Guillermo Nevot, Universitat Pompeu Fabra
El yogur es un asunto serio. Tanto, que en España tiene su propia ley. El Real Decreto 271/2014 define exactamente qué es el yogur: “El producto de leche coagulada obtenido por fermentación láctica mediante la acción de Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus a partir de leche”.
Ya está, ni una bacteria menos ni una más. Le invito a leer el etiquetado en su supermercado más cercano. Si su leche fermentada no tiene 10 000 000 de individuos de estos dos microorganismos, no se llamará yogur.
Sobre el yogur ha escrito incluso Jorge Luis Borges, diciendo que es el alimento de Matusalén. De hecho, el escritor argentino dedicó toda una obra, con recetas incluidas, al yogur.
En 1935, el genio literario “pasaba por estrecheces económicas”. A su amigo, el escritor Bioy Casares, su tío le había ofrecido escribir un anuncio para su empresa yogurtera. Matando dos pájaros de un tiro, Bioy le propuso a Borges escribirlo juntos. Así echaría una mano a su amigo con sus finanzas y, de paso, se divertirían un rato.
Como no podía ser de otra manera por 17 pesos la página, Borges aceptó y ambos se convirtieron en divulgadores científicos del yogur. O al menos, eso pretendieron.
En el folletín, los datos reales se confunden con las burlas de los escritores. Lo curioso es que algunas de esas bromas han acabado teniendo sentido científico. Casi se pueden oír sus risas cuando escriben “nuestros aliados invisibles” con ironía, refiriéndose a los microbios. Pero estos también viven en nuestro interior desde donde nos protegen.
El microbioma, es decir, las comunidades de bacterias y microorganismos que viven en nuestra piel o en el intestino, han demostrado ser clave para nuestra salud. Si faltan o se desequilibran, pueden causar hasta obesidad. El yogur de verdad ejerce como probiótico, es decir, ayuda a recomponer la flora intestinal.
Pero, sin duda, hay algo que ni Bioy ni Borges habrían imaginado jamás. Años más tarde en el yogur se descubriría la mejor herramienta de edición genética conocida hasta la fecha, la tecnología CRISPR.
Fue en la empresa francesa Danisco, donde tenían un problema con los bacteriófagos, es decir, con los virus de bacterias. Si uno solo de estos bacteriófagos caía en un tanque donde se fermentaba el yogur, una pandemia microscópica eliminaba todas las bacterias y daba al traste con la producción.
Danisco buscaba una solución. Su idea era buscar las bacterias del yogur más resistentes de la naturaleza para usarlas en su fábrica. Si no podían evitar los bacteriófagos, encontrarían las bacterias inmunes a ellos. En efecto, las encontraron, pero había algo curioso en ellas. Todas presentaban en su genoma pequeños trozos de los virus a los que eran inmunes, pero nunca su ADN entero.
Además, los investigadores vieron que las bacterias supervivientes a la exposición al virus también se volvían inmunes y adquirían estos trocitos de bacteriófago. Igual que cuando nosotros desarrollamos anticuerpos, las bacterias quedaban vacunadas contra sus virus. Sin esperarlo, Danisco dio con la gallina de los huevos de oro. Ya no hacía falta seleccionar las mejores bacterias, ¡la propia empresa podía crearlas!
En verdad, estos trocitos ya se conocían. Se habían denominado CRISPR pocos años antes, en Alicante, por el científico Francis Mojica. En cambio, el yogur los catapultó a la fama. Pronto se observó que una proteína, Cas9, era capaz de interpretar estos trocitos y usarlos como guía. Basta con que el virus aparezca de nuevo para que Cas9 lo busque, corte y destruya. La ventaja fue que, al venir de bacterias sencillas, fue fácil reprogramar la proteína para que buscara y cortara cualquier ADN.
Esto abrió las puertas a cortar cualquier ADN, haciendo posible la edición genética precisa y la revolución que daría a sus descubridores el Premio Nobel. Sin embargo, después de todo, casi nadie recuerda el origen lácteo de esta herramienta. Bueno sí, las empresas yogurteras. No utilizan Cas9 para editar ningún genoma, pero todavía usan la inmunidad de CRISPR para producir más yogur. Por suerte para nosotros.
El futuro del yogur
Con todo, el futuro del yogur es incierto. El kéfir gana cada vez más adeptos y el yogur ya no es “el elixir de la vida” que Borges proclamaba. Las bacterias que lo fermentan están llamadas a reinventarse. La edición genética les ha permitido asumir nuevas tareas y ser útiles al ser humano más allá del yogur.
En el género Lactobacillus se han diseñado bacterias capaces de expresar moléculas inmunitarias, como IL-10, para evitar la inflamación intestinal o las alergias. Otras han pasado de la industria alimentaria a la cosmética, donde se ofrecen como crema para acelerar la curación de heridas en la piel. Aunque muchas de estas terapias todavía tienen que terminar los ensayos clínicos, está claro que las bacterias del yogur están aquí para quedarse.
“Quien tiene salud tiene esperanza y quien tiene esperanza tiene todo”, dice un proverbio árabe. Bioy y Borges escribieron que los árabes, esos halcones musculosos del desierto, tienen detrás de la esperanza algo que lucha por su salud: el yogur. Porque el yogur es y será una fuente inagotable de salud y descubrimientos. Por eso, el próximo yogur que se tome de postre después de cenar puede ser light, pero no se lo tome a la ligera. El yogur es un asunto serio.
Este artículo resultó finalista de la primera edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.
Guillermo Nevot, investigador redoctoral en el Grupo de Biología Sintética Traslacional, Universitat Pompeu Fabra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.