, que es lo que habría querido. Me ponían aún más triste. La despedida de mi hermano mayor fue tremenda. Éramos los dos hermanos que más nos queríamos. Lloró hasta que se llenó. Yo tuve que hacer lo mismo.
La tristeza se mezclaba con enfado y rencor cuando la emigración se percibía como una injusticia dentro de los planes familiares. Sucedía a menudo con los niños o adolescentes que acompañaban a sus padres, ajenos a la decisión que había desencadenado la salida y cambiaría su vida; también con los que quedaban en casa de otros familiares (abuelos normalmente) cuando los padres emigraban sin ellos.
Yasmin Mateos Hernández, emigrada a Alemania en 2013, cuando tenía doce años, afirmaba: Mi hermano Leandro cuando tenía el pasaje dijo que no venía que tenía que venir yo. Y yo no quería venir. Estuve llorando tres meses seguidos. No quería irme. Era joven y tenía mi mundo en Zamora (España).
La incertidumbre ante lo desconocido y el desasosiego que generaba son característicos de la emigración y estaban muy presentes en el momento de la partida. Cuando la emigración dejaba atrás una parte del núcleo familiar, se veía especialmente afectada por sentimientos de morriña, ante la separación, y de temor, por los posibles riesgos del viaje.
La angustia se potenciaba ante aspectos de la salida que se salía por completo del control, como las esperas y retrasos en la expedición de documentos, en los viajes intermedios o en los controles burocráticos e inspecciones sanitarias a los que quedaban supeditadas tanto la salida como la llegada.
La complejidad creciente en la tramitación oficial de los permisos migratorios constituyó una fuente constante de inseguridad, especialmente en las familias procedentes del mundo rural, a menudo sin estudios, y poco familiarizadas con la cultura administrativa y los laberintos de la burocracia. La falta de estudios es considerada por numerosos emigrantes como una fuente de limitaciones que generan dificultades y sufrimientos.
Coral Hernández, emigrada a Alemania en 2013
¿Sabes qué fallo hemos tenido con mi esposo? Gente de pueblo con poca Universidad, si uno tuviera más preparación, íbamos a la escuela básica, no tenemos carrera Universitaria, no estamos preparados para el mundo y así uno sufre más, porque tienes que adaptarte a lo que venga… ¿Entiendes? Hay que sufrir.
Desde el punto de vista de la comunidad emocional, la despedida antes de la partida se ritualizaba con una apelación a los valores transmitidos dentro de la familia, de los padres a los hijos. La familia, aún dividida por una frontera, mantendría su coherencia en la medida que se guardase respeto a esos valores.
Palabras de mi padre: “Te vas, Coral, procura mirar siempre por ti. Nosotros quedamos en casa. Y trabajando no nos faltará qué comer, pero tú eres sola con tu familia en Alemania, puedes enfermarte o puede que algún día te falte el trabajo por cualquier circunstancia. Si no tienes algo tuyo, pudieras verte necesitada y pasar hambre en el extranjero. Lo primero que haz de observar es una conducta intachable. Honradez, obediencia, constancia y buena voluntad son cualidades que abren las puertas en todas partes. Escribe tan pronto como puedas. Adiós, hija”. Me dio un abrazo y un beso en la frente y se retiró mi padre. Yo quedé abajo, en el coche, sumida en la mayor tristeza.
Los inmigrantes y sus familias, sobre todos los hijos, comparten en su mayoría un sentimiento de tristeza profunda debido a la partida. Un sentimiento evoluciona con el tiempo. Ocurren momentos de inestabilidad emocional y ambivalencia de sentimientos con respecto al ausente. Por un lado, se sienten tristes debido a la lejanía física que la migración conlleva, pero al mismo tiempo se sienten orgullosos por el esfuerzo que hacen los progenitores con el empeño de mejorar la vida familiar, y que interpretan como una manifestación de afecto hacia ellos.
‘Muy triste, pero a la vez feliz porque mi familia y yo emigramos de España a Alemania para salir adelante’
Leandro Mateos
Los sentimientos generados a raíz de la migración cambian con el tiempo, según se vayan entendiendo las razones de la ausencia y consigan elaborar el duelo migratorio. Pasan por diferentes etapas hasta transformar los sentimientos negativos y dañinos en sentimientos más positivos, optimistas.
‘Al principio me daban depresiones cada año en Alemania, no me sentía igual que en España por más que estuviera con mamá y papá.’
Yasmin Mateos Hernández
Los estados de ánimo generados a raíz de la partida de la familia son ambivalentes y yuxtapuestos. Varían entre la depresión y la tristeza, por sentirse abandonados en un país extranjero. También van del rencor al orgullo. Y no pocas veces, satisfacción y agradecimiento.
La edad temprana en el momento de la partida de la familia los afecta mucho, dejan a sus amigos y a un entorno que conocen y manejan. Hay momentos que de alguna manera hacen experimentar más la sensación de extrañar al ausente, como fechas de celebraciones rituales, como los cumpleaños, o un bello recuerdo de un paseo o un regalo.
