Por Javier Molins
16/08/2016
Es el principal exponente de la pintura abstracta actual y su obra, que ha superado en diversas ocasiones el millón de dólares, se basa en la geometría y en la combinación de franjas verticales y horizontales. Afincado en Estados Unidos, al reconocido artista de 70 años le espera un año lleno de exposiciones por todo el planeta.
Sean Scully (Dublín, 30 de junio de 1945) se ha mudado de Manhattan a Tappan, una exclusiva área residencial situada a 40 minutos en coche del centro de Nueva York y poblada por gente que huye de las hordas de turistas que invaden zonas antes más propias de artistas como el Soho, Tribeca o Chelsea. Allí tiene de vecino al actor Bill Murray y cuando uno llega a la que supone que es la dirección en la que debe estar su taller, nada parece indicar que esa enorme y moderna nave rectangular sea el lugar de trabajo de un artista. Sin embargo, hay un detalle que desentona. Frente a la nave se encuentra una estructura metálica con formas geométricas que está siendo regada por un aspersor. Sólo un creador puede querer oxidar ese amasijo de metales que compone una de las esculturas en las que Scully ha plasmado ese estilo suyo caracterizado por la geometría y que ha expuesto recientemente en el Château La Coste, en la Provenza francesa.
Aparece en ese momento en el jardín que rodea la nave con dos operarios a los que está dando las últimas instrucciones. “Voy a construir sobre ese riachuelo un puente como el que tenía Monet en la localidad francesa de Giverny”, suelta sin saludar. “Este terreno mide exactamente lo mismo que el que tenía Monet ¿No es increíble?”. Y es que cuando el irlandés está entusiasmado con una idea no hay quien lo pare.
Pasamos al interior de la nave que anteriormente alojó una empresa tecnológica con varias decenas de trabajadores. Scully se ha quedado con la planta de abajo y ha dejado el primer piso para su mujer, la también artista Liliane Tomasko. Ambos buscan la inspiración en la realidad e intentan transmitir emociones a través de sus obras. Ella es una persona más tranquila y pausada, algo normal en alguien que ha hecho de la esfera doméstica, de los enseres que nos rodean, el objeto de su obra. Y se define como una slow developer, es decir, como una persona que desarrolla una habilidad de forma pausada.
Esta forma de ser contrasta, y a la vez se complementa, con la de su marido quien tan sólo el año pasado tuvo que asistir a 12 inauguraciones de exposiciones suyas en medio mundo (una media de una al mes), en museos de ciudades tan dispares como Pekín, São Paulo, Venecia, Dublín, la alemana Rostock o Yakarta. Scully es, posiblemente, uno de los artistas vivos más demandados tanto por los museos como por el mercado, donde sus obras han superado en diversas ocasiones el millón de dólares. Sin embargo, este creador no tuvo una vida fácil.
“Nací en Dublín, donde vivíamos como gitanos sin un lugar adonde ir, cada seis meses nos cambiábamos de casa. Nos mudamos a Londres a los peores suburbios. Cuando cumplí cinco años, ya habíamos vivido en más de diez casas, por lo que tenía una clara sensación de inestabilidad”, confiesa desde la butaca situada en la parte central de su estudio y en la que se sienta para descansar y apreciar cómo evolucionan las obras sobre las que está trabajando.
Sean recuerda que su padre “era un persona muy agobiada, extremadamente infeliz. Podía estar sin hablarme durante diez días viviendo en la misma casa, lo que a mí me provocaba un constante dolor de estómago”. Cuenta todo esto con total normalidad hasta que, en un momento dado, con su sarcasmo habitual dice: “Por tanto, si lo comparas con mi vida actual, ahora soy completamente feliz” y se echa a reír a carcajadas.
Afirma tener un fuerte sentido de la moralidad forjado a través de varias generaciones. Su abuelo fue condenado a muerte por desertar del ejército británico. “Iba a ser fusilado a las siete de la mañana pero optó por ahorcarse en la celda”. Su padre también desertó durante la II Guerra Mundial, por lo que tuvo que ir a una prisión militar. “Vengo de una familia de gente que está acostumbrada a morir por sus principios”, señala.
