Ulrich Brand, Barbara Fried, Hannah Schurian, Markus Wissen y Rhonda Koch /Traducción de Stefan Armborst y Marisa García Mareco
Imaginemos el verano ultracaluroso del año 2050 en una gran urbe alemana: unas noches tropicales, en las que la temperatura, que no baja de los 20 grados, impide durante semanas el sueño recuperador y afecta, sobre todo, a personas mayores y vulnerables. En las zonas urbanas densamente pobladas y de insuficiente calidad energética se almacena el calor, mientras que, en los barrios residenciales, con sus zonas verdes y jardines, se registran hasta diez grados menos. Es una pincelada de las desigualdades en un mundo con las condiciones climáticas completamente alteradas, y no es el problema más acuciante.
En muchas regiones del planeta, en ese momento del futuro, las condiciones serán insoportables. Innumerables vidas estarán amenazadas o destruidas por las crisis medioambientales. Asimismo, en Alemania, los veranos de calor extremo tendrán grandes secuelas y cobrarán vida irremisiblemente. Se puede predecir con un alto grado de probabilidad y es urgente actuar. Sin embargo, continuamos subestimando la envergadura de los impactos climáticos en ciernes. Estamos “inadaptados”. Faltan infraestructuras y los recursos para responder adecuadamente a olas de calor, períodos de sequía, lluvias torrenciales y crisis en el suministro de agua potable.
El precio lo pagarán más alto, sobre todo, los que menos tienen. La adaptación climática es cuestión social es crucial. Sin embargo, muchas veces hasta la izquierda lo elude. Lo mejor sería concentrar los esfuerzos en proteger el clima, en vez de conformarse con las consecuencias de su alteración.
Posicionarse responsablemente frente a los impactos del cambio climático es un baño de realidad que hace más evidente la urgencia de tomar medidas eficaces de protección climática. Solo cuando comprendamos lo que implica la subida en dos grados de la temperatura media del planeta nos daremos cuenta por qué debemos evitarlo a cualquier precio.
Dibujar un cuadro veraz y realista de lo que se nos viene encima podría contrarrestar la resignación y motivarnos a actuar colectivamente cuanto antes. Incluso en los países ricos del norte global los desafíos son inmensos. Cada vez son más frecuentes las lluvias torrenciales y las olas de calor extremo en verano que producen anualmente más casos muertes que los accidentes de tráfico.
En algunas regiones, ya no se pueden plantar las especies autóctonas de cultivo y una gran cantidad de especies de animales está amenazada de extinción. Las infraestructuras y los hábitos de vida estaban enfocados para un siglo XX climáticamente estable. Entonces, la adaptación no es una opción sino una imposición de la realidad.
«El cambio viene, te guste o no», dice Greta Thunberg. De forma análoga se podría decir que la adaptación es imprescindible, queramos o no. No obstante, en muchos sitios la adaptación no es proactiva, sino reactiva. No es democrática, sino autoritaria. Y no es pública ni universal, sino privatizada, corporativa y tecnocrática.
Demasiadas veces no enfoca la desigualdad social existente y que se va agravando con los impactos del cambio climático. Una política justa de adaptación tendría que poner en el centro de atención a las personas que más sufren sus consecuencias y debería enfocarse en garantizar buenas condiciones para la mayor cantidad posible de personas. Habría que romper con los estrechos límites que el realismo político (realpolitik) presenta como posible y movilizar los recursos apropiados para la tarea.
No cabe duda de que sin una transformación social-ecológica profunda la adaptación climática será un fracaso para la mayor parte de los seres humanos y ahondará más las segregaciones y brechas sociales. Hay que cuidarse, además, del voluntarismo, de que basta sumar voluntades. Primero mejores ideas y no atropellar la razón.
La adaptación reinante
Creemos que las actuales políticas de adaptación no se ajustan a los enormes desafíos que se afrontarán. Las alteraciones climáticas tendrán consecuencias graduales, pero también afectarán hondamente los cimientos de las relaciones de producción y de reproducción.
