Vijay Mishra, Murdoch University
La Institución Chautauqua, al suroeste de Búfalo, en el estado de Nueva York, es conocida por sus conferencias de verano y por ser un lugar al que acuden personas en busca de paz y serenidad. Salman Rushdie, el gran escritor e influyente intelectual público, ya había hablado en este centro. El viernes 12 de agosto, fue invitado a hablar sobre un tema que le resultaba muy familiar: la difícil situación de los escritores (en este caso de Ucrania) y la responsabilidad ética de los estados nacionales liberales hacia ellos. Rushdie ha sido un defensor a ultranza de la libertad de expresión a lo largo de su carrera. Entre los cerca de 2 500 asistentes a la Chautauqua se encontraba Hadi Matar, de 24 años de edad, de Nueva Jersey, que saltó al escenario y apuñaló a Rushdie en el cuello y el abdomen.
La fatwa y el espectro de la muerte
Fue hace más de 30 años, el 14 de febrero de 1989 (día de San Valentín), cuando el ayatolá Ruhollah Jomeini, de 88 años, entonces gobernante espiritual de Irán, condenó a Rushdie a muerte mediante una fatwa, una sentencia legal en virtud de la sharia. Su delito fue la blasfemia contra el profeta Mahoma en su novela Los versos satánicos, en varios niveles.
El más grave fue la sugerencia de que Mahoma no fue el único receptor del mensaje del ángel Gibreel (Gabriel), sino que el propio Satanás intervino en ocasiones para distorsionar ese mensaje. Esto, por supuesto, se presenta como recuerdos alucinatorios del personaje aparentemente trastornado de la novela, Gibreel Farishta. Pero debido a la creencia común en la identidad compartida de autor y narrador, se considera que el autor es responsable de las palabras y acciones de un personaje. Y así, el autor fue condenado.
La blasfemia contra Mahoma es un delito imperdonable en el islam: una especie de santidad divina rodea al profeta del islam. Esto último se recoge en el conocido dicho farsi “Ba khuda diwana basho; ba muhammad hoshiyar” (“tómate las libertades que quieras con Alá; pero ten cuidado con Mahoma”).
Desde la fatua, el espectro de la muerte ha seguido a Rushdie, y él lo sabía, incluso cuando el Gobierno iraní retiró ostensiblemente su apoyo a la fetua. (Pero sin el importante paso de conceder que una fatwa de un cualificado erudito del islam –que era Jomeini– podía ser revocada). El propio Rushdie no se había tomado en serio las ocasionales amenazas contra su vida. En los últimos años había vivido con más libertad, prescindiendo a menudo de guardias de seguridad para su protección.
Aunque Rushdie ya no está conectado a un respirador, sus heridas siguen siendo graves. Puede perder un ojo y quizás incluso el uso de un brazo. Se recuperará, pero parece poco probable que vuelva a ser el cuentista de antaño (como lo conocí durante mis visitas a la Universidad de Emory, Georgia, donde durante cinco años, entre 2006 y 2011, fue escritor residente temporal, y donde se había instalado su archivo).
Las líneas de falla entre Oriente y Occidente
No sabemos qué motivó a Hadi Matar a actuar de la manera en que lo hizo, pero su acción no puede desvincularse de la fatwa de 1989, de la que informa la revista Time en un ensayo principal titulado Perseguido por una fe furiosa: La novela de Salman Rushdie abre una brecha entre Oriente y Occidente.
Rushdie llegó a la portada de Time el 15 de septiembre de 2017, cuando la revista le hizo un perfil y elogió su nueva novela, La casa de oro. En el perfil, Rushdie reflexionó sobre el efecto de la fatwa y la controversia en torno a Los versos satánicos en la percepción que la gente tiene de sus escritos. El humor de sus libros se pasó por alto, dijo, y sus obras posteriores empezaron a adquirir la “sombra del ataque” de los Los versos satánicos.
Los versos satánicos se publicó hace más de 30 años, algunos años antes de que naciera el agresor de Rushdie, Hadi Matar. Pero el insulto al islam que sienten los detractores de Rushdie parece haber perdurado a pesar de las décadas transcurridas.
El debate en curso sobre Rushdie (como insinuaba el ensayo de Time de 1989 sobre la fatwa) ha puesto al descubierto líneas de fractura entre Occidente y el islam que antes permanecían ocultas. Estas líneas de fractura insinuaban una diferencia radical entre lo que constituye la responsabilidad artística en Occidente y en Oriente (este último definido en sentido estricto como el Oriente islámico y lo que V. S. Naipaul llamó las naciones de los “conversos” islámicos).
Este discurso de la diferencia radical ya se había introducido en la erudición humanista europea, como recogió Edward Said en su magistral libro de 1979, Orientalismo. Muchos han argumentado que Los versos satánicos de Salman Rushdie dieron al debate un enfoque, y un objeto tangible que podía señalarse como ejemplo definitivo del antagonismo de Occidente hacia el islam.
Para la mayoría de los lectores que valoran la relativa autonomía de la novela como obra de arte, esta es una lectura falsa, incluso engañosa, del carácter mediático de la relación entre el arte y la historia. Pero como demuestra el reciente apuñalamiento de Rushdie, la lectura sigue siendo potente.
Lamentablemente, Rushdie es identