Fue distinto leer de nuevo la novela. No fue igual a como lo hice en mi juventud, cuando solo imaginaba lo que podía ser eso que llaman una guerra. Hace un par de días comencé a revisarla, luego decidí leerla de nuevo, esta vez no muy lejos de una guerra. Mirando en la pantalla las tropas rusas avanzando sobre un país que no es el de ellos, destruyendo aldeas y pueblos, matando a gente inocente, torturando, violando.
La guerra es el trámite mediante el cual descendemos a lo más bajo de la condición humana. Eso diría si me pidieran determinar con una frase el principal sentido de la siempre actual novela de Erich María Remarque, Sin Novedad en el frente. Subrayaría, eso sí, la palabra “humana”.
Los animales por lo general no se matan entre los de su propia especie, como lo hace la gente. Cualquiera comparación con las bestias está en este caso de más. No es que las bestias sean mejores que nosotros. Son otra cosa, viven en su mundo de bestias. Nosotros vivimos en un mundo de humanos y al mundo humano –como el arte, la cibernética y la filosofía– también pertenecen las guerras. Quiere decir: las guerras no nos deshumanizan, solo nos muestran una propiedad de la condición humana: su destructividad
La destructividad no es por cierto la de los soldados. En el peor de los casos, ellos son solo los instrumentos del mal. La destructividad reside en los argumentos, discursos y razones que llevan a las guerras. Y esas razones son siempre racionalizaciones. Y las racionalizaciones ocultamientos de la verdad. Los animales no hablan no mienten.
MATAR PARA VIVIR
La peligrosidad del humano, decía Kant, es que su inteligencia lo puede llevar tanto a revelar como a ocultar la verdad. ¿Cuál es la verdad de la guerra según Remarque? El autor respondió escuetamente a través del joven soldado Paul Bäumer: “Matar para vivir, vivir para matar”. No hay más. No hay tiempo ni deseos para pensar en otras cosas. La vida en la guerra no tiene más sentido que la sobrevivencia.
“La guerra nos ha embrutecido de un modo extraño y triste”, medita Paul. “Saludar, cuadrarse, presentar armas, dar media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda”.
Hay que obedecer al que está arriba y mandar al que está abajo. El orden de cada día se reduce a obedecer y a mandar. Pero lo fundamental es no morir. De ahí viene el valor que Paul asigna a la alimentación. Procurar alimentos es una gran ocupación del soldado. Es también la fuente de la camaradería: buscar y compartir alimentos y agruparse para no morir genera un vínculo, podríamos decir, prehistórico. No de amistad, entiéndase.
La camaradería es algo muy distinto a la amistad. Significa comprender que sin el otro que está a tu lado te matarán más fácilmente que si estuvieras solo, que lo necesitas como apoyo para seguir viviendo, del mismo modo como él te necesita a ti. Hasta que la muerte los separe.
La camaradería es a la amistad lo que el sexo al amor. Amistad y amor son invenciones civilizadas. Camaradería y sexo son, en cambio, necesidades básicas. En ese periodo al que por comodidad llamamos prehistoria, no había amistad, pero sí camaradería. Sin ella no existiríamos como especie.
“No luchamos, nos defendemos de la destrucción”. “Estamos abandonados como niños y somos experimentados como ancianos”. Por eso, junto a la alimentación y la camaradería, el otro gran aliado es el azar. El soldado vive del y por azar. No es miedo, enfatiza Paul. “El terror a la muerte es algo puramente físico”, no mental.
Es intentar ser en el lugar donde por azar podemos dejar de ser. Por eso la muerte en la guerra no requiere de representaciones. Simplemente está ahí, visible, sobre la tierra regada con sangre. Del mismo modo que desde la guerra nace un profundo deseo de vivir en la única forma posible: entre camaradas.
No extraña entonces que de pronto Paul sienta amor por el aire, por los abedules que mece el viento, por los colores del sol entre las ramas, por la noche en paz alrededor del fuego, compartiendo víveres entre camaradas, gozando el simple placer de estar vivos. “El sentimiento natural del soldado reside en encontrarse aquí”. Ni el pasado ni el futuro juegan un papel. “Sobre todo somos soldados, y luego de un modo vergonzoso, individuos”. “La vida no es más que un constante estado de alerta en contra de la muerte”.