En el sur global se vislumbran fuertes dislocaciones sociales como secuelas de la crisis climática. Crisis y conflictos, pobreza y desigualdad extrema exacerban los efectos de las alteraciones climáticas y debilitan la capacidad de resiliencia individualidades y de sociedades enteras.
El movimiento de justicia climática en el sur global demanda reparaciones por las deudas climáticas contraídas por el norte global, cuyo modelo extractivo fosilista de producción y el modo de vida derrochador son responsables de la mayor parte de las emisiones globales, mientras prevalece el cierre de fronteras y la externalización.
En general, los gobiernos de norte industrializado bloquean la entrada a los individuos que huyen de condiciones de vida insostenibles, sino que niegan su responsabilidad histórica en un modelo de desarrollo contrario a la naturaleza. Los países más ricos gastan el doble en la fortificación de sus fronteras y en sus políticas antimigrantes que en la financiación de medidas contra el cambio climático. Tampoco cumplen su palabra de destinar 100.000 millones anuales para que los países menos desarrollados puedan protegerse contra daños y pérdidas.
Se pretende presentar la explotación de petróleo, pero también de litio y tierras raras como la opción de obtener recursos. Lo hace China en África y también Rusia en una suerte de acaparamiento territorial que está dirigido a garantizarse fuentes de agua potable.
En Alemania se ha venido reconociendo paulatinamente la urgencia de las medidas de infraestructura y de adaptación. No obstante, las respuestas políticas se quedan cortas, quizás demasiados corta. Desde hace 17 años, entidades públicas y redes científicas, bajo la dirección del Ministerio de Medio Ambiente, han elaborado análisis de riesgo detallados en el marco de la estrategia alemana de adaptación, que abarcan la agricultura, la política forestal, la movilidad y el sistema sanitario.
Los planes de acción están llenos de recomendaciones detalladas; de exhortos a las administraciones municipales a averiguar las necesidades locales y a elaborar los planes de respuesta. Pero el proceso se atasca en los más diversos niveles y presenta lagunas relevantes. Consideramos que las medidas no responden a las necesidades de actuación, ni las formuladas ni las reales.
Además, se ralentizan por el modo de actuar de los gobiernos y las administraciones locales, condicionados por las estructuras burocráticas y no por resultados eficientes. La magnitud del problema que se pretende enfrentar requeriría un amplio plan de inversiones con el fin de adaptar las infraestructuras de la gestión de aguas, del tráfico, de la protección civil, del sistema de salud y del desarrollo urbano a los inminentes riesgos climáticos.
Sin embargo, no existe ni en el papel ni sobre el terreno. Falta personal y faltan medios económicos. El estado precario de las finanzas municipales y regionales impiden dedicarse a estas grandes tareas. Mientras se redactan planes de acción que deben guiar a los aparatos políticos, se continúa ampliando autopistas y construyendo rascacielos de vidrio. Los hechos desmienten lo que dice los voceros oficiales y la publicidad.
La estrategia alemana de adaptación se concentra en medidas como la construcción de diques, los sistemas de alcantarillado y las normas de edificación, que deben mitigar los efectos de los riesgos climáticos, pero las áreas de acción concernientes a las políticas sociales, de salud, de vivienda y de desarrollo urbano apenas la toman en consideración. En los análisis de riesgo, han empezado tardíamente a tomar en cuenta los determinantes sociales de vulnerabilidad, pero todavía hoy los análisis distan mucho de una comprensión exhaustiva de la adaptación, como se formula, por ejemplo, en los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático que coordina la ONU.
Se continúan excluyendo las medidas de adaptación dirigidas a la protección de personas de bajos ingresos y particularmente vulnerables. No hay modelos de financiación del reacondicionamiento en materia de eficiencia energética que beneficien a las personas que residen en viviendas de alquiler.