Historias de emigrados: Josefa Fernández
Emigré a Alemania el 13 de febrero del año 1990. Durante casi todo el año anterior los problemas económicos fueron empeorando para mi familia y para mí. Yo era, junto con mi hermana Magdalena, el sostén económico del hogar.
Soy la sexta de una familia de ocho hermanos. Vivimos en la ciudad de Salamanca, aunque la mayoría de nosotros nacimos en Madrid. Sin embargo, crecí en Salamanca y me considero charra. Familiarizada con los usos y costumbres de supervivencia de Salamanca, pertenezco a una familia de comerciantes de clase baja. En casa la familia lo era todo y las cuestiones económicas siempre estuvieron supeditadas a la felicidad. Se nos educó que el amor y la familia estaban primero que los bienes materiales.
Una prueba palpable del pensamiento y filosofía de mi familia es que mi padre emigró a Alemania en su juventud –en los años setenta– y trabajó en la fábrica de telas de Remscheid-Lennep. Después de cumplir su contrato, regresó a Madrid, su tierra natal. De allí emigró casi inmediatamente a Salamanca, para casarse y formar familia. Contrariamente a sus hermanos y paisanos, que echaron raíces en el País Vasco, le atrajo más lograr la estabilidad familiar que los bienes materiales que Alemania le podía ofrecer.
Nosotros nunca pensamos en emigrar. Echamos raíces en Salamanca. Mi padre nos narraba los sufrimientos de los emigrantes durante su travesía y estancia en Alemania. Deseaba evitarnos el dolor que él sintió al llegar a una tierra donde no se hablaba el castellano y donde se vivía frío, hambre y discriminación. Reconocía las ventajas económicas de ser trabajador inmigrante en Alemania, pero estaba también sensibilizado del “precio de sangre” que se debía ofrendar a cambio. Por todo eso, ni yo ni ninguno de mis hermanos emigramos.
Yo había visitado Remscheid en plan de negocios. Los familiares allá me recomendaban que me quedase, que aprendiera alemán, que aprovechase la facilidad que tenía –y que muchos añorarían tener– de tener una visa de turista. Pero no era buena idea quedarme a vivir en Alemania.
Después mi proyecto de vida cambió drásticamente por la crisis económica y sus resultados adversos para nosotras. Se acabaron las ventas en mercadillos. Nos orillaron las presiones de proveedores esperando por su pago.
Sobrevino un proceso de caída lento, casi inasible, casi sin darme cuenta. La posibilidad de la emigración y el abandono, primero remota e inaceptable, luego considerada como una más de las opciones y, finalmente, comprendida como la última vía, la solución final, emergió entonces como protagonista.
El plan que se fue dibujando era módico, nada radical, cuidadoso. La ida era temporal y el regreso seguro. Era emigrar a Alemania solamente para trabajar y enviar dinero fresco a nuestro incipiente negocio para esperar mejores tiempos.
La decisión se tomó quince días antes de mi viaje. El costo del pasaje lo cubrimos con un préstamo. Sólo compramos pasaje de ida a Alemania. Mi hermana y yo estábamos sin una peseta, habíamos intentado pagar lo más que nos fue posible de las deudas acumuladas durante la crisis. Pero la deuda, única opción para empresa tan pequeñita y pagando un 10% mensual de interés, se duplicó al cabo de un año.
Vendimos lo que pudimos y pagamos con lo que nos quedó: computadoras, mobiliario y hasta nuestros anillos y alianzas los dimos en pago. Emigramos para salvar nuestro buen nombre. Conservo las fotos del día en que mi familia me acompañó al aeropuerto de Madrid. Lucíamos nuestras caras más tristes. Una tristeza que rasga el papel y me invade, incluso ahora.
En el Aeropuerto Internacional en Alemania acudí a una de las pocas frases que tenía aprendidas y practicadas. Me había funcionado en mis viajes de trabajo, así que la dije frente al personal del aeropuerto que me vio con simpatía y me selló el pasaporte sin problema alguno.
Pero no era cierto. No solo no lo hablaba muy bien, sino que no lo hablaba. Igual, como todos, crucé. Llegué en temporada de frío, mediados de febrero, días de nieve. No la conocía, porque en Salamanca no nieva. Lo más parecido a eso que había visto era el granizo que en ocasiones cae.
Vino por mí Lupe, la esposa de mi primo. Había nevado todo el día y al llegar a su casa, la nieve había cubierto la entrada del estacionamiento y la puerta de la cochera no se podía abrir. Para quitar la nieve me puse mi par de guantes y comenzamos las dos. Pala y pala. Al terminar, yo estaba exhausta y afiebrada. La alta temperatura duró toda la noche. Me cayó encima el peso del clima. Eso y un cálido abrazo de Lupe fueron la bienvenida.
La poca ropa que llevaba no serviría para el frío. Estaba constantemente nublado en Alemania. El sol lo vi por primera vez en la segunda semana de abril, poco antes de mi partida a Hamburgo. Mis familiares tenían miedo de que me atrapara la Migra y no me dejaron salir sola por mucho tiempo. Pero luego acompañé a mi prima a hacer las compras de comestibles y me familiaricé con las calles y el vecindario.
