El régimen de Vladimir Putin representa de modo concentrado todo lo que la llamada izquierda mundial combatió en el pasado. Un régimen conservador, reaccionario, ultranacionalista y, hacia el exterior, imperialista e incluso colonialista. Desde un punto de vista cultural, extremadamente religioso, patriarcal, autoritario, militarista y homofóbico hasta el exceso. Y, desde el económico, sustentado en una oligarquía o mafia formada por millonarios corruptos –nada que ver con esa burguesía progresista a la que tanto alabó Marx en su Manifiesto–.
Sin embargo, en su guerra invasora a Ucrania, Putin cuenta con el apoyo de una gran parte de la izquierda occidental, y, cuando no, con un respetuoso silencio que raya en la complicidad.
Putin, máximo líder de la ultraderecha internacional
Que Putin cuente con respaldo irrestricto de las ultraderechas europeas, se entiende. Tanto el trío facho italiano de Matteo Salvini, Giorgia Meloni, Silvio Berlusconi, tanto el español Santiago Abascal, tanto la alemana Alice Waidel, tanto Viktor Orban o Recep Tayyip Erdogan, y otros más, participan de una misma comunidad de “valores culturales”.
Creen en una Europa de las naciones; combaten la “contaminación racial” (Orban dixit); extienden alambradas destinadas a separar Europa de África; añoran un pasado heroico y glorioso (aunque nunca haya existido); rinden culto a la santísima trinidad formada por la Religión, la Patria y la Familia; estigmatizan a las mujeres que abortan; y, según ellos, lesbianas y homosexuales son seres enfermos, degenerados o simples errores de la naturaleza. No, por último, se declaran antiliberales. Cuentan además con el apoyo de los sectores más reaccionarios de la ortodoxia cristiana rusa y del catolicismo medieval de tipo franquista defendido por Orban en Hungría.
Pues bien, para toda esa flora y fauna, Putin es uno de los suyos. Un guerrero, un cruzado (Kirill dixit) batiéndose a duelo en contra de los decadentes gobiernos occidentales y sus “corruptos valores”. Es el tono impreso por el mismo Putin a sus discursos. Lo mismo puede decirse, con algunos atenuantes, de los movimientos antiliberales que encabeza en Estados Unidos Donald Trump, y en América del Sur, Jair Bolsonaro, ambos –nacionalistas y antiglobalistas– declarados amigos de Putin.
La Rusia de Putin es la vanguardia de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. Los ucranianos, no podía ser de otra manera, son para esas derechas, apóstatas del “alma rusa”, seres fascistizados por la corrupción occidental. No debe extrañar entonces que la “comunidad de valores” que dicen compartir, se extienda más allá de las fronteras políticas de Occidente.
No es así difícil observar las concordancias que se dan entre la ultraderecha que moviliza Putin en Europa y los movimientos fundamentalistas del mundo islámico. Para la teocracia persa, el talibanismo afgano y pakistano y para la dictadura siria, Putin se erige como un escudo en contra del avance del «perverso Occidente».
Cabía entonces creer que esa avanzada –una verdadera contrarrevolución cultural y política a mundial– iba a contar con el decidido rechazo de las izquierdas occidentales. Pero esto solo ha sucedido con algunas socialdemocracias europeas (lamentándose una mayor participación de la alemana, siempre a la rastra de los acontecimientos). Interesante será aquí constatar que uno de los líderes ideológicos de esa izquierda, el filósofo eslovenio Slavoj Žižek, creía lo mismo hasta que un día se estrelló con la dura realidad
De la izquierda de la miseria a la miseria de la izquierda
Los últimos artículos del filósofo izquierdista Slavoj Žižek delatan una profunda desilusión ante el comportamiento de quienes él imaginaba eran sus amigos naturales, entre ellos el Podemos de Pablo Iglesias, los socialistas de Jean-Luc Mélenchon y la izquierda “Woke” norteamericana.
