«No supimos cuidar ese pasado, esos sonidos. Pero tengo la seguridad de que si cuidaremos el futuro que nos traerá la restauración republicana»
Simples sonidos impactan nuestra memoria como una suerte de deja vu indescifrable, que a lo menos nos remonta a tiempos donde los problemas eran más pequeños y la vida mucho más predecible, por usual. Sonidos que al revivirlos descubrimos que no son más que hermosas representaciones de un pasado que queremos reeditar. Sonidos de una vida convencional, por normal, ciudadana y salerosa…
Muros de silencio…
Me encuentro con un grupo de niños a la vuelta de la esquina de un parque en Montreal. Suben y se lanzan de un tobogán. Otros se mecen en un columpio. Los sonidos invaden nuestros recuerdos. Es el crujir de la cadena que mueve el balancín o el deslizamiento por la rampa de cuerpos inocentes. Un muro de silencio de paz. Nada los acecha. Sonidos que rememoran a nuestros padres, quienes siendo jóvenes de bota ancha y camisones multicolores propios de los stenta no temían por un segundo dejarnos solos en cualquier parque de Caracas. Épocas confraternas donde se escuchaba al fondo los sonidos de una fuente en medio de una regia plazoleta, el bullicio de un grupo de colegiales que venían de excursión o el de una máquina de refrescos dispensando la famosa frapé o el irrepetible orange Crush…
De pronto oigo el sonido batiente de metal contra metal del guardafangos de una bicicleta. Rápidamente me traslado al mismo cromado que protegía la rueda trasera de ‘mi Benotto rin 20’ de mi niñez. Podía recorrer cuadras desde casa con sólo 8 años, sin otro temor que un pinchazo o cruzar la calle a salvo. En todo caso, preocupaciones de un pequeño crío, cuyo desafío era regresar a la hora acordada para hacer tareas, tomar un baño, comer e ir a la cama con el sonido de fondo de los ‘boleros de papá’ o las novelas de mamá. Éramos felices. Llevábamos una vida normal. Al menos así parecía…
Ir a la montaña no demandaba de un GPS. No teníamos Google Map y si nos perdíamos, dependíamos del sonido de los pájaros o de las chicharras que marcaban la cercanía de la ruta perdida… Los sonidos del heladero, las campanas del carrito de EFE o Tío Rico anunciaban ‘una merienda’ colorida. Multisabores y variados envases con formas de nave espacial (Apolo 11), copas o cápsulas, alegran el paladar entre paletas de chocolates, naranja, uva o mantecado. Sonidos del choque emocionado de nuestras zapatillas contra el pavimento, que corrían con una infinita libertad a buscar en el fondo del hielo seco la vendimia helada. Muros invisibles y silenciosos que cercaban una Venezuela iluminada y sana. Sonidos del click del interruptor que encendía los lamparones del salón de clase, tras escuchar los sonidos del himno nacional para encarar el sonido de la tiza que palmaba la pizarra anunciando una nueva lección…
Sonidos y luces de democracia y progreso
En aquella bicicleta con llantas de banda blanca rodé desde La Trinidad hasta Baruta para comprar mis primeras botas montañeras. Papá me colocaba “un fuerte” cada semana (5 bolívares) en un monedero. En menos de seis meses iba camino a Frazzani a vestir las alpinas. Era el sonido de una moneda fuerte en un país sin inflación que hacía del ahorro una melodía afinada.
Crecíamos en una Venezuela con ‘sonidos de progreso’. El sonido de la primera piedra que puso Betancourt de la represa del Guri, del puente sobre el lago de Maracaibo o el complejo hidroeléctrico de las Macagua I, II y III en el bajo y alto Caroní, producto del Plan Nacional de Electrificación que arrancó en 1946. Agreguemos los complejos hidroeléctricos Simón Bolívar y Raúl Leoni. La potencia de aquellas turbinas de fabricación alemana se reflejaba en los sonidos de los torrentes de agua convertidos en energía por estatores gigantes de tecnología futurista.
Venezuela podía alumbrar casi a Latinoamérica entera desde una ciudad del mañana llamada Puerto Ordaz. Teníamos el destino migratorio más importante del planeta. Pdvsa -empresa presidida por Rafael Alfonzo Ravard- era la segunda del mundo en capitalización con un patrimonio superior al trillón de dólares al valor de hoy, con una producción de 3,5 millones de barriles diarios (proyectados a 5 millones para finales de siglo), dueña de 6 refinerías y alianzas estratégicas con petroleras como Exxon Mobil, la antigua Creole, Aramco, Chevrom, Shell o BP. Las 21 Empresas básicas de la CVG, como Alcasa, Venalum o Sidor eran verdaderas ciudades industriales de producción de miles de toneladas métricas de acero y aluminio. Edelca era la luz que alumbraba la joya de la corona de Latam: Venezuela.
Centros hospitalarios con el sonido de la vida. Quirófanos equipados, médicos y enfermeras bien trajeados de batas y uniformes blancos impecables, que, al sonar del amanecer, atendían a sus pacientes con el sonido de la gratitud. Aún no menciono complejos industriales de punta a punta. Volviendo a los pedales, recuerdo los sonidos de las fábricas de plástico, de calzado o de medicamentos en el complejo industrial de La Trinidad. Una Venezuela ataviada de urbanidad, campos de béisbol, líneas de producción, kioscos y un CADA, ¡en cada esquina!
No supimos cuidar ese pasado, esos sonidos. Pero tengo la seguridad que si cuidaremos el futuro que nos traerá la restauración republicana. Ya escucho llegar el sonido del metal con metal, el guardafango de la libertad y la democracia, el carrusel del progreso…
Reeditemos ese pasado, con espíritu de enmienda. Rodemos juntos, pedal a pedal, un poco más…
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