Al final de la primera semana me declaré lista para explorar las calles con la firme intención de encontrar trabajo. No podía perder un día más. Había llegado con 70.000 pesetas y se estaban agotando. Mi familia en Salamanca esperaba el dinero que prometí mandar. Preparé un currículo en alemán.
Caminé hasta la avenida comercial en Hamburgo y recorrí negocio por negocio dando mi currículo a quien quiso aceptármelo. Parecía broma. Bajo el viento y la lluvia, en calles grises y tristes, caminaba con mi papelito en la mano, sonriendo a la gente y buscando empleo.
Era invierno y la economía iba a invernar hasta mayo. La ciudad estaba lenta. Pasaron así varios días. Caminando y buscando trabajo llegué a un negocio de venta de vidrios. “Las ventas son malas en invierno”, me dijo Martha. Quizá en unos meses podría emplearme. Pero miró mi currículo y me dijo que así no me consideraría nadie debido al idioma. Le dije que no sabía alemán.
“Sin hablar el idioma no lograrás nada. Primero ve a la escuela. Camina por esta misma calle diez minutos y encontrarás Caritas. Ahí dan clases de alemán y no te cobrarán nada.” Así lo hice. Comencé a estudiar alemán como segunda lengua. Ahí conocí a otros inmigrantes españoles, como yo.
Gracias a ellos conseguí el primer trabajo. Limpiar una librería cerca del aeropuerto de Hamburgo. Empecé ganando seiscientas pesetas por hora. Como el trabajo comenzaba a las seis de la mañana, a las cinco, a oscuras, corría seis kilómetros para quedar en el camino de uno de mis compañeros de trabajo que tenía coche. Llegábamos antes de la empleada de la librería, una señora de origen irlandés, que nos abría las puertas.
Con mi casi nulo alemán, gesticulaciones y ademanes nos entendíamos. Yo necesitaba hablar con alguien. Mis compañeros de labor hablaban español, pero no teníamos más que la limpieza del establecimiento en común. Nuestros intereses, sueños y propósitos de vida estaban a años luz de distancia. Los días transcurrían largos y en soledad.
En Hamburgo los españoles somos minoría y la mayoría de la población con la que interactuaba eran polacos y blancos anglosajones. Mi familia de primos y sobrinos, sí eran muchos, más de cincuenta personas.
La socialización entre tu comunidad es algo indispensable cuando estás fuera de tu patria. Mis familiares allá lo sabían, por eso me acercaron a todos los que ellos conocían. Aunque soy evangélica, mi prima me invitó a asistir a la iglesia católica del barrio y me presentó a Guadalupe, una joven que abandonó sus intenciones de ser monja al conocer al hombre con quien vivía. Ya tenían tres hijos.
Después de la limpieza de la librería comenzaba mi segundo trabajo. En la vidriería de Martha contestaba el teléfono, cortaba vidrio, colocaba mallas antimosquitos para ventanas y cristales a la medida. Ya tarde ella me llevaba a la escuela de alemán. Las clases terminaban después de las diez de la noche.
Los viernes no había clases y acepté un tercer trabajo: mesera en un salón para fiestas. Me pidieron papeles y debí buscar donde conseguirlos. Costaban más de 100.000 pesetas.
En el salón de fiestas, sobre todo en las bodas, las propinas fluyeron en proporción a mis sonrisas. Mi familia había operado un restaurante por más de quince años en Madrid y eso me ayudó. Sin embargo, cada día que pasaba extrañaba más a mi familia, mi país, mi España, mi Salamanca. Lloraba horas en lugar de dormir. Todo en silencio. Ni los que me hospedaban ni mi familia en Salamanca debían saberlo.
El encargado de trabajo de la limpieza consiguió una mejor oportunidad y me ofreció hacerme cargo de todo el contrato. De un día para otro, mi trabajo y mis ingresos se triplicaron. Subcontraté a mi amiga Lupe y a mi prima. Treinta días después de mi llegada envié el primer dinero a mi madre 30.000 pesetas. Esa sería la cuota mínima de envió mensual a Salamanca.
Iba a cumplir mes y medio en Alemania y el exceso de trabajo y las temperaturas frías habían hecho estragos en mi salud. Tenía un enfriamiento severo y una tos permanente.
Mi hermano menor trabajaba por Arizona. Vivía en California con mi tía María, hermana de mi padre. El me narraba las bondades del Oeste. El clima es muy parecido a España, decía. En California la gente hablaba español y había muchísimos españoles y latinos, tantos que parecía como si estuviera uno en España. Me propuso mudarme a California.
El 13 de abril de 2008 tomé el vuelo hacia el aeropuerto de Los Ángeles, dos meses después de mi llegada a Alemania. Mi hermano me abrazó como nunca antes lo había hecho. Me hospedé con mi prima hermana, donde mi hermano era ya huésped, en la ciudad de Ontario.
Atrás quedaban dos meses de frío de Alemania, de lucha y de mucho aprendizaje. Era como estar en la guerra, en constante zozobra, en constante movimiento. Todo era efímero y los cambios, vertiginosos. Ahora venía el turno de California. En ese entonces no sabía que quedaría muchos años.