Por Lydia Cacho
La corrupción visible está allí, ministros de Estado que reciben favores de empresas beneficiadas con contratos públicos, líderes de partidos ligados a la esclavitud sexual de mujeres, gobernantes dedicados al blanqueo de dinero en su tiempo libre, evasores de impuestos que dan misa los domingos. A la vista de la sociedad queda casi toda la escoria que producen quienes dominan la escena pública en la política de España, de México y el mundo.
Frente a nosotros los medios de comunicación como bastiones de las múltiples realidades, hombres y mujeres que desde el periodismo trabajamos a diario bajo la presión del tiempo, cubiertos con el manto de la ética periodística, del rigor deontológico de la profesión que tiene como deber primero servir a la sociedad. ¿Qué somos las y los reporteros sin prestigio? Que quede claro que no hablo de esa fama desechable de los realities que fabrican personajes moralmente débiles, de frágil estatura intelectual. En periodismo el prestigio se gana al renovar el compromiso que tenemos con quienes saben que cuando nos sentamos frente a la máquina, tras documentar realidades, de investigar vidas, de rescatar voces, de adquirir y verificar evidencias socialmente útiles, estamos trabajando con honestidad, sin ases bajo la manga. Porque una, un buen periodista no está por encima de nadie, lo suyo es escudriñar, estudiar, investigar y llevar consigo la linterna que ilumina mejor al mundo.
Que quede claro que no se puede una dedicar a esto del periodismo con cadáveres en el armario, no solamente porque es inaceptable sino porque siempre habrá quien sepa abrir la puerta y nadie debería de ser juez y caco a la vez (aunque los haya). Que también quede claro que hay medios cuyos propietarios son conservadores o progresistas, socialistas o capitalistas puros y duros que privilegian cierta información aunque digan la verdad. La sociedad lo sabe, busca la información en los medios que considera confiables, efectivos, útiles. Yo soy reportera y los temas que investigo van sobre los derechos de niños, niñas, jóvenes y mujeres. Mis editores a veces han dicho que mi investigación es demasiado fuerte, o demasiado feminista, o demasiado peligrosa, pero jamás han dicho que carece de rigor, ni de honestidad, ni de esfuerzo. Cuando yerro aclaro, siempre he aclarado en el mismo espacio. La soberbia no tiene cabida en el periodismo profesional, nadie es infalible.
Y sale esto a colación porque en México ser buena reportera puede costarte la vida, eso lo saben los casi ochenta colegas que han perdido el aliento vital a manos de mafiosos, de políticos corruptos, de militares o policías vendidos al mejor postor. Te cuesta la tranquilidad, el sueño; en ocasiones la relación de pareja. Eso lo sabían Regina Martínez y Moisés Sánchez, dos colegas ultimados en Veracruz por órdenes de políticos resentidos con su trabajo honesto. Su muerte trajo un silencio incómodo, un reclamo atronador, porque nadie merece morir por hacer bien su trabajo.
Se dice en mi país que cada vez que muere una, un buen reportero, uno corrupto, prostituido tomará su lugar. Uno de esos colegas que venden cada nota como quien pone autos en alquiler, los que se prostituyen y desde las páginas de los diarios operan para el Sistema, destruyendo reputaciones de periodistas y activistas cuya integridad no está en duda. La labor de estos macarras de la moral es parte de un engranaje fundamental para sostener gobiernos corruptos, un instrumento que incrementa el riesgo para las y los periodistas que se entrenaron para revelar verdades y no para destruir vidas. Los cómplices de la tragedia contra la libertad de expresión están entre nosotras; son los compinches de la impunidad.
Que nadie diga que aquí se defiende al periodismo en bloque, como si cualquiera con un ordenador y un buen olfato practicara la ética profesional. Los hay de todos colores y géneros; los que creyeron que el periodismo es igual al escándalo, las que estudiaron para salir en la tele y contar cuentos rosas y amarillos; los que le ponen precio a su columna de opinión por el peso de cada cien caracteres aniquiladores de vidas y prestigios bien ganados. Quienes saben de redes sociales para con ellas sanear reputaciones frágiles de políticos usureros y para hostigar a la oposición civil (son esa nueva generación de ciber-cuatreros yupis oportunistas). Están los que leen noticias para pagarse el botox y los viajes a Saint-Tropez con la modelo en turno, o esos editores que viven en desayunos, comidas y cenas con los poderosos para quienes el periodismo es una herramientas para hacer política tramposa, que filtra mentiras o verdades a medias; esos espías de poca monta son un peligro social que en México tiene raiting aunque valide la censura y la violencia contra la prensa libre .
De esos colegas casi nadie habla; son los portadores de miserias en las redacciones, los misóginos que niegan la violencia de género, los adalides de la malevolencia y la corrupción, los mineros que cavan bajo los pies de la sociedad para que caigan las personas dignas y progresen los indignos. Ellos son también socios de una tiranía oligárquica dispuesta a acabar con la vida de quienes aún creen que reportar las realidades de la comunidad, que investigar sobre derechos humanos, que hacer periodismo de paz, es fundamental para un mundo convulso y lleno de ira y decepción. Y cómo exigir transparencia afuera, si dentro de las redacciones están esos vicios que nos tienen aquí, cuestionando una cultura de corrupción. Con el ejemplo, así con el ejemplo les vamos señalando hasta que sepan que el buen periodismo aunque herido de muerte aún respira en mi país.