Jose Mateos Mariscal
Wuppertal-España
Cuando en la vida nos hallamos sumidos en una situación o experiencia difícil es posible, a veces y por momentos, ver una luz al final del túnel. Es lo que ven los protagonistas de la película La emigración, una historia sobre la España pobre con «tres salidas: tierra, mar y aire», usando trenes, barcos y aviones para lograr el sueño europeo.
“Para mí, una de las escenas más emblemáticas es cuando el tren entra en un túnel y la cámara, por algunos segundos, enfoca esa luz que aparece al final: cálida y fría al mismo tiempo. Son segundos fundamentales para los migrantes, que ven pasar toda su vida por delante dejándose llevar por las emociones”.
Cuando se viaja no se piensa en los aspectos sentimentales, sociales y psicológicos. No se analiza lo que se puede sentir al abandonar el lugar natal. Cuando los migrantes deciden partir no saben lo que pueden encontrar. Es la idea que transmite la luz al final del túnel. El túnel se puede considerar una verdadera frontera: de un lado la tierra natal, el hogar; del otro, la esperanza de una vida nueva.
Los emigrantes, en cambio, como los peones, nos vamos para no volver. No hay retroceso ni vuelta atrás. Viajamos con la idea de que regresar sería sinónimo de fracaso
La espera constituye el momento en que las emociones se arremolinan como un huracán. Se puede pasar de un estado de ánimo positivo a uno negativo en un instante. A pesar de las sensaciones que provoca aquel transcurrir tan oscuro.
El miedo que desata la falta de luz se mezcla con la esperanza de vivir una nueva realidad, sin ni siquiera conocer el idioma oficial.
El miedo puede dar lugar a la excitación, a la prefiguración de lo que hay al otro lado, de lo que se hará una vez libres de andar por las carreteras europeas.
La nostalgia nunca abandona al migrante. La morriña. El recuerdo de la familia, del hogar lleno de amor y felicidad. Piensa en el pasado y en el tren se va preguntando: «¿Estaré haciendo lo correcto?».
En el tablero de la vida, los emigrantes no somos reyes ni torres ni reinas ni alfiles. Somos peones. No mandamos sobre la partida de la que formamos parte. Solamente en la casilla hacia la que vamos a desplazarnos. Siempre estamos amenazados por otra pieza, que, aunque lejos, nos obliga a defendernos. Aislados, no somos nada. Nuestra fuerza proviene de nuestra unión.
Si pudiera volver…
Mi familia emigró de España a Alemania. Pasábamos necesidad. Desahucio tras desahucio. Esta circunstancia de mi vida fue fuente de tristeza durante años. Comparto ahora esta extraña forma de la intuición que es la certeza (o esta extraña forma de certeza que es la intuición) acerca de algo que nos atañe a todos: la posibilidad de irse y la de quedarse.
Irse y quedarse son irreconciliables. No solo de manera sincrónica, sino también diacrónica. La determinación se tomó a finales de 2012. Y ahí comenzó la máquina a trabajar sobre lo que sería el traslado Alemania. A principios de julio de 2013, el día 3, la familia entera nos subimos a un avión rumbo a Alemania.
Mi perplejidad, mi angustia, mi tristeza no contaron. Me repetía una y otra vez que no me preocupara, que en dos años regresaríamos a España. Y lo creí. ¿Cómo no iba a creerlo?
Viajeros, turistas, ejecutivos, empresarias, políticos son otra clase de piezas en el tablero. Poderosas. Se mueven dentro de unas normas, es verdad, pero tienen caminos de ida y de vuelta. Intervienen en la partida, la condicionan. Se desplazan con posibilidad de dar marcha atrás. De hecho, forma parte del plan, de la táctica y de la estrategia.
Los emigrantes, en cambio, como los peones, nos vamos para no volver. No hay retroceso ni vuelta atrás. Viajamos con la idea de que regresar sería sinónimo de fracaso.
Lo conmovedor, lo entrañable, es que avanzamos pensando que volver es posible. Y eso es lo que quiero dejar claro. Hoy en Alemania no es así.
“A las cosas y a los lugares no se puede volver ni siquiera volviendo”. Nada es lo mismo. Los cambios ocurridos son para siempre. Nunca sabremos quiénes habríamos sido en nuestro lugar. Lo mismo que le ocurrirá a quien, por ejemplo, se somete a una cirugía estética porque no consigue gustarse como es. Nunca podrá verse al espejo y descubrir quién habría sido si no hubiese interrumpido su ser. No hay vuelta atrás. Como cuando se da vida a alguien, o cuando se le da muerte. Lo que es, deja de ser. Lo que iba a ser, no lo será.