Žižek, que había llegado a ser para esa izquierda global un ícono ideológico, es hoy una voz clamando en el desierto. ¿Qué ha pasado? Algo que Žižek y otros no habían logrado darse cuenta: que esa izquierda a la que creen representar ideológicamente no existe de modo político pues ha devenido en un conjunto disgregado, en vías de abierta descomposición.
Hagamos una anotación. Nadie está diciendo que la izquierda no socialdemócrata (o antisocialdemócrata) hubiera sido demasiado democrática en el pasado reciente. Entre los diversos fragmentos que una vez le dieron forma relativamente unitaria se cuenta la hoy llamada “izquierda nostálgica”, la que proviene de un pasado esencialmente antidemocrático habitado por el estalinismo, el maoísmo, el castrismo y otros ismos. Una izquierda que, siendo extrema minoría, posee lo que otras fracciones que se dicen de izquierda no tienen: un discurso. Uno que pertenece al lejano pasado, claro está, pero un discurso al fin. Léanse por ejemplo las declaraciones de Pablo Iglesias, Melenchon y las del propio Žižek y veremos que se trata del mismo discurso del “socialismo-real”, pero aplicado con algunas modificaciones a una base política muy diferente a la de ayer.
Bien, esa izquierda clasista del pasado no existe más allá de su desfasado discurso. De hecho, ha sido golpeada en su alma y en su cerebro. El alma era una teoría evolucionista seudocientífica según la cual la clase obrera estaba destinada a sustituir a la burguesía como clase dominante. El cerebro era el proletariado, la clase histórica destinada a redimir a la humanidad. Lo que nadie en esa izquierda entiende es por qué la sociedad industrial, en lugar de abrir las puertas al comunismo, llevaría a la sociedad digital haciendo, de paso, desaparecer el proletariado. O así: el socialismo –en todas sus versiones– fue una ideología de la sociedad industrial, ideología que aún hoy pervive, pero sin sociedad industrial, sin proletariado, sin promesa socialista.
El discurso de la «nueva izquierda» está lleno de andrajos
El discurso de la antigua izquierda no está hoy dirigido a los trabajadores organizados sino a una masa heterogénea formada por identidades étnicas, de género, de sexo, ambientalistas, ecologistas, animalistas, y un cuanto hay. Un conjunto abigarrado, festivo y agresivo a la vez, que no ha logrado desarrollar todavía una visión de sociedad como fue la del socialismo en los movimientos pretéritos. Ante esa incapacidad, la “nueva izquierda” ha tenido que pedir prestado el discurso de la antigua izquierda. Pero ese discurso, como un traje usado, está lleno de andrajos. De él solo quedan frases sueltas, consignas gloriosas del ayer, teorías desprovistas de sustrato material.
En otras palabras, los dirigentes de los partidos que intentan movilizar a las actuales luchas identitarias, aun siendo jóvenes, pertenecen a otros tiempos y a otros actores. Así nos explicamos por qué los movimientos identitarios, sean étnicos, de género, ecologistas o pacifistas, no logran percibir que la Rusia imperial de Putin es un enemigo opuesto radicalmente a sus propios intereses e ideales.
Putin nunca podrá ser aliado de los “pueblos originarios” después de haber sometido a la fuerza a chechenos y georgianos. Putin nunca podrá ser aliado de la liberación de la mujer, por el contrario, es uno de los gobernantes más patriarcales del mundo. Putin nunca podrá ser un aliado de las sexualidades reprimidas, después de haber mandado apalear en las calles a homosexuales y lesbianas. Putin nunca podrá ser un aliado en la luchas ambientales, después de sembrar en su país reactores atómicos y hacerlo dependiente de las exportaciones de gas y de petróleo.
Mucho menos podrá Putin ser un aliado de los pacifistas, después de haber desatado las guerras más crueles y sangrientas del siglo XXl. Nunca podrá Putin erigirse en defensor de la sociedad civil después de entregar poderes políticos a los más cavernarios popes de las zonas agrarias del país. Putin nunca podrá presentarse como demócrata, después de mandar asesinar a opositores disidentes, cerrar periódicos y emisoras e imponer un pensamiento único en su país. ¿Por qué entonces los movimientos alternativos de nuestro tiempo no declaran a Putin como su enemigo mortal? Ya hemos contestado en parte a esa pregunta: las capas de dirigentes que centralizan a esos movimientos viven todavía sumidos en la retórica política del siglo XX.
