No fue Platón quien pronunció la frase «Solo los muertos verán el fin de la guerra», a pesar de que ha pasado por ser una de las exclamaciones más proclamadas puestas en boca del filósofo griego. Del mismo modo que «El fin justifica los medios» o «Ladran, luego cabalgamos» no son tampoco proposiciones atribuibles a Maquiavelo ni a Cervantes de manera estricta.
Cierto es que son frases condensadoras de ideas que transitan de un modo u otro en la obra de sus autores y se convierten en adagio abreviado, pero en modo alguno existió el literal del texto. Del mismo modo opera la memoria histórica, un espacio plagado de territorios imaginarios donde la verdad empírica y la nostalgia mórbida crean y recrean episodios anecdóticos hasta dar forma a un relato legendario.
Y he escogido conscientemente la frase de marras, cuya autoría cabe imputar con algunos cambios a George Santayana, para acarrear la atención sobre el uso artero que cierta izquierda política en España viene haciendo de la Transición y de su valor histórico como hito de superación y concordia.
El reduccionismo pío y la añoranza de lo que parcialmente fue la transición en nuestra Historia han provocado una dislocación intelectiva en la comprensión de los hechos que ocurrieron en España en el siglo XX y, muy particularmente, de la Guerra Civil. Al binomio vencedores/vencidos le ha sucedido, en la superchería de algún relator vago, el binomio bestias/virtuosos.
No soy capaz de componer una descripción integral de cada hecho ocurrido entre 1936 y 1939 que dé pie a un balance de cuentas donde, de acuerdo con el maniqueísmo dominante, haya buenos absolutos y malos rotundos. Sencillamente es imposible. No solo para mí, sino para cualquier ente medianamente inteligente.
Por eso, solo desde el vituperable corifeo que padezco en el Congreso de los Diputados, entre una izquierda que exuda revancha histórica y una nueva derecha que silba las atrocidades de las fuerzas republicanas en aquel periodo, se puede entender el actual espectáculo de crueldad memorística que vivimos. La Transición en la ciénaga de la mediocridad y el oportunismo de quienes han renunciado a gobernar el presente para regir el pasado.
Que nadie piense que la brutalidad fue monopolio de un bando y que nadie haga intuitivamente juicio de aproximación sobre quienes fueron más bárbaros. La intuición acostumbra a ser prima hermana del instinto y, por consiguiente, de la pasión de parte. Y ese fervor envenena la razón hasta buscar motivaciones imposibles y hasta idealizaciones de una guerra en la que los crímenes se sucedían al ritmo en que avanzaba el frente de batalla.
Solo desde la libertad y la neutralidad cabe discernir la verdad, la misma verdad que enjuaga muchas veces nuestro resentimiento heredado. Por eso, hay que recordar invariablemente siempre las palabras del periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, convencido demócrata y liberal, y víctima del exilio, para el que la crueldad y la estupidez eran debidas por igual a la peste del comunismo y del fascismo:
«Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos (…) En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando a mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas y comunistas».
Esta declaración de quien no puede ser tildado de parte ni de iletrado en la causa, presenta la asimetría de la narrativa histórica del conflicto como una recreación interesada. Y en eso estamos cuando contemplamos el áspero debate de unos adanistas que no vivieron la época, que no han explorado en las fuentes del conocimiento, pero que se aferran con la virulencia del creyente a cualquier crónica que les guste y que sirva de apalancamiento a su imaginario bélico. De allí a negar el espíritu de la Transición apenas hay unos milímetros de distancia.
Se equivocan quienes puedan llegar a pensar que la Transición se basó en la amnesia individual y colectiva. El gran pacto constituyente lejos de basarse en el olvido, se fundamentó en la memoria, determinante para evitar que volviera a ocurrir lo que desgraciadamente ocurrió. Como es obvio que el silencio de muchos hogares españoles durante la posguerra hacía latir una intrahistoria de horrores inexplicados que la supervivencia en un territorio autárquico obligaba a retener en cada conciencia. Como es natural que la historia personal de cada intérprete de ese vil relato de la Guerra Civil fue evolucionando al tris de los cambios que experimentaba la sociedad, del nacimiento de una nueva generación y también, previsiblemente, por los estragos que la mente humana produce en el recuerdo íntimo cuando los años se van cumpliendo.
De esto, y no de otra cosa, hablaba nuestro poeta en el exilio, Antonio Machado:
«Lo que está más sometido a cambio, amigos míos, es lo que solemos llamar pasado histórico, el cual, en cuanto vive en nuestras almas, es decir, en cuanto es algo, claro está que cambia, además y necesariamente en función de lo que esperamos y tememos del porvenir. De suerte que lo más modificable, lo más revisable y, en cierto modo reversible, es todo aquello que creíamos cumplido y consumado definitivamente en el tiempo».
La elasticidad que vierte sobre la memoria el paso del tiempo, si aceptamos la afirmación machadiana, debería incitar a una reflexión sobre la mesura y sobre la prudencia. La misma prudencia y equilibrio básico que guiaron aquellos años de transición y que ahora se anegan ante la soez trama de la crispación política y social.
España ha pasado en pleno siglo XXI a hablar de conciliación cuando ha hecho añicos, por la impostura de los necios, el sentir mismo de nuestra reconciliación. No es un asunto menor ni es una batalla cultural inoperante e insustancial. Bien al contrario, es la guerra de nuestros días, la única guerra posible, la del perdón y la de la concordia. La del aquí y ahora. Para que los vivos, y no los muertos, vean a la postre el fin de nuestra guerra eterna.
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