«Cuando a un hombre se le niega el derecho a vivir la vida en la que él cree, no tiene más remedio que convertirse en un proscrito»
Es importante hacer una reflexión adicional de lo que ha significado una lucha muy desigual por la libertad. Las expectativas no cumplidas en este largo y difícil camino de rescate republicano han puesto a flor de piel [y de labios], señalamientos que es sano descargar, porque a fin de cuenta quienes hacemos parte del gobierno interino si algo nos corresponde es ilustrar, respetuosamente.
Los diplomáticos no mendigan. Sueñan
Han aflorado algunos comentarios sobre la práctica diplomática del gobierno interino. A raíz de reconocimiento que hiciera el diputado presidente de la Comisión Permanente de Política Exterior, Armando Armas, al cuerpo diplomático del presidente Guaidó [embajadores de la resistencia 2/2/20 CCN] y un ensayo propio [Por qué aceptamos vivir así/ El Universal 9/6/2020], se comentó que nosotros embajadores del interinato no debemos buscar “reconocimiento público o compasión” siendo que en todo caso somos «embajadores extraordinarios».
Quienes han tenido un servicio exterior convencional –en condiciones normales y bien proveídas– podrían tener un sentimiento genuino de cuestionamiento con relación a un servicio exterior que tildan de “extraordinario” como el nuestro: sin recursos, residencia, despacho ni chofer. Es verdad. Un embajador plenipotenciario [que lo somos] no pide clemencia, dirían. Pero creo que la aseveración es desaliñada cuando tratamos de asumir nuestro oficio en un terreno muy excepcional, no somos embajadores en tiempo de paz.
Con muchas carencias, pero honrados por la causa de la restauración republicana por la cual juramos, hemos asumido retos, riesgos, responsabilidades; en fin, una misión costosa y delicada en tiempos de dictadura y opresión que hacemos derrotando nuestros miedos más profundos por ser la ilusión de liberación una luz superior a la oscuridad. Decirlo no es piadoso. Es tener consciencia de lo que hacemos y cómo lo hacemos: con las uñas, la voz y el corazón; esto es, de la mano de un voluntariado extraordinario, leal a su país y a sus principios, sin el cual el cuerpo diplomático simplemente, no lo es…
Entonces, a los embajadores de Guaidó lo que nos asiste es una dignidad irremisible donde nadie cabalga cuestas empinadas esperando misericordia, pero sí aliento, ánimo y comprensión. En esa línea no somos embajadores nada Extraordinarios. Somos los embajadores más extraordinariamente ordinarios del planeta. «Gente común y corriente”. A caballo de un lado a otro, venciendo distancias para atender los protocolos o extender una mano amiga a cada venezolano refugiado que ande por las calles del mundo, más por esas venas abiertas de América Latina que tanto Galeano echó a los colmillos de una izquierda insaciable [de odios], que bajo esa etiqueta destrozó a Venezuela, que no para en ese objetivo divisor y por lo que ahora [Galeano] se redime…
Enfrentar lo que te hace débil
“Cuando a un hombre se le niega el derecho a vivir la vida en la que él cree, no tiene más remedio que convertirse en un proscrito”
Nelson Mandela
No somos 6 millones de proscritos. Todos los venezolanos hemos quedado proscritos. Hasta el propio régimen ahogado en una utopía convertida en forajida…
No nos quedó otro remedio. Otra opción. Todos queremos otra vida. Y nos la han arrebatado. ¿Qué sentido tiene ser libres si la vida pende del capricho de un agente cubano o convertirse en celestino? Prefiero la proscripción a la humillación.
Lo anterior no es un sentimiento “extraordinario”. La circunstancia tampoco lo es. Dejar el país o quedarse sin ley y sin garantía de nada de nada es enfrentar lo que te hace débil: la duda, el abuso, la represión. Un sentimiento inevitable y bizarro, pero necesario, que es quedarse y morir por una causa, o marcharse y morir en vida por volver.
La gran mayoría de los venezolanos lo hemos perdido o dejado todo. Y cuando no tenemos identidad ni territorio donde vivir, al decir del “Le Petit Prince” (El principito de Antoine de Saint-Exupéry): “il est inutile de revoir les roses” [es inútil volver a ver las rosas]. Perdemos los cinco sentidos. Pero sobre todo el sentido del olfato, nada nos sabe bien. Nada extraordinario. Nada que mendigar. Una realidad que hace que un médico o un periodista o un abogado, maneje uber o limpie inodoros. Nada de lo cual apenarse…
Que un Embajador camine, vaya en metro o cuele su propio café, no desmerece una labor noble y titánica de hacer antesala y defender nuestra causa con las grandes potencias del mundo. Lo excelentísimo es la causa, que es la más común: querer vivir en libertad. No somos embajadores extraordinarios. No por falta de urbanidad, fineza o educación. Sino por la belleza de ser un ciudadano más. Sin jardines, ni togas ni birretes, llevamos en alto la “dernier rose” [la última rosa] que es Venezuela. No es compasión. Es orgullo que vence el miedo.
La sola separación de un ser humano de su madre, hermanos o hijos es una inmensa violación al derecho de tener la vida que querían tener. 70 millones de personas abandonaron sus países en 2019. La mitad eran niños. De ellos [venezolanos] el destino nos convirtió en “embajadores ordinarios”; quiero decir, embajadores de la gente, de los refugiados, de los más vulnerables, de los desplazados. Embajadores del pueblo abandonado de Venezuela, de sus sueños y sus derechos.
Abogamos por el derecho de cada quien a tener la vida que cree y quiere tener. A su derecho a ser proscritos si no la pueden tener. Y a soñar con regresar.
Por ello, queridos compatriotas, al final todos somos embajadores plenipotenciarios por la paz y la vida. Sin pena y sin miedos…
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