El reduccionismo presente es un error de graves consecuencias. Ni siquiera en los países ricos los riesgos ambientales se distribuyen de manera homogénea. En los barrios céntricos y densamente urbanizados, con alta carga de tráfico, con sus pisos de baja eficiencia energética y escasos espacios verdes, es mayor la contaminación del aire y la acumulación de calor.
De hecho, estas circunstancias implican que las personas en condiciones laborales precarias, las personas mayores, enfermas o con algún tipo de discapacidad que residen en viviendas deterioradas son las más afectadas por los recortes en la oferta de servicios sociales. Nada nuevo.
Conforme se agudicen los impactos climáticos, también se profundizará esta crisis en lo social. Una adaptación climática tendría que estar enfocada a contrarrestar esta crisis tomando en consideración tanto las cuestiones de política urbanística, sanitaria y de seguridad social como unos modelos que posibilitan la participación democrática y la cuestión de la propiedad.
Una adaptación que incrementa la desigualdad
Si una política de adaptación se basa únicamente en medidas técnicas se descontextualiza de la realidad en su actuación, no podrá responder a los efectos distributivos de la crisis climática y reforzará la amenaza de que se acentúe la desigualdad existente.
Incluso, el IPCC señala que «una política de adaptación que no toma en consideración las consecuencias negativas para los diversos grupos sociales conlleva una mayor vulnerabilidad y puede agravar la desigualdad» (IPCC 2022: 29).
La realidad urbana lo demuestra. Medidas razonables de adaptación climática, como reducir las superficies selladas, fomentar el desagüe, o mejorar la eficiencia energética urbana finalmente podrían agravar la segregación social. La creación de «zonas verdes» que disminuyan los efectos negativos del tráfico podría aumentar la valorización inmobiliaria, con la consiguiente mayor marginalización de la población pobre.
Isabelle Angueolvski analiza el efecto segregacionista de la adaptación climática urbana en diferentes países y ciudades. La conceptualiza como ‘gentrificación verde’ que, en caso extremo, podrían resultar “guetos climaresilientes de lujo para las personas privilegiadas”.
La política urbana de adaptación suele ignorar que la resiliencia es un asunto de dinero y apoya las empresas tecnológicas e inmobiliarias promotoras del crecimiento. Frecuentemente, se actúa de arriba hacia abajo ignorando los intereses de las personas afectadas.
En el sur global existen proyectos de infraestructura que, en nombre de la adaptación climática, conducen a la expulsión de grupos poblacionales o que incrementan su vulnerabilidad. También la ayuda internacional, en caso de catástrofes, y los proyectos de reconstrucción conllevan frecuentemente una mayor privatización de la tierra y el incremento de la segregación social cuando no toda la población afectada puede costearse refundar su existencia social. Lo vimos en 2005, después del huracán Katrina en los programas de reasentamiento en Nueva Orleans.
¿Es posible otra política de adaptación?
La política de adaptación en dista mucho de responder adecuadamente a las múltiples dimensiones del problema porque se basa en unas infraestructuras sociales materiales que han sido demolidas por políticas destructivas. Sorprende que los aparatos estatales carezcan de los recursos humanos y de los conocimiento imprescindibles para una eficaz adaptación climática.
Una política de adaptación es esencialmente una política de infraestructura y únicamente podrá realizarse adecuadamente a través de programas e inversiones públicas. Las previsibles dislocaciones causadas por la crisis climática producirán problemas considerables de legitimación para la política dominante. Serán incisivas tanto a nivel nacional como internacional que las instituciones apenas podrán procesar los conflictos que emerjan.
Se va a agudizar la contradicción entre la función acumulativa y la función legitimadora del Estado; entre la tarea de organizar la condiciones de valorización del capital y la de asegurar el consenso en un orden societal estructuralmente desigual. Se plantea cada vez más apremiante la cuestión de la legitimación, unida con la concerniente a la eficacia de la política.