Rara vez los soldados conversan sobre el sentido de la guerra. Solo durante un momento de descanso alguien preguntó: ¿Por qué estamos luchando? Por la patria, fue la respuesta formal. Pero no hay patria sin Estado, comentó otro soldado. Hasta ahí llegó la conversación. Seguir pensando en el sentido de la guerra los podía desviar de su tarea fundamental: no morir, y para eso «matar a gente que no odiamos ni nos odian, pero nos quieren matar».
No hay nada más existencial que una guerra. Ella te sitúa en el justo medio entre la vida y la muerte. Y en ese medio no hay nada. Pensar sobre el sentido de las cosas es distracción y, por lo mismo, muy peligroso.
DENTRO DE LA GUERRA
La genialidad de “sin novedad en el frente” no reside en su condena a la guerra. No es un texto pacifista, como lo han entendido tantos críticos relamidos. Tampoco, por supuesto, es belicista. El libro es una novela y a la vez un relato basado en hechos reales ocurridos no en la guerra sino “dentro” de la guerra, y sin ninguna premeditación política ni filosófica, decía Remarque. Ese “dentro” es lo más decisivo. Vivir o morir “dentro” de la guerra no es lo mismo que vivir o morir fuera de ella.
La guerra vivida frente a la muerte está muy lejos de ser “la continuación de la política por otros medios”. Para los soldados, al menos, no lo es. La guerra para ellos es otro mundo, otra vida que lentamente ha perdido los contactos con el mundo externo a la guerra. No es la continuación de nada. Hecho que Paul experimenta de modo traumático en unos días de permiso que le permitieron visitar al hogar materno.
Fuera de la guerra no podía Paul reconocerse a sí mismo. Lo que había sido antes su vida le parecía de pronto una realidad ajena, algo que no tiene nada que ver con lo que él es, o ha llegado a ser. En cierto modo anhelaba oscuramente volver al campo de batalla, donde él, después de tantas sangres, había llegado a pertenecer. Ahí estaba su vida.
Paul, definitivamente, ha dejado de pertenecer al mundo de la paz. Su cuerpo y su mente se han convertido en órganos de otra realidad, una que no tenía nada que ver con la que había sido la suya. La guerra era ahora su nueva patria. El lugar donde no quieres, pero debes morir.
Escrito después de la primera guerra mundial, publicado en 1929 en Alemania y traducido a veintiséis idiomas, el libro no sobrevivió en su país a la segunda conflagración mundial. Los nazis la prohibieron. Fue recién en el exilio, en los Estados Unidos, cuando la novela fue llevada al cine y después convertida en símbolo literario de los movimientos pacifistas del mundo occidental. De los pacifistas de verdad, no de los hipócritas de ahora que piden desarmar a los ucranianos para que Putin se haga de sus territorios.
La guerra del 1914 surgió por razones que todavía los historiadores no logran explicar del todo, como una carambola en donde fueron arrollados gobiernos que no querían la guerra y que, sin embargo, estaban obligados a alinearse en contra de enemigos que no percibían como tales. Por eso el clamor de los valientes pacifistas del período era por una paz desligada de culpables o responsables inmediatos.
Tomar partido por la paz era simplemente tomar partido en contra de una guerra absurda que dejó más de 20 millones de muertos. Hecho que nos lleva necesariamente a diferenciar la guerra de 1914 de la iniciada y provocada por Hitler en 1939 con la invasión a Polonia, y por Putin el 2022 con la invasión a Ucrania.
Durante la primera, los soldados de los países involucrados no sabían por qué y para qué luchaban. Durante la segunda, los fanatizados soldados alemanes imaginaban hacerlo por la grandeza de Alemania. Los de las demás naciones sabían que luchaban en contra de una invasión ordenada por un líder demoníaco.
