Por Gracia Aguilar Bañón, escritora. Acaba de publicar ‘El viaje de Tomás’ (UNO Ed.)
Ilustración: Sr. García
Cinco meses después de que mi marido se marchara de casa sin ninguna intención de volver, cogí la lejía, los guantes y el estropajo y decidí convertir la limpieza en mi terapia. Ardua labor la que me quedaba por delante, porque durante esos cinco meses, aunque apenas había salido de casa, tampoco es que hubiese abandonado demasiado la cama, tan arropada me sentía entre sus cálidas y nada traicioneras sábanas.
Pero todo tiene un fin, o un inicio, depende de cómo se mire… Así es que una mañana cualquiera, después de dejar a mi hijo en el colegio, encendí la radio a todo volumen y anuncié en voz aún más alta mi determinada intención. Mi perra, y también mi único público, me observó sentada, pero con las orejas levantadas y cara de “todos los sentidos alerta por si hay que meterse debajo de la cama”. Y es que durante aquel tiempo, alguna que otra salida de tono había tenido, todo hay que decirlo. Estampar un libro contra la puerta, arrearle al almohadón al acomodarlo en el sofá, patadón a algún juguetito inoportuno y olvidado en medio del pasillo… En esas ocasiones, mi perra agachaba las orejas y desaparecía. Tenía a quién parecerse el animal. Sólo que mi perra, cuando la calma volvía a instalarse tras mis arrebatos, se acercaba allá donde yo estuviera y me lamía las manos, la cara, lo que pillase, hasta que la rabia, las lágrimas y el deseo de restregarme con el estropajo y la lejía desaparecían.
Así pues, resuelta a cambiar ese calentito victimismo por una casa brillante e impoluta, empecé por mover el aparador del salón. Con enorme esfuerzo, pero mayor terquedad, lo conseguí y lo que me encontré detrás me dejó paralizada unos segundos, tras los cuales me agaché para verlo mejor. No lo toqué, pero no podía dejar de mirarlo. ¿Era azul, lila, verde turquesa…? ¿Sería dañino? ¿Algo tan bonito podría ser peligroso?
Le saqué una foto y se la envié a mi hermana la lista. Es como un google andante. Me respondió casi de inmediato. “Eso es un hongo de pared, guarretona, ¿cuánto tiempo hace que no limpias para que te haya dominado así?”.
Además de lista, habla demasiado. Son condiciones que suelen ir parejas.
Ignoré su pregunta.
Yo ya me imaginaba que por ahí iba la cosa, pero lo que me confundía era el color, ese color hipnotizante, que me atrapaba y me embobaba, hasta tal punto que el sonido que me anunció que había recibido un nuevo mensaje me pilló tan desprevenida que me fastidió, mucho, que me arrebatara de aquel trance casi místico.
Mi hermana me mandaba la foto del mejor producto del mercado para acabar con los hongos hogareños. Volví a ignorarle. Me preparé un té verde y fui a tomarlo frente al musgo multicolor. Y pasó el tiempo. Mucho tiempo. Pero mucho. Me inmuté por fin cuando creí ver un tímido, casi imperceptible, movimiento, como si se hubiese extendido un poquitín más. Fui consciente, entonces, de la hora. Sin comida, sin haber limpiado ni una sola baldosa, sin haberme compadecido ni una pizca de mí misma, y la mañana se había ido. Ya podía correr o el niño me salía del cole antes de que yo llegara a la puerta, y eso sí podría ser realmente catastrófico.
Lo conseguí. Hasta me sobraron dos minutos. Pude verlo ir hacia mí con los hombros hacia delante, aplastado por el peso de la mochila y su cara de desidia sustituida esta vez por otra de interrogación.
-¿Qué te pasa?-. Soltó como saludo.
-¿Por qué lo dices?-. Le respondí yo, a la vez que le estampaba un sonoro beso.
-Sonríes mucho, vámonos.
Ya en casa, le enseñé mi descubrimiento, y como los niños van siempre más allá y mucho más rápido que nuestro propósito, antes de que pudiera advertirle, lo tocó. Vaya… Mientras le pedía que fuera corriendo a lavarse las manos, noté que el gesto de su cara se aflojaba, a la vez que una especie de suspiro acompañaba sus sorprendentes palabras. “Claro, mamá, lo que tú digas”.
Cociné cualquier cosa, pero comimos con un ansia casi olvidada. “Qué bueno, mamá”. Miré a mi hijo, miré ante todo su sonrisa, esa que se había quedado arrinconada en una época que parecía muy lejana. Y es que aún dijo algo más. “Hoy no voy a ver la tele, me voy a leer un rato a la habitación, que me apetece”.
Y yo me quedé sentada, en silencio, meditando sobre lo que acababa de oír y de ver. Y tomé una decisión.
La última vez que mi hermana vino a vernos noté que miraba fijamente el nuevo color de nuestras paredes, pero pensé que quizás nuestro hongo también la había cautivado. Por si acaso, ahora ya no le abro la puerta, ni le contesto al teléfono. Sigo ignorando sus continuos mensajes…
Al fin y al cabo, me digo, lo único y verdaderamente importante es ser feliz.