Sin duda, habrá que fortalecer y reconstruir las capacidades estatales y societales para una adaptación climática. Sin embargo, esto únicamente funcionará si los movimientos sociales plantean sus demandas con determinación y presión política. Aunque en los últimos años creció significativamente, el movimiento por el clima concentra primordialmente en el norte global.
Debido a los masivos trastornos climáticos, la política aparentemente realista de “continuar como hasta ahora” será completamente inoperante con respecto a la realidad. Solo mediante unas profundas transformaciones en el modo de producción y en las estructuras de propiedad, con una participación democrática y un enfoque internacionalista se logrará una adaptación climática que favorezca a las mayorías.
La adaptación a los efectos del cambio climático habría que comprenderla de manera global. Aparte de la adaptación explícita se tendría que reforzar la adaptación implícita. Las medidas explícitas son de carácter constructivo y técnico. Se optimizan los diques elevando su altura, se reconvierten suelos sellados en superficies permeables, se crean espacios climatizados, se cultivan nuevas especies vegetales y se ponen en práctica conceptos de ciudades esponjas. Son medidas indispensable. Salvarán vidas y se se mantendrán habitables sitios especialmente afectados por la crisis climática.
No obstante, la adaptación implícita transciende esas medidas y enfoca las condiciones sociales, determinantes para los efectos de la crisis climática y que son factores causantes de unas condiciones de vida desiguales. Combina la protección frente a las consecuencias inevitables de la crisis climática y la prioridad son las personas más afectadas. Hay que luchar porque abren puertas para construir una sociedad más igualitaria.
Ahí se incluye la modernización energética de las viviendas de protección oficial, la expansión del sistema de salud y el fomento de una agricultura ecológica con métodos de cultivo adaptados a la región y relaciones solidarias entre la ciudad y sus alrededores, en cuanto al suministro de alimentos y la promoción de huertos colectivos.
A escala global, es importante eliminar las políticas anti-migrantes y garantizar la apertura de fronteras a migrantes y refugiados climáticos). Asimismo, es esencial el apoyo masivo al sur global para aliviar o reparar los daños climáticos y renunciar a una política climática que socava la capacidad de adaptación, como ha sido el fomento y promoción de una movilidad eléctrica intensiva en recursos.
Las medidas de justicia ecológica incluyen el desmontaje de grandes carreteras a favor de superficies verdes, la ampliación del transporte público y la mejora de las condiciones laborales en sectores como la construcción o la agricultura, más vulnerables frente a los fenómenos de crisis ecológicos. Finalmente, acortar la jornada laboral, lo que favorece las condiciones del ser humano y de la naturaleza. Los “aspectos igualitarios de la vida urbana ofrecen las mejores condiciones sociológicas y físicas para la conservación de los recursos y la reducción de las emisiones de CO2”, escribió Mike Davis hace más de diez años.
Acerquémonos otra vez al verano ultra-caluroso del año 2050, pero bajo otro designio. ¿Qué sería posible si una política de adaptación climática verdaderamente pusiera en el centro las condiciones de vida de las mayorías?
Por supuesto, las noches tropicales seguirían empujando a muchas personas al límite de su salud. Sin embargo, estaría garantizado el suministro de aire fresco y de oportunidades de enfriamiento para todo el mundo. Y se habrían tomado precauciones para los grupos más afectados. Una aplicación pública de alerta suministraría diariamente los datos meteorológicos reales, recomendaría medidas individuales de protección e informaría sobre los espacios fríos, fuentes de enfriamiento y suministros de agua potable más cercanos.
Mediante la re-naturalización de superficies selladas se crearían pasillos de aire fresco. Se entregarían tierras sin cultivar a proyectos sociales y culturales. Entre las construcciones nuevas, destacan las viviendas de protección oficial financiadas públicamente. Un modelo de espacio habitacional con viviendas adaptadas a las nuevas condiciones climáticas incuirían:
- Las necesidades energéticas y de enfriamiento son mínimas debido a una arquitectura inteligente y el empleo de materiales de construcción naturales
- Las fachadas cubiertas de vegetación sirven como mecanismo de enfriamiento.