En la iniciada en el 2022, y que ya se anuncia como tercera guerra mundial, puede que los soldados rusos no tengan muy claro para qué son reclutados, por lo general de modo forzado, ni tampoco por qué les ordenan matar a ciudadanos pacíficos que habitan en ciudades y pueblos de Ucrania.
Los que sí saben muy bien las razones por las cuales van a la guerra son los soldados ucranianos. Ellos van a la guerra para defender a una nación invadida por orden de un dictador criminal que ha enviado sus ejércitos a ocupar la nación de la que ellos son sus ciudadanos.
Erich María Remarque no habría podido describir nunca, entre jóvenes ucranianos, una escena como la que describe en su novela, entre jóvenes alemanes que se preguntan por qué luchan. Por qué lucha Ucrania lo sabe todo el mundo. Incluso los que no quieren saberlo. Y, sobre todo, lo saben los pacifistas que niegan el envío de armas a Ucrania.
NO TODAS LAS GUERRAS SON IGUALES
No todas las guerras son iguales, es sabido. Las hay ofensivas y las hay defensivas. Las primeras son injustas; las segundas son justas. Pero en la de 1914 era difícil detectar un solo responsable. En la segunda, la Alemania de Hitler era evidentemente responsable de todo lo sucedido. En la del 2022 la responsabilidad, por igual motivo, debe recaer sobre la Rusia de Putin.
La primera guerra mundial no fue una guerra de invasión, fue un choque de imperios, si se quiere. La segunda y la tercera sí fueron guerras de invasión. Por tanto, no se puede estar en contra de la guerra en Ucrania sin estar en contra de la invasión y, por lo mismo, sin la decisión de ayudar con todos los medios disponibles a la nación invadida.
En la primera guerra mundial era difícil tomar partido por un bloque u otro. Durante la segunda, tomabas partido a favor o en contra de Hitler. En la que ya asoma como tercera, o tomas partido a favor o en contra de Putin. Por eso mismo muchos hemos tomado partido en contra de Putin y de los putinistas.
PACIFISMO CÓMPLICE
Un pacifismo sin toma de partido es hoy tan cómplice, o quizás más cómplice, de los que toman partido a favor de Putin. De estos últimos sabemos al menos que son nuestros enemigos, y con los enemigos no se discute. A los primeros los escuchamos con estupor, sobre todo cuando asumen una afectada pose neutral o cuando hablan de no ayudar a Ucrania por temor a una escalación.
O cuando se las dan de objetivos y afirman que en los contextos geopolíticos no hay buenos ni malos, solo luchas de poderes. O, por último, cuando los farsantes escriben “paren esta guerra” como si fuera una riña de chicos malcriados y no el resultado de la invasión ordenada por un genocida enloquecido.
Sin novedad en el frente ha sido llevada nuevamente al cine, creo que por tercera vez, dirigida esta vez por el alemán Edward Berger. Ya ha recibido nueve nominaciones para el Oscar. Solo podemos alegrarnos. Es una gran novela, y ojalá sensibilice al público contra –para decirlo con el nombre de la serie de Goya – “los horrores de la guerra”, pues esta, la de 2022, los ofrece a montones.
No obstante, es imposible disimular un temor, el siguiente: que el nuevo filme sea usado como símbolo por esa caterva de pseudopacifistas, de izquierda o de derecha (da lo mismo), que exigen “el fin de la guerra”, la que a diferencias de la primera mundial, sí tiene causantes y responsables claramente definidos.
Por supuesto, la inmensa mayoría estamos por el fin de la guerra, pero no todos están convencidos de que esta guerra tiene como causantes a quienes la iniciaron y la continúan: Putin apoyado por los putinistas e, indirectamente (a veces directamente) por los pacifistas “neutrales”.
La de Putin es una guerra de invasión y una guerra de invasión solo puede terminar cuando termina la invasión. Eso quiere decir que, para que termine esta guerra, tiene que haber esta vez “una novedad en el frente”. Y la novedad del frente, dicho sin rodeos, solo puede ser, si no una derrota, una retirada militar de Putin de todo ese territorio que no le pertenece: Ucrania. Todo lo demás es pasto seco.