Scully consiguió dejar atrás la precaria situación económica de su infancia con esfuerzo. Como reconoce, “en Inglaterra si te sacrificas, puedes conseguir cambiar tu vida. Cada escuela en Inglaterra tiene clases nocturnas gratuitas. Tenemos que estar orgullosos de ello. Yo estudié muy duro en la escuela nocturna y, al final, conseguí entrar en la Croydon School of Art”.
En 1973, realizó su primera exposición individual en la Rowan Gallery de Londres. Fue un éxito y vendió todas sus obras. La capital británica era, según Scully, “una ciudad llena de tentaciones, de motivos para no trabajar, de ironía, y donde cada semana había una fiesta”. Recuerda una noche que se encontró con Francis Bacon en una esquina de South Kensington. “Ambos íbamos borrachos pero él no se dio cuenta de que lo había reconocido. Era curioso ver a dos hombres que habían venido de Dublín y ambos habían tenido éxito como artistas y estaban uno al lado del otro totalmente bebidos sin hablarse. Así era Londres, una ciudad que ha tenido una gran riqueza durante miles de años de forma ininterrumpida, pero que atravesaba por una fase de decadencia, algo que también afectaba al arte”.
Vida en la gran manzana
El dublinés decidió trasladarse al lugar donde todo artista quería estar: Nueva York. Una ciudad dura en la que no todo el mundo puede mantenerse durante mucho tiempo pero, como afirma Scully sentado en la butaca de su estudio: “Yo soy un jodido luchador”.
“Cuando llegué a Nueva York mi trabajo se convirtió en muy minimalista –explica. Durante cinco años, hice pinturas extremadamente minimalistas. Era un miembro muy respetado de la comunidad artística de la ciudad, pero en 1980 rompí con esta tendencia artística. Ello conllevó la indignación de mis amigos creadores. La gente miraba mis nuevas obras y decía: ¿Qué demonios es esto? De repente introduje emoción, color, relación y títulos descriptivos como Corazón vacío, El bañista, Adoración… que no estaban permitidos en el puritanismo del minimalismo”. Sin embargo, después de esta primera reacción negativa, muchos otros artistas, como Peter Halley, siguieron el camino de Scully.
Sean hace una pausa en la conversación para comer un bocadillo de aguacate, una fruta originaria de México, país que conoce bien y que admira. “Me enamoré de México, visité sus ruinas y es una de las razones de que aprendiera español. Allí empecé a pintar con acuarelas por primera vez”. Los viajes han sido muy importantes en la vida y obra de este artista. Marruecos es otro destino que le ha marcado y al que acudió por primera vez con 24 años. “Vestía chilaba, dormía en el suelo, casi me convertí en parte del paisaje. Ese universo me inspiró de una forma tremenda. Volví intoxicado por la imaginería de Marruecos”. Algo que plasmó en muchas de sus obras.
Volvió al país africano en 1992 para grabar un documental de la BBC sobre Matisse. Allí coincidió con el escritor Paul Bowles. “Teníamos personalidades diferentes y no congeniamos mucho”, explica, pero confiesa que coincide tanto con el autor inglés como con Matisse en la pasión por las ventanas. “Son una enorme metáfora para mí. En ellas, tiene lugar lo que llamo la doble experiencia: estar dentro y mirar afuera, estar afuera y mirar adentro. Es un gran invento humano. No hay que olvidar que Window también significa en inglés oportunidad”.
Scully comparte con Matisse y también con Rothko el privilegio de haber diseñado una capilla que lleva su nombre. En el caso de Matisse se encuentra en la Costa Azul, Rothko la tiene en Houston y Scully la inauguró el año pasado en la iglesia de Santa Cecilia, al lado de la Abadía de Montserrat. El dublinés celebró la inauguración de esta intervención junto con su 70 cumpleaños en Barcelona, ciudad en la que posee un estudio y donde ha vivido varios años. En el evento se congregaron coleccionistas, críticos de arte, galeristas, directores de museos y amigos provenientes de todo el mundo.
Su obra ha sido objeto de más de 80 catálogos y en los meses de octubre y noviembre de este año inaugurará exposiciones en Guangzhou (China), Valencia, Nueva York, París y Londres. Los lienzos le esperan pero antes que nada tiene que ir junto con Liliane Tomasko a recoger al colegio a Oisin, su hijo de seis años que debe su nombre a un personaje de la mitología irlandesa. El resto puede esperar.