- En los techos existen espacios verdes para el descanso y el encuentro social.
- Muchos bloques de viviendas tradicionales han sido saneados desde el comienzo de esta década. La socialización del parque de viviendas mantiene bajos los precios del alquiler habitacional protegidos.
- En los barrios y municipios hay estructuras democráticas en las que se decide sobre las futuras obras y el uso comunitario de los espacios. Los espacios climatizados y otros edificios, como iglesias, están abiertos a toda la población, con instalaciones especiales para personas mayores y personas con discapacidades, a las que se apoya activamente.
- La entrada a las piscinas al aire libre es gratuita.
- El tráfico de vehículos motorizados está proscrito en los centros urbanos.
- Se ha reducido el espacio total de superficie ocupado por calles y carreteras o estas se han convertido en amplias avenidas para bicicletas. Las edificaciones y superficies de aparcamiento de vehículos son ahora espacios verdes y huertos comunitarios.
- Sin embargo, muchas personas deciden vivir fuera de las grandes ciudades. Le resulta climáticamente más agradable. Esto es posible gracias a un sistema de transporte público rápido y fiable.
- Obviamente, no será un mundo sin problemas. Serán cada vez más frecuentes los sucesos meteorológicos extremos. La agricultura, la política forestal y la gestión del agua estarán inmersos en procesos de transformación masiva. Habrá que reaccionar constantemente a nuevas crisis y compensar los cortes de suministros y daños.
- Los países del sur global han de lidiar con dislocaciones sociales gravísimas, recibirán cuantiosos pagos de reparación por parte de los que antaño sacaron sus beneficios de la energía fósil. Una enorme cantidad de recursos se pone no solamente para la protección climática, sino también para la adaptación climática y para compensar daños y pérdidas.
Aquí se percibe claramente la envergadura de este esbozo utópico en un mundo en que los impactos climáticos deben ser afrontados solidariamente y en beneficio de todos. Sería otro mundo, un mundo radicalmente transformado. Sin una perspectiva global, una adaptación solidaria a los impactos climáticos es imposible. La visión de una ciudad con justicia climática en el año 2050 muestra lo que podemos ganar: una perspectiva de esperanza que acepta los desafíos, que no los niega o los desplaza psicológicamente, y un futuro por el que vale la pena luchar.
Los autores
Ulrich Brand, profesor de Política Internacional en el Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Viena, Austria. En español, publicó Salidas del laberinto capitalista: decrecimiento y posextractivismo con el economista Alberto Acosta (Tinta Limón/Fundación Rosa Luxemburgo, 2018).
Barbara Fried, jefa del comité editorial de la revista Luxemburg-gesellschaftsanalyse und linke praxis y vicedirectora del Instituto para el Análisis Societal de la Fundación Rosa Luxemburgo. Activa en el la Red Care Revolution e investiga sobre cuestiones de trabajo del cuidado y feminismo.
Hannah Schurian, científica social. Trabaja en el Instituto para el Análisis Societal de la Fundación Rosa Luxemburgo. Forma parte del comité editorial de la revista Luxemburg-gesellschaftsanalyse und linke praxis.
Markus Wissen, politólogo y profesor de ciencias sociales en la Escuela de Economía y Derecho de Berlín. Publicó, entre otros, el libro Modo de vida imperial-vida cotidiana y crisis ecológica del capitalismo (2017) con Ulrich Brand, editado en castellano por Edición Tinta Limón.
Rhonda Koch, ha estudiado filosofía, milita en el partido alemán DIE LINKE y forma parte del comité editorial de la revista Luxemburg-gesellschaftsanalyse und linke praxis.