Honorato de Balzac escribió en su novela Un asunto tenebroso: “Un hombre de acción precipitada debía de estar al servicio de un pensamiento único, del mismo modo que entre los animales la vida, carente de reflexión, está al servicio del instinto”. A la inversa les sucede a los académicos, que de tanto trajinar con multitud de ideas al final se quedan sin ninguna. Solo el genio hace posible el florecer de las ideas y el desgranar de las teorías.
Me atrevo a colocar en esta última categoría a Samuel Huntington, un académico estadounidense de la segunda mitad del siglo pasado que, gracias a su lucidez, les ha sido de mucha utilidad a los científicos sociales y a los sectores pensantes del mundo, a pesar de ser polémico y de la incomodidad que les provocan sus juicios a los sectores más liberales del establishment norteamericano y a muchos diletantes sociólogos y politólogos latinoamericanos, muy justos e igualitarios a punta de verbos y adjetivos para desconstruir.
Huntington ha sido vital para ayudar a comprender la realidad política volátil de los países en desarrollo y los grandes desafíos políticos, económicos y culturales que enfrenta occidente con tres de sus más importantes obras: El orden político en las sociedades en proceso de cambio; El choque de civilizaciones, y ¿Quiénes somos? Desafíos a la identidad nacional estadounidense.
Este último, escrito en 2004, luego de los trágicos sucesos de 11 de septiembre del 2001, que acicatearon la dignidad nacional estadounidense, humillada con los atentados que derribaron las Torres Gemelas, y ya previamente sacudida con todos los procesos que cambiaron el mundo: la caída del muro de Berlín, el fin del comunismo, el calentamiento global, el establecimiento generalizado de Internet y el auge de la era de la revolución tecnológica digital, que provocaron una distinta cosmovisión, un desplazamiento y movilización inusual, y una nueva mentalidad.
¿Qué somos? y ¿Qué no somos?
El libro consta de cuatro partes; en la primera Huntington se formula varias preguntas, dos de ellas ¿Qué somos? y ¿Qué no somos? las cuales, junto con otras, responderá en su momento a lo largo de todas sus páginas. En esta primera parte, se plantea la justificación del estudio de la identidad nacional estadounidense, para dar paso después a la formulación de varias opciones que le dan cuerpo a toda la reflexión posterior. ¿Somos una nación universal basada en valores comunes a toda la humanidad?; ¿somos una nación occidental y nuestra identidad esta definida por nuestra herencia europea?, o ¿somos una alianza multicultural, bicultural o anticultural?
En la segunda parte se dedicará a desarrollar una reconstrucción histórica de la nación estadounidense y cuáles son los principios esenciales de su identidad. Dos escollos para la critica enfrentará desde un comienzo, al intentar definir los componentes de la identidad nacional estadunidense. El primero, la preponderancia que asigna a la cultura angloparlante y especialmente a la raza blanca como portadora única del ideario que da cuerpo a la institucionalidad, a la economía y al modelo de vida estadounidense.
El otro gran problema que tiene que enfrentar es el complejo monstruo de mil cabezas de la identidad o las identidades, cuya discusión, cargada en ocasiones de bizantinismo, hace perder la brújula de la razón hasta a el más cuerdo por la de la pasión, cuando en el prólogo confiesa al lector —quizás para adelantarse a lo controversial y a lo dogmáticamente culturalista de sus argumentos —, que en sus juicios podrán encontrar los lectores algunos visos acentuados de patriotismo.
Estados Unidos, país de colonos, no de inmigrantes
En mi opinión, uno de los aspectos más resaltantes de esta segunda parte es la validez de la argumentación que hace Huntington para deshacer esa verdad a medias, según sus propias palabras, de que Estados Unidos es una nación de inmigrantes. Esté país—dice Huntington— fue fundado por colonos venidos en los siglos XVII y XVIII, y no por inmigrantes.
Estas dos categorías se diferencian de forma muy notoria. Los colonos dejan una sociedad que ya existe con la finalidad de establecer una nueva. No así los inmigrantes, que no crean una nueva sociedad, sino que vienen a integrarse a una previamente formada. En el caso estadounidense fueron los colonos originales, irlandeses, alemanes e ingleses, quienes establecieron el sistema político, la valoración del trabajo y la religión. Los inmigrantes llegaron después y se asimilaron a los valores de una cultura ya establecida.
Cuando Huntington señala los peligros de la globalización, del multiculturalismo y de las inmigraciones en la actual crisis de transición de la civilización occidental, y sus efectos en la desconstrucción del modelo de vida americano y la supuesta identidad nacional basada en una cultura central anglo parlante, en lugar de utilizar la sabia herencia dejada por los fundadores: la democracia liberal y las ventajas de la economía de libre intercambio y los valores derivados de ellas —el estado de derecho, el amor al trabajo, el respeto a la autoridad, el honor a la verdad y la inviolabilidad de la vida y la ley— les deja un enorme boquete a sus enemigos y adversarios para que vulneren la defensa de sus fortalezas amparados en el multiculturalismo y la igualdad de derechos de las minorías.
Según Huntington, los Estados Unidos son el producto de una sociedad de colonos, no de inmigrantes; estos últimos durante siglos se adaptaron y asimilaron al modo de vida americano, especialmente porque entre 1852 y 1952 se implementaron políticas temporales que prohibían la inmigración a personas que no comulgaran con la cultura de los grupos protestantes. La inmigración siempre fue relativamente poca y controlada; su periodo de mayor auge operaría a partir de la Primera Guerra Mundial y después en la segunda, pero nunca alcanzó limites que pusieran en peligro o representaran, como hoy, una amenaza inminente para la estabilidad de la democracia y los valores de convivencia y seguridad que tanto prestigio han deparado a los Estados Unidos como nación.
Nación de individuos, no conglomerado de razas y culturas
Durante el siglo XX, Estados Unidos fue una nación de individuos con igualdad de derechos sujetos a una cultura central angloparlante que expresaba una entrega por convicción a los principios del credo liberal americano. Huntington ubica el inicio de la crisis en los años sesenta, cuando los valores de la supuesta identidad nacional americana los empezó a desconstruir una parte de la élite política junto con dirigentes de la sociedad civil, que abrieron camino a seguidores del multiculturalismo argumentando que Estados Unidos no era una comunidad nacional de individuos con una misma lengua, historia y credo, sino un conglomerado de razas y culturas que se definían por su afiliación de grupo y no por una nacionalidad común.
De nuevo, Huntington arremete contra el multiculturalismo como si fuera la causa fundamental de la desconstrucción de las bases de la sociedad americana, olvidando la concurrencia selectiva que han tenido en la construcción de esa sociedad las distintas razas que ayudaron a edificar ese país, desde grandes ejecutivos, directivos de empresas y personal altamente calificado y competente en diversidad de instituciones, pasando por los trabajadores decentes que son contratados por menores salarios o porque los nativos no desean los empleos que ellos toman.
Lo que no logra entender, o por lo menos no refleja comprender, es que los cambios operados mundialmente descompusieron todos los juegos de poder y de negocios, la correlación de fuerzas entre gobiernos democráticos y no democráticos, produjeron desplazamientos de unas élites por otras y principalmente han puesto patas arriba a las sociedades en vías de desarrollo, que ahora se encuentran más extraviadas que nunca para conseguir el camino a la democracia liberal, su fortalecimiento institucional y un modelo económico que ayude a creer a la gente y a tener esperanza de que un día puede llegar a cambiar su vida por mano propia.
Sin duda, quien va experimentar con mucha más violencia la arremetida de todo ese desmadre va a ser la sociedad de más oportunidades y estabilidad en un momento en que todo el mundo corre desconcertado y otros huyen como en las guerras, buscando amparo.
Limitaciones a la asimilación de los inmigrantes
Lo que sí analiza con mucha objetividad Huntington son las inmigraciones y lo que él denomina «el desafío hispano», que tiene en la falta de asimilación el principal de los enemigos del modelo de vida americano y en consecuencia de la estabilidad de la democracia más antigua y exitosa del mundo.
Huntington expone la amenaza que puede representar el proceso de asimilación en seis premisas: La contigüidad, expresada en el hecho de que la inmigración hispana, y principalmente mexicana, goza de una evidente cercanía que hace que los miembros de esa comunidad vayan y vengan y mantengan los lazos con sus familias y su país.
El número, la cantidad impresionante de personas que a diario cruzan la frontera con ánimo de instalarse en ese país. Los hispanos ya constituyen la primera minoría, lo cual implica grandes limitaciones a la asimilación, pues ellos mantienen su lengua y los principios y valores que llevaron consigo. La concentración regional; en el pasado los inmigrantes se mantenían dispersos, con lo que se facilitaba su asimilación; ahora se concentran por países en zonas; por ejemplo, mexicanos en California, Texas y Colorado, y cubanos y venezolanos en Miami.
La ilegalidad constituye una amenaza para el país. Los ilegales encuentran en la mayoría de los casos facilidades de empleo, residencia y asistencia medica que no pagan y utilizan en detrimento de las oportunidades y la atención de la salud de los nativos. El resentimiento, en el caso de los mexicanos, por la pérdida de sus territorios en el pasado, que dificulta aún más su asimilación; y finalmente la creación de enclaves diferenciados, que inducen a pensar en dos sociedades diferentes.
En conclusión, según Samuel Huntington, la aceptación del multiculturalismo con sus nuevos escenarios por una parte de la elite estadounidense y la cantidad masiva, creciente y sin controles de la inmigración hispana, dificultan la asimilación a la cultura original de los norteamericanos y ha propiciado un proceso de desconstrucción que podría acabar por transformar a los Estados Unidos en dos países diferentes.
Tal como percibo el asunto, y contrariando al eminente profesor de Harvard, yo no ubicaría el problema en la mal llamada identidad nacional estadounidense, ni en la defensa de la cultura angloparlante, ni en el multiculturalismo, ni en la inmigración, que ahora con la globalización seguirá su flujo indetenible. Más bien me detendría a hacer una profunda revisión y reingeniería en este nuevo ciclo histórico para corregir fallas, carencias y controles de la democracia norteamericana y de su política exterior, haciéndola más inspiradora, y prestaría ayuda tecno-política para reformatear las democracias del tercer mundo y ensayar de nuevo una especie de Alianza para el Progreso que obligue a pensar en el trabajo, la producción y la riqueza a los habitantes del subcontinente.