Jose Mateos Mariscal
Wuppertal. La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) pide «cambiar las reglas» para que buscar refugio no sea una competición de vida o muerte. La falta de vías legales y seguras obliga a miles de personas a sobrellevar retos tan heroicos como las pruebas olímpicas. Un hombre supera una alambrada coronada con una hilera de concertinas, sin más impulso que sus manos y pies. Sin embargo, el premio no es una medalla, sino salvar su vida”
El cambio de reglas solicitado por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado con motivo de los Juegos Olímpicos de Tokio para recordar las increíbles “pruebas” que deben superar las personas migrantes y refugiadas para llegar a España y al resto de la Unión Europea ante la falta de vías legales y seguras.
“Ahora que el mundo mira las hazañas de los deportistas olímpicos, queremos recordar otras gestas increíbles que nunca se deberían ocurrir en disciplinas tan terribles como la natación en aguas abiertas, el salto de valla con concertina, la marcha en el desierto o la navegación en botes hinchables. Son las ‘especialidades’ en las que cada día más personas se ven obligadas a jugarse la vida. Son las pruebas de obstáculos a las que las somete Europa para darles protección”, explicó la directora de la entidad, Estrella Galán.
El viaje de Leandro, un camino entre dibujos
El recorrido de un niño español a adolescente, que deja su país de origen y encuentra en otros inmigrantes la fuerza para ser él mismo. La música y el dibujo han sido grandes referentes en la vida de Leandro Mateos Hernández.
“Zamora es mi ciudad natal, también la de mi madre y mi padre. Lo es todo para mí”, dice Leandro mientras se mira los dedos índice y mayor de la mano derecha. Va sentado en el fondo del bus que le lleva al Instituto Röntgen Gymnasium Lennep, Barrio de Remscheid, Alemania. Tiene media cabeza cubierta por su gorro y el resto del pelo negro, marañoso.
El niño español camino a Alemania
Un niño de huesos finos corrió por el escenario para unirse a sus compañeros en el Röntgen Gymnasium en el barrio de gente muy rica de Lennep Remscheid, Alemania.
En 2013 su familia emigró a Alemania por motivos económicos. El 11 de noviembre de 2003 nació Leandro en Zamora, una ciudad de Castilla y León, España. Su infancia fue de juegos callejeros, entrenar todos los días después de la escuela, ir a la Iglesia los domingos, pero también de mucha hambre.
“De chico me encontré con el ambiente de las drogas. De salir a la puerta de mi casa y ver que vendían droga. Leandro cuenta que en España se gana muy poco, un salario mínimo. “Si te da para pagar el alquiler, no te da para comer”. Sus padres nunca tuvieron un trabajo fijo y vivían estresados por la falta de comida: “Era muy triste verlos llorar. Yo y mi hermana tener un pan con salchichón y ellos sin nada que comer”. La familia se preguntaba cuánto más aguantaría así. Hasta que un primo de mi padre, que ya se había ido, lo alentó a mudarse a Alemania, donde “hay trabajo y se vive más tranquilo”. No lo dudaron.
Lo que hizo que la vida de Leandro tomara un rumbo impredecible fue desahucio tras desahucio. “Tenía ocho años cuando nos echaron a la fuerza de la casa en Zamora (España). “Empecé a ser otro. Seguía siendo niño, pero ya no tan niño. Vivir con ese horror era agobiante. En un país con más de 5 millones de parados los desahucios y el hambre era constantes. Faltaba comida y trabajo”, cuenta Leandro.
El adolescente migrante choca con Alemania
Los ojos almendrados de Leandro doblan su tamaño cuando cuenta el momento en que le dieron la noticia. Estaba en el patio de su casa en Zamora. Su padre entró al baño y sin mirarlo a los ojos le dijo que se iban a vivir a otro país. Tenía ocho años cuando descubrió en qué lugar del mapa mundial está Alemania. Lo emocionó la aventura.
Un año después, Leandro se subió a un avión y y esuvo llorando diez días. Iba junto a su madre y su padre. “Me cayó las lágrimas cuando estaba llegando a Remscheid, la ciudad que está a 25 horas de mi Zamora. Estaba dejando amigos, parte de mi familia, la cultura, las costumbres. Llegas a otro lugar y lo único que sigue contigo es tu familia, pero después cambia todo. Totalmente”, relata.
Un día lluvioso y gris predijo su ánimo de los meses posteriores en Alemania. La primera persona con la que habló en el nuevo país fue la dueña de una pensión: “Me miraba a los ojos y me preguntaba cómo me habían recibido. Yo no le entendía absolutamente nada, no hablábamos el mismo idioma. Fue como si hubiera llegado a otro mundo. Ahí me puse un poco nervioso”.
A Leandro le hubiera gustado volverse a España, pero dependía de la decisión de sus padres. Era 2013 y tenía 9 años. Al mes de haber llegado, ya cursaba tercer año del secundario. Atravesó una “depresión” por la ausencia de su hermana en la escuela, el frío crudo del primer invierno de su vida en Alemania, la falta de amistades con quienes entrenar y la discriminación por ser extranjero.
Un día, Leandro golpeó la puerta de casa, tiró la mochila al suelo y se largó a llorar como si recién le hubiesen parido. Horas antes un compañero de clase lo había humillado delante de todos: “Español, ¡Vuélvete a tu país! Empezaron a discutir, a gritarse.
A Leandro se le subió la sangre a la cabeza, tenía las venas llenas de rabia. Perdió los cabales, insultó al compañero. Sabía que debía calmarse, pero no podía.
No había freno para tanta ira acumulada. Se cansó de las burlas, de que no lo entendieran, de que le faltaran el respeto, de que insultaran su país diciéndole: “Los Españoles sois unos vagos, los españoles solo duermen siesta. Una persona que mata toros es un asesino de animales”. Leandro se acuerda de ese compañero que era un Nazi, aunque en ese momento no lo tenía tan sabido, pero notaba esa actitud asquerosa. “Había recibido comentarios así, pero él me saturó”, admite.
En ese momento decidió que no se callaría más ante la xenofobia. “Le dije a mi madre que este no era mi lugar y que la gente no me gustaba. Pero ella me hizo entrar en razón. No es la gente, fue un chico el que me faltó el respeto”.
Le empezó a agarrar “cierta pereza” a ir al colegio. Ya no sabía quién más se iba a meter con él. Se cuestionó si debía cambiar su “jerga” o su “actitud” para “quedar bien” con sus compañeros. Fue cuestión de tiempo.
Leandro comenzó a responder con “cierto carácter” en sus palabras: “Si en mi país no pasara lo que está pasando, obviamente no estaría aquí”, repetía. Antes de que terminara el año Leandro le pidió a sus padres que la cambiaran de colegio. Volvió a cursar tercero, pero solo iba a clase a dibujar. Dice que allí no encontraba lo que nutre su arte, “el conocimiento de la vida y las cosas esenciales”.
En Alemania no solo encontró racismo y xenofobia
Con la llegada a Alemania, Leandro buscó espacios para seguir creciendo en el dibujo y en la vida. “Mis dibujos me estaban haciendo fuerte. Escribir, compartir”, dice.
Leandro aumentó la confianza en sí mismo, comenzó “otro tipo de empoderamiento”. Lo que sentía ya no lo deprimía. Ahora dice que migrar Alemania fue una de “las cosas más lindas” que le han pasado en la vida. No solo conoció el racismo y la xenofobia, sino que encontró estudios superiores y domina a la perfección el español, el alemán y el inglés.
Llegó un momento en que, con la misma fuerza con la que hoy estudia, Leandro se enfrentó a la xenofobia y al racismo. “Le dije que no quería que me tocara un pelo nunca más en la vida porque se iba todo al carajo. Yo no critico ni al que se va ni al que se queda. Es una decisión muy personal. El que se va no es un vendepatria y el que se queda no es un héroe. Uno tiene que tomar una decisión y la piensa en función de un proyecto familiar y personal. Mis padres tenían casi 40 años y hacerlo más adelante sería imposible”, contó.