Cuando Enrique Santos Discépolo compuso su tango, el mayor compendio y síntesis musicalizada de la descomposición moral del siglo XX al ritmo del bandoneón y al abrigo del cielo del Río de la Plata, nada podía hacer pensar que el siglo XXI iba a rebasar con creces la amargura inmoral de su «Cambalache».
Al silencio de la mentira, como lo denominaba Mark Twain, ha sucedido el estruendo gesticulante de la posverdad, acaso una forma avanzada de mentira en la que el mentiroso, lejos de ocultar el embuste, se afana en él. «Es un despliegue/de maldá insolente/Ya no hay quien lo niegue». Así reza el tango arrabalero, tan sincero como una tromba de agua en la Recoleta: «No hay aplazaos (que va a haber) ni escalafón/los inmorales nos han iguala’o/si uno vive en la impostura».
El diagnóstico se hizo realidad en el frío siglo XXI, más problemático y febril, en el que en la política no existe el escalafón de los mejores, sino que han vencido los menores, en el que la inmoralidad campa a sus anchas ante una moralidad que cede en retirada, y donde la impostura es la única forma que tienen de mantener la postura los más mezquinos.
Cuando habíamos llegado a la conclusión después de muchos años de desarrollo social de que la verdad existía por encima de la sombra del desconocimiento, ahora resulta que la verdad no existe. Es evidente que hay quien no sabe lo que es la verdad ni la espera, porque cuesta reconocer que existe y, por consiguiente, es gravoso exponerse constantemente a ella.
El miedo actual se descompone fragmentado en un espejo de mentiras y de medias verdades, sin contraste ni análisis razonado, ni opinión pública comunicada. Todo es posible porque el mediocre no aspira a conocer la verdad sino a tener razón, sea lo que sea hoy la razón. Si el siglo de las Luces fue el siglo de la ilustración y de la razón, el siglo de los móviles de última generación y de las redes sociales es el siglo de la ofuscación y de la turbación.
Nada es lo que parece, nada es lo que es y nadie es lo que dice ser. Pero parece ser, por parecer, que todo da igual, porque gana quien da más, más mentiras.
Hasta hace unos días, acaso un cuarto de hora antes del fin del siglo anterior, la pandemia que asolaba el mundo era el relativismo, en el que, al menos, existía una constatación de la volatilidad de valores y de principios. Con el nihilismo, o lo que es lo mismo, con la negación de la misma verdad, ya no hay ni relativismo ni Dios que te crió. No hay nada.
Es cierto que esta nueva era la conquistará quien mejor se adapte a la nada complaciente y al narcisismo marciano de los frikies de Instagram. Como no existe el pudor del mentiroso, esa misma pudicia que evitaba en otro tiempo que durmiéramos cuando habíamos mentido, no fuera que alguien lo descubriera, se convierte ahora en barra libre y a la siguiente mentira.
El mentiroso es el gran conquistador de este Nuevo Oeste que es la Red, y no hace falta fabricar trenes «low-cost» para llegar al final, aquí basta con soltar la primera idea que te viene a la cabeza y esperar reacción. Si te llaman mentiroso, no pasa nada pues vendrá otro mentiroso que bueno te hará. Cuantas más mentiras pronuncies, antes llegarás al estado de imbatibilidad que te permite ser inmune a cualquier crítica. Además, como denominar mentiroso de manera rigurosa a alguien es una manifestación de mala educación, según los gurus del nuevo pensamiento fácil, ya resulta indiferente pronunciarse sobre la catadura del embustero.
Hubo un tiempo en el que había mentirosos que lo hacían con todos sus dientes, como jaleaba Saramago, y ahora no hay dentadura para albergar tanta empanada de trolas y extravagancias.
Hay mentiras gruesas y mentiras de cintura entallada. Hay mentiras de medio minuto y mentiras perdurables. Hay mentiras piadosas y mentiras que dan miedo. Hay mentiras individuales y mentiras colectivas. Hay mentiras idiotizantes y mentiras no idiotizantes. Hay mentiras constitucionales y hasta mentiras inconstitucionales. Hay mentiras continuas como una sesión en un cine X, porque la mentira tiene un alto contenido pornográfico. Hay también mentiras arriesgadas, aunque el riesgo comienza a ser un entretenimiento de fin de semana. En un mundo de mentiras, al menos, nos debería quedar la posibilidad de construir nuestra propia mentira, nuestra mentira íntima, aquella que nos permite vivir aunque nada sea verdad.
Hay tres películas que encierran el fin último de todo ser que desee vivir atrapado en una felicidad perpetua bajo una narrativa compleja de la mentira. Miéntanme y escojan una «Familia» como la de León de Aranoa; engáñenme y escojan un momento de la historia en el que me sienta cómodo, al igual pero a la vez que a la inversa que en «Good bye, Lenin!» de Becker; y móntenme un show como a Truman en la película de Weir, en el que siempre vea las mismas estrellas y hasta el mismo océano, y en el que el decorado no se caiga hasta el final. En una Vía Láctea de mentiras solo queda fabricar un satélite de mentiras amables y compartidas, porque si se aspira a vivir de verdades en un mundo de mentiras la muerte está asegurada.
Lo más triste es que no encuentro el camino para buscar la verdad en una sociedad que grita para no entenderse. España se ha convertido en un pasto abonado para antipatriotas de la posverdad. Un territorio donde, como en el tango, «Ves llorar la Biblia/Lunto a un calefón». La verdad exige trabajo, y el hedonismo y la indolencia no son colaboradores para poder alcanzarla. Quizá, como en «Fahrenheit 451«, las verdades como los libros se inflaman y se queman a esa temperatura, pero quizá haya también un bombero, como en la novela de Bradbury, que busque la salida para encontrar el club de las verdades y de la reflexión crítica. Ahora solo se ven pirómanos.