No solo los seguidores de Le Pen y Meloni reivindican el pasado. Los dirigentes de la izquierda también son “pasadistas” y muchas veces, en nombre de su izquierdismo, no han hecho más que reeditar los signos del periodo estalinista. Entre otros, ese profundo antioccidentalismo que los caracteriza.
Izquierda anti-Occidente
A primera vista parece fuera de órbita hablar de una izquierda anti-Occidente, habida cuenta de que el propio concepto de izquierda es occidental. Y así es. O mejor, así fue. La izquierda nacida de los jacobinos franceses, convertida después en socialdemocracia, desde el momento en que asumió las tesis del bolchevismo, entró en un proceso acelerado de asiatización. Tuvo razón en ese sentido el revolucionario estudiantil Rudi Dutschke: el leninismo es marxismo asiatizado, consumado en su forma más despótica bajo la dominación estalinista. Ese marxismo asiatizado fue también impuesto en las llamadas democracias populares de Europa y, por supuesto, en la América Latina de hoy a través de gobiernos bárbaros como son los de Díaz Canel, Maduro y Ortega.
Si observamos por ejemplo la estructura de esos fósiles que son los partidos comunistas, nos daremos cuenta de que en su interior de ellos prima un verticalismo propio de los despotismos asiáticos. Pues bien, esos partidos lograron conquistar la hegemonía sobre diversas izquierdas, imponiendo su sello, su vocabulario, sus ideologías y sus estrategias, hasta lograr convertirse en nichos despóticos antioccidentales enclavados dentro de las propias democracias occidentales. Por cierto, el antioccidentalismo comunista no se expresaba como tal, sino transmutado en diversas formas. Las principales de ellas fueron el antinorteamericanismo y el antieuropeísmo.
El propio término “imperialismo norteamericano” fue una creación genuinamente estalinista. Hasta Stalin, el imperialismo, en su versión leninista, era una fase en el desarrollo del capitalismo. Stalin, en cambio, lo transformó en nación. Las democracias europeas pasaron, de acuerdo con la lógica de la izquierda posestalinista, a ser cómplices de un imperio nacional: Estados Unidos. Así se explica ese odio compartido entre la derecha putifascista con los expositores de la “nueva” (y muy vieja) izquierda. Para derrotar al capitalismo, según estos últimos, había primero que derrotar a Estados Unidos y a Europa. De este modo, si Putin está en contra de EE UU y de sus socios europeos, trabaja “objetivamente” en contra del capitalismo mundial. Esta y no otra es la lógica mecánica de la mitomanía de esas izquierdas que han abrazado al putinismo.
Según la visión de la izquierda antidemocrática, Ucrania, al decidir ser una nación democrática y europea, y no un apéndice regional del imperio ruso, ha sido transformada en un enemigo (otra vez, “objetivo”) de la izquierda antinorteamericana y antieuropea. La OTAN, asociación militar formada por la mayoría de las democracias europeas más Estados Unidos y Canadá es, para los izquierdistas antidemocáticos, el brazo armado del capitalismo mundial. Todo el que esté en contra de Estados Unidos y Europa, juega –es la conclusión– un rol históricamente progresivo (esa es también la lógica del griego Yanis Varaufakis, otro ícono de la izquierda antidemocrática).
Que en Rusia (o China) no se respeten los derechos humanos, que Putin pisotee toda la legislación internacional, que en Ucrania cometa un genocidio, o que la izquierda haya terminado abrazando las tesis de las ultraderechas más fascistizadas, todo eso no tiene la menor importancia para la izquierda. Lo principal es derrotar al imperio norteamericano y a su prolongación europea.
Siguiendo las pautas de esa fantasía ideológica, la neoizquierda ha ido un paso más allá de Stalin. Mientras que para el dictador ruso el antioccidentalismo (sobre todo el tercermunista) era una fase necesaria para el advenimiento del socialismo, para los representantes ideológicos de las izquierdas antidemocráticas es un fin en sí.
Ayer las izquierdas antidemocráticas se sentían autojustificadas por una visión teleológica y metafísica, representada en un supuesto futuro socialista. Pertenecer a la izquierda revolucionaria significaba sacrificar el presente en aras de un futuro luminoso. Hoy, en cambio, se trata simplemente de destruir el presente, pero en aras de ningún futuro. Esos ideólogos, los de la izquierda antidemocrática, representan a una negación sin afirmación. En términos freudianos, son los portadores del principio de la muerte por sobre el de la vida.
UNA NOTA ADICIONAL
El presente texto es en parte resultado de un seguimiento que he venido haciendo a los más recientes artículos de Slavoj Žižek, uno de los más destacados intelectuales de nuestro tiempo, reconocido internacionalmente por su pluma fácil y su amplia cultura. Entre los pensadores políticos de la posmodernidad es uno de los más prolíficos y citados. Eslovenio y europeo, intenta siempre compatibilizar el sentido de las luchas democráticas con las luchas que él denomina anticapitalistas. No obstante, sus artículos sobre Ucrania parecen marcar un punto de ruptura con lo que él imaginaba era la izquierda occidental.
En su artículo de marzo del 2022 Qué significa defender a Europa, Žižek comprende lo que no han comprendido algunos geoestrategas estadounidenses seguidores de la escuela de Kissinger, a saber, que la ampliación de la OTAN fue solo para Putin un pretexto para realizar un proyecto fraguado mucho tiempo atrás, uno que debía comenzar en Ucrania pero que en perspectiva estaba dirigida en contra del orden democrático europeo.
En su artículo de junio del 2022, El pacifismo es la respuesta equivocada a la guerra en Ucrania, descubre Žižek que el pacifismo bien intencionado de las izquierdas occidentales está siendo tácticamente utilizado en contra de Ucrania por los estrategas de Putin. En Alemania, como es sabido, intelectuales pacifistas han llegado a pronunciarse en contra del envío de armas a Ucrania en nombre de una abstracta paz que solo puede significar la entrega de Ucrania a Rusia. Un pacifismo antiucraniano entre cuyos exponentes sobresale el español Pablo Iglesias, quien no se ha cansado de predicar la paz en Ucrania y llamar a negociar sin nombrar casi nunca, o nunca, la palabra invasión .
En su artículo de julio de 2022, titulado La traición de la izquierda, Žižek parece sentirse literalmente traicionado por una izquierda que se ha comportado de modo diametralmente opuesto a lo que en su “realidad imaginaria” (término lacaniano usado por Žižek) debería ser una izquierda. Para Žižek es aterrador que esa izquierda no solo coincida con la ultraderecha, sino, además, que haya hecho suyo el discurso de Putin relativo a que la invasión ocurrió para librar a Ucrania de los golpistas nazis. Así, contradiciendo al director de cine de la izquierda, Oliver Stone, demuestra Žižek que los acontecimientos de la plaza Maidan fueron la expresión de una voluntad democrática y popular en contra del proyecto de Putin por deseuropeizar a Ucrania.
En su artículo de agosto del 2022, titulado Lo que comparten la izquierda “Woke” y la derecha, llega Žižek, definitivamente, a la conclusión de que las diferencias entre “su” izquierda y la derecha fascista, en el caso de Ucrania, han desaparecido. Lo que no dice, pero se deduce, es que esa izquierda deberá ser enfrentada por los demócratas con la misma decisión y fuerza con que son enfrentadas las derechas extremas.
Todavía Žižek no renuncia a ser de izquierda. Al fin y al cabo, es su identidad personal. Tal vez es bueno que así sea. Izquierda como derecha son nociones que bien pueden cumplir un rol regulativo si ambas reconocen su adhesión a la democracia y a las instituciones que la representan. Pero puede suceder también que, si izquierdas y derechas dan ese paso, ya no será necesario hablar de izquierdas ni de derechas.
Las última opinión no es de Žižek, sino del autor de estas líneas.