Para quien circula en Twitter –el ágora virtual de la sociedad de masas– le será fácil encontrar opiniones que condenan a las masacres cometidas por el gobierno ruso en Ucrania (la enorme mayoría), algunas que las defienden o justifican (casi todos exponentes de alguna izquierda trasnochada), y otros que simplemente las relativizan.
Estos últimos pueden ser divididos a su vez en dos grupos. Los que intentan convertir a las víctimas en agresores, justificando las muertes como consecuencia de una supuesta expansión de la OTAN, y otro grupo que, insistentemente, intenta disminuir el impacto de las horribles escenas que nos brindan los medios, con otras aparentemente parecidas, llevadas a cabo por Estados Unidos en otras fechas y en otros territorios.
A los exponentes del primer grupo me he referido extensamente en otros artículos. Entre ellos, el lector puede consultar a dos de los más recientes (Las tres grandes mentiras del putinismol y ¿Qué significa derrotar a Putin?). Esta vez me concentraré en los exponentes del segundo grupo. Me refiero a los que, al realizar la macabra operación de comparar masacres, destacan que las de Putin son solo unas entre tantas. En contra de esa afirmación cabe decir que ninguna de las por ellos nombradas es igual a otra, o que ninguna es comparable y que, si bien todas son condenables –no conozco a nadie que esté a favor de las guerras, o que diga estarlo– obedecen a distintos contextos históricos. Dicho en términos más coloquiales, no podemos meterlas todas en un mismo saco.
Nada más absurdo sería hacer una competencia que mida cual invasión es peor. O ponerse a contar cadáveres para justificar unas en contra de otras. Pues, convengamos, en cada guerra hay por lo menos dos países o dos bloques de países y las razones que legitiman a cada enemigo nunca pueden ser las mismas que las usadas para entender otras guerras con otros actores y en otros tiempos. En ese punto, sé muy bien de qué estoy hablando.
Quien escribe proviene de una generación en la que muchos nos socializamos políticamente protestando en contra de la guerra de Vietnam. Una generación global, podríamos decir. Tanto en Europa como en Japón, tanto en América del Norte como en América del Sur, los estudiantes salíamos a las calles a protestar con nuestras consignas y pancartas en contra de la guerra de Estados Unidos en suelo vietnamita, primero, y en todo el Sudeste asiático, después.
Podría afirmar que las manifestaciones en contra de los desmanes de las tropas americanas en Vietnam forjaron una nueva cultura política. Las canciones de Joan Baez, Bob Dylan, las primeras de los Beatles, tararean aún en nuestros recuerdos.
Luego vinieron otras guerras y otras invasiones. Así pude comprobar que los que íbamos a las primeras no eran los mismos que fuimos a las segundas. Algunos, por ejemplo, rompimos con las directivas de los partidos, y fuimos también a protestar en contra de la invasión soviética que aplastó la primavera de Praga. Lentamente comencé a entender que para muchos había invasiones justificables y otras condenables, invasiones buenas e invasiones malas.
Cada tiempo –eso lo percibí mucho después– tiene sus razones, sus éticas, sus ideas e ideologías. Ahora sabemos, por ejemplo, que los regímenes que apoyábamos en Vietnam, en Camboya o en Laos eran dictaduras espantosas. Películas como Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola o The Deer Hunter de Michel Cimino terminaron por abrirnos los ojos. Nuestros héroes vietnameses o camboyanos eran, seguro, los mismos que defendían feroces regímenes opresivos. Y, sin embargo, sigo pensando que, de acuerdo a las coordenadas de tiempo en las que nos desenvolvíamos, nuestras protestas fueron justas y necesarias.
El tiempo ha seguido la ruta trazada. Ya maduros, algunos, aun emprendiendo la ruta del regreso, apoyamos a los sandinistas de Nicaragua, aunque, he de decirlo, con ciertas reticencias. No queríamos una segunda Cuba. Y si hubiéramos sabido que la gesta nicaragüense iba a culminar en una dictadura como la de Ortega, no habríamos apoyado nunca a los sandinistas, ni a los de la primera ni a los de la segunda hora. Después, profesionales y más centrados, dimos algunos nuestro apoyo a Walesa de Polonia e incluso salimos a protestar en contra del golpe del general Jarzuzelsky (solo después entendimos que el general había dado el golpe para proteger a su país de una invasión soviética).
Ya en el otoño de mi vida no había muchas razones para protestar, ni en las calles, ni en otras partes. Tampoco para las nuevas generaciones. Naturalmente, los excesos de los militares norteamericanos en Irak eran condenables. También los de Afganistán. Pero ¿quién en su sano juicio iba a salir a la calle en defensa de Saddam Hussein?, ¿o de los siniestros Talibanes? ¿Íbamos a justificar a Bin Laden y al 11 de septiembre en aras de la paz? También seguramente podíamos estar en desacuerdo con las avanzadas de Israel en zonas palestinas, pero ¿íbamos por eso a apoyar el terrorismo de Hammas?
No hay invasiones buenas ni invasiones malas, pero sí hay invasiones distintas. Hoy, ahora, ya en el invierno de mi vida, parece ser más que evidente. Es la razón por la cual, junto con otros políticos, pensadores y analistas, me he posicionado abierta y radicalmente en contra de la invasión rusa a Ucrania, quizás con la misma furia como cuando protestaba en nombre de los muertos de Vietnam. Y sí, sigo pensando, aún después de tanto tiempo, que la defensa que hicieron los vietnameses de su territorio, más allá de toda justificación ideológica, era legítima y justa. Ese territorio era suyo, de ellos, y de nadie más. Pero también veo las diferencias.
Los vietnameses pertenecen a una cultura muy lejana a la que, si soy franco, todavía no entiendo. No así los ucranianos. Los ucranianos pertenecen al mismo Occidente al que uno pertenece. Las diferencias culturales pueden ser, no lo dudo, enormes. Pero en este momento los ucranianos defienden no solo su territorio, sino un Estado de derecho, una Constitución, un régimen político competitivo, la libertad de opinión y de prensa, las libertades sexuales, los derechos humanos, en fin, todo lo que para Putin es decadente, débil o enfermizo.
En pocas palabras, defienden a Occidente y a su siempre imperfecta democracia. Ahí reside la unicidad de la resistencia ucraniana. Eso es inédito.
Cuando Estados Unidos llevaba a cabo crueldades en Vietnam, las cometía en contra del género humano, representado en los aldeanos de Vietnam. Pero cuando la Rusia de Putin comete las mismas crueldades en Ucrania, las comete en contra de nosotros mismos, o en contra de los que, queramos o no, somos o nos definimos, como occidentales.
No es nuestra sangre ni nuestra cultura, religión, civilización o tradición lo que nos une con los ucranianos; es nuestra pertenencia a un orden político basado en constituciones y leyes. Las mismas constituciones y leyes con las que ha roto Putin al pasarse por el forro todos los acuerdos bilaterales con Ucrania y con Europa. Eso es inédito.
A Estados Unidos no le unía ningún contrato ni acuerdo bilateral con Vietnam, tampoco ningún pacto de no agresión. Mucho menos con monstruos antipolíticos como fueron Hussein, Gaddafi o, como hoy, Bashar al-Ásad.
En cambio, Putin ha atentado, como él mismo escribió en su artículo sobre Ucrania, en contra de su propio pueblo. Ucrania, lo dice Putin, es parte inalienable de la cultura rusa, y (solo) en ese sentido cultural, Ucrania y Rusia pertenecen al mismo pueblo.
Pero a la vez, y eso es lo que no puede entender Putin ni su ideológico perro faldero, Alexander Dugin, pueblo y nación son dos conceptos distintos. Putin ha masacrado al pueblo ucraniano y al mismo tiempo ha encarcelado al pueblo ruso. A dos pueblos que, según él, son uno solo.
¿Tengo que contar a los relativistas que las demostraciones más grandes en contra de la guerra de Vietnam tuvieron lugar en los propios Estados Unidos? ¿Tengo que decirles que el fin de la guerra del Vietnam no lo lograron los vietnameses, sino miles, tal vez millones de jóvenes occidentales, muchos de ellos estadounidenses, gente que hizo uso de su legítimo derecho a protestar sabiendo que nadie los iba a enviar a un campo de concentración como ocurre hoy en la Rusia de Putin?
Estados Unidos ha tenido, al igual que Rusia, presidentes nefastos. Pero los norteamericanos han debido pagar ante la opinión pública sus desmanes. ¿Cuántos casos Watergate se cometen todos los días en Rusia en absoluta impunidad?
¿Habrá que decir a los relativistas que una agresión militar a un país no puede compararse con una guerra de anexión territorial? Estamos hablando, entiéndase, de un tipo de guerra que estaba en extinción desde la Segunda Guerra Mundial. Y sobre todo ¿decirles que esta es la primera guerra, después de las de Hitler, cuyos objetivos previstos y calculados, no son militares sino civiles?
Por cierto, en todas las guerras se producen daños terribles a la población civil. Pero elegir como blanco directo los hospitales, los mercados, las guarderías infantiles, los barrios residenciales, todo recinto donde haya seres humanos, es algo que rompe con todas las normas vistas y quizás por ver. Eso es inédito.
Tan inédito, que un comentarista televisivo se permitió una broma muy cruel: “Hoy las bombas rusas han producido grandes daños en los establecimientos civiles, y también algunos leves “daños colaterales” en los militares”. La broma es siniestra, pero lo es porque no solo es una broma. Es la verdad. Basta mirar las ruinas de Mariupolis. Ahí no quedó nada en pie, ahí no se ve un solo rastro de vida. Eso es inédito.
Igual de inédita es la amenaza de utilizar armamento nuclear no solo en contra de las naciones de la OTAN en caso de que estas intenten ayudar directamente a los patriotas ucranianos, sino también en contra de Ucrania. “Si os acercáis, volaremos todo por los aires”, había sido hasta ahora una frase que pronunciaban los criminales enloquecidos de las series de televisión.
Putin ha roto así no solo con las leyes de su país y de Ucrania, con los tratados y con las convenciones internacionales. También lo ha hecho con los tabúes que hacen posible la convivencia humana sobre un mismo planeta. Eso es lo inédito. Eso, la infinita maldad de ese maldito ser humano llamado Putin, eso es lo inédito.
Publicado en POLIS: Política y Cultura
Fernando Mires (Chile, 1943), Profesor emérito de la Universidad de Oldenburg, Alemania, autor de numerosos artículos y libros sobre filosofía política, política internacional y ciencias sociales, publicados en diversos idiomas. mires.fernando5@googlemail.com