Texto Manuel Jabois / Ilustración Nicolás Aznárez
25/04/2016
Cambio16 publica cada mes un relato para cerrar la edición de papel. Esta historia la firma Manuel Jabois, periodista y escritor.
En los últimos meses, cuando Duch se metía en cama, Amelia gruñía mientras se alejaba a la esquina contraria, como un boxeador a por la dentadura, y lo apartaba con pataditas. Luego se recogía en un ovillo con la cabeza durmiendo junto a los pies, como los perros, y no se movía durante horas. De mañana regresaba a la vida como un fantasma exiliado de sí mismo y dejaba a cada paso un olor indescifrable que Duch suponía que era el que cargaban los muertos en vida.
El odio le había procurado sensaciones inéditas a Amelia: entregaba su amor a las cosas con una paciencia infinita y de repente parecía otra persona. Tanteaba en la oscuridad el móvil para tenerlo entre sus pechos, y pensaba que así sería de haber tenido un hijo y así sería de haberlo tenido sano y bien. Luego paseaba por el pasillo envuelta en tristezas buscando un sillón al que abrazarse y con el que gemir de espanto. Era verdad que se le escuchaba ir y venir alrededor de las siete de la mañana en aquel piso de muebles antiguos que su padre le había dejado en Lagasca en una herencia de perros.
Como todas las rutinas, Duch no podía precisar en qué momento comenzó. Ella caminaba dando pasitos inútiles por la madera del suelo, y desde ese momento ya no había manera de volver atrás; alguien había dejado abiertas las puertas del infierno. Todo era temible, desde el portero martilleando un cigarro en la puerta de La Taberna hasta el bullicio del palomar al mediodía. Incluso su imagen reflejada en el espejo, y los botes del baño llenos de cremas caducadas, y el cuarto vacío en el que su madre aspiraba a tener vestidor, y la papelera en la que sólo guardaba mechones del pelo que se le caía, avejentado o muerto.
En el baño se recogía la melena con tristeza, ahuyentando moscas, y acercaba sus rasgos a sus propios rasgos. Aún se le acumulaban las legañas junto a los ojos y sus pómulos permanecían fuera de foco, punzantes y oscuros. Tenía la nariz corta y fina, y los labios inmóviles hinchados por el sueño. No era bella, pero tampoco el monstruo que pretendía. Separaba el pelo de la frente con las manos como un océano partiéndose a la mitad y se daba de bruces con aquel rostro que había ocultado media vida secuestrado por el pánico y la vergüenza.
El odio lo repartía no en esas oscuras rutinas, no en ese desentendimiento progresivo de lo cotidiano, no en los días iguales ni en el aire infecto de pantano que recubría la vida, sino en el odio mismo, alimentándose como un Cronos que va devorando a sus hijos bajo una disciplina matriuska: un odio cada vez más grande comiéndose al anterior, y así siempre, día a día. Si uno prestaba atención hasta podía escucharlo dentro, como una tenia brutal, arrastrándose por los confines del cuerpo. Era el odio de ella, y peor aún: no era un odio que tuviese una causa justa y un destino concreto, sino que era un odio cuanto más inútil, más terrible.
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