José Prenda, Universidad de Huelva
El acuerdo alcanzado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica (COP15), celebrada en diciembre en Montreal, es un catálogo hermoso de propósitos, de esos que no se cumplen más allá del mero deseo de cambiar lo que creemos tuerce nuestras vidas.
Las doce metas del acuerdo, calificado de histórico, colisionan frontalmente con lo que nos muestra la realidad tangible de la actividad humana sobre el planeta. A la par son vagas y sujetas a holgadas interpretaciones sobre su significado y sobre su definición concreta.
Muchos de los indicadores socioeconómicos (como los del Banco Mundial), al menos los que determinan algún tipo de impacto ambiental, muestran de forma casi unánime una tendencia creciente. Creciente, del verbo crecer, que es lo que ha hecho la vida desde su origen planetario: crecer en abundancia, en complejidad, en variedad. Crecer, que es la aspiración fundamental de nuestra economía. Lo contrario para muchos es recesión, crisis, ruina, hambre…
Objetivos difíciles de alcanzar
La consecución de las doce metas en un horizonte de apenas 8 o 28 años, tal y como ha quedado fijado en la COP15, conlleva un replanteo substancial del modelo socioeconómico global vigente.
Frenar la extinción de las especies conocidas implica moderar, como poco, las actividades humanas causantes de tales extinciones: la transformación de los hábitats, los desarrollos urbanísticos, la sobreexplotación de los seres vivos, la pesca, la agricultura industrial (la que promueve la PAC impulsada por la UE, actor motriz de la cumbre), la deforestación, la contaminación, el desarrollo incontrolado de las energías renovables, etc.
Siendo realistas, pretender alguna merma en el consumo humano –en el crecimiento económico– parece a todas luces un objetivo utópico, un auténtico brindis al sol.
Disminuir sustancialmente el uso de pesticidas significa redefinir desde la base el modelo agrario actual.
Limitar la eutrofización –el aporte excesivo de nutrientes al agua desde la agricultura y la ganadería– un 50 % tiene unos costes energéticos probablemente inasumibles.
Reducir la introducción de especies invasoras un 50 %, dada la magnitud del flujo de seres vivos inducido por los seres humanos, resulta ilusorio.
El resto de objetivos es difuso e impreciso, basados la mayoría en la manida sostenibilidad, subterfugio perfecto, obsceno a estas alturas, del más puro greenwashing.
Zonas protegidas, zonas explotadas
En un alarde de cinismo, según la COP15, la biodiversidad se pretende recuperar de la amenaza humana con ingentes recursos financieros que contradicen la razón última, siempre económica, de las extinciones prematuras que provocamos.
Los acuerdos alcanzados en Montreal se resumen en un modelo conservacionista caduco fundado en la protección del territorio como herramienta básica para el mantenimiento de la biodiversidad y consagra una visión dual del espacio de consecuencias nefastas.
Esta perspectiva obvia de manera descarada las predicciones irrefutables de la teoría de biogeografía de islas respecto de la relación entre superficie y riqueza de especies: el 30 % del planeta protegido, reservas “indias” para la vida no humana, y el 70 % restante de libre disposición para nuestra especie, susceptible, por tanto, de ser explotado hasta la última gota de sus recursos.
Conservación vs. desarrollo económico
El popular Índice de Planeta Vivo de WWF muestra tendencias contradictorias con los objetivos perseguidos en la cumbre. ¿Es posible, en apenas unos lustros, revocar extinciones asentadas con firmeza en un modelo socioeconómico decididamente hostil a la biodiversidad? Especialmente cuando estas extinciones se producen en áreas geográficas en las que el crecimiento socioeconómico es necesario para acercarse a la imprescindible equidad que exige la condición humana planetaria.
El hipotético logro de las metas de la cumbre obligaría a los países menos desarrollados, los que albergan la mayor parte de la diversidad biológica, a realizar sacrificios en cuotas de bienestar y supervivencia humanas en pro de la conservación. Mientras, los demás, desde la atalaya de nuestra riqueza y bienestar materiales, logrados muchas veces a su costa, nos dedicamos a contemplar la recuperación de las especies emblemáticas que atesoran.
Los agentes causantes de extinción son fruto de la explotación a la que sometemos al planeta y esta, a su vez, determina la explosión demográfica de la especie humana. Hay una fuerte correlación entre riqueza económica o consumo de energía y diferentes parámetros relacionados con nuestras supervivencia y éxito reproductor.
¿Significa entonces que reducir el consumo o la riqueza en, por ejemplo, el PIB implicaría mayor tasa de mortandad o menor éxito reproductor en el primate bípedo? El éxito de H. sapiens, la especie dominante de la biosfera, se asienta sobre el fracaso que hemos inducido –y estamos induciendo– en los seres que cohabitan con nosotros.
Una especie para dominarlas a todas
Nuestro abrumador crecimiento se consuma a costa de recursos que monopolizamos y que, por tanto, dejamos de compartir con el resto de la biodiversidad. Nosotros solos –una única especie– usurpamos el 30 % de la producción primaria neta que se fija en el planeta cada año.
El enorme desarrollo cognitivo que hemos alcanzado nos permite:
- Ejecutar de manera extraordinariamente eficiente el mandato bíblico, común a toda la biodiversidad, de “creced y multiplicaos”. Realizamos la misma función biológica, reproductiva, que cualquier otra especie, pero elevada a la enésima potencia.
- Dotar a nuestros actos de un relato de conveniencia que nos saca del teatro de la vida como si no perteneciésemos a él, como si siguiendo al Génesis hubiésemos sido creados el sexto día al margen del resto de la biodiversidad, concebida, además, para nuestro servicio. Por ello planteamos cumbres con objetivos que no se compadecen de nuestra verdadera naturaleza biológica y evolutiva.
Dice el investigador Frans de Waal que los humanos somos auténticos maestros camuflando nuestras verdaderas intenciones. La Cumbre de Kunming-Montreal celebrada en diciembre, vitoreada por muchos gracias al acuerdo histórico alcanzado en beneficio de la biodiversidad a muy corto plazo, no parece, sin embargo, plantear metas realistas en el contexto planetario vigente.
Quizás haya que declarar incompatibles desarrollo cognitivo y biodiversidad: el intelecto maximiza el rendimiento biológico a costa de la biodiversidad. Aunque en la COP15 y para sosiego de nuestra conciencia parezcamos altruistas en pro de la continuidad de la diversidad de la vida.
José Prenda, catedrático de Zoología, Universidad de Huelva
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.