El nuevo mundo en Alemania
La llegada a Alemania fue para mí un drama. Todo era peor. La vivienda, el trabajo. No estaba con mis hijos en casa porque trabajo cientos de horas. Fui despojado de mi mundo de modo radical. Súbito. Irrenunciable. Parecía menos cruento porque, en teoría, habíamos ido a un país en que se hablaba un idioma imposible de aprender.
Un idioma no son solo las palabras ni la sintaxis que las ordena. Un idioma son los códigos, los temas, las velocidades, la idiosincrasia. El racismo –que sigue presente en Alemania, aunque más domado– era tan natural, estaba tan instalado y aceptado que ni siquiera se disimula. Pero estaba la promesa. Dos años. Tic tac, tic tac. Así que lloraba cada tarde al volver del trabajo y mi único pensamiento, mi único refugio era: “Bueno, pero ya verán, yo volveré a España”, Cuánta soledad, demasiada para una persona.
¿Olvidar España? Uno no olvida su vida ni su idioma, la morriña
Uno no olvida el país donde nace. Ni su idioma. Ni sus afectos. Uno olvida las llaves arriba de la mesa o el paraguas, por ejemplo. Uno olvida detalles de las anécdotas, si comió cocido el viernes pasado o dónde queda una tienda de venta de ropa, tal vez. Pero uno no olvida su vida.
Hay cosas que uno no quiere olvidar, que no tiene por qué olvidar. No íbamos a volver y me habían mentido. Estaba a punto de cumplir seis años en Alemania y la balsa salvavidas empezó a hundirse.
Lo que se quebró adentro de mí con aquella noticia no tiene nombre. Para pegar los pedazos y seguir adelante desarrollé una dolencia autoinmune que me alejaba más del resto del mundo. Tardaré toda la vida en erradicarla. Y me puse a escribir. Para tener un lugar donde vivir, había que crearlo. Un país del que nadie pudiera expulsarme. Un país a donde invitar a todo el que necesite uno, a todo el que prefiriera la verdad a la mentira, a todo el que necesitara pertenecer.
Mucho tiempo más tarde entendí que la emigración es algo que se hereda, por tanto, inevitable. Un impulso que se anida en uno hasta que encuentra el modo de hacerlo realidad. Ansiosos, como si el cambio no fuera a llegar, quienes emigran lo provocan, lo anticipan. Impaciencia, curiosidad, ambición. A veces miedo, a veces necesidad.
En el fondo creo que nadie deja su tierra porque lo desee. Tal vez se debe a mi experiencia, pero siempre me ha parecido que surge de alguna incomodidad, que, sin embargo, no se va a resolver con la distancia. Uno se lleva los problemas puestos, en el cuerpo, como si se tratara de órganos.
Pasaron los años pactados para una vuelta a España. Y muchos más. De pronto, porque quizás los genes pesaban más de lo imaginado, empecé a planear una vuelta al mundo. Vivía con esa convicción, que no iba a dejarme quieto ni con la fantasía de que mi lugar estaba en Alemania. Soñaba con algo tan absurdo como hermoso: un hueco, el que habría dejado mi cuerpo en la ciudad en que nací Zamora (España).
Los primeros tiempos son muy difíciles, duros. Hay que esconder hostilidad que sientes hacia el país que llegas. Como si estuvieras en casa de alguien muy severo y temieras que “te regañen” si dices algo impropio. Exiliarse no es equiparable a emigrar, aunque en ambos casos uno deja su hogar. “Pese a todas sus renuncias, el emigrante tiene esperanzas respecto al futuro; el exiliado, en cambio, habita en la nostalgia”. Ser de un lado y de otro. Ser de ningún sitio, de una zona intermedia, híbrida. El exilio como identidad. La extranjería como patria.
La pesadumbre del exilio, de no sentirse acogido, de ser visto como un extranjero y, sobre todo, la nostalgia por lo que deje atrás, me llevó un día a tomar una decisión que he tratado de mantener. “Pensé que, si no lograba ser feliz, no valía la pena haber sobrevivido. La única venganza frente a tanta pérdida consistía, dentro de lo que la vida me permite, en superar el dolor de migrar».
En el tablero de la vida no se gana ni se pierde. Se aprende. Lo que debería ser un juego, se convierte en una batalla para los emigrantes. Si consideraron alguna vez la posibilidad de irse, vuelvan a pensarlo y recuerden que un peón, cuando se mueve, no puede volver atrás. Tal vez se trata de que, si no nos gusta la casilla que nos tocó, si estamos incómodos o tenemos miedo o necesidades o urgencias, hagamos lo posible por arreglarla y unirnos al resto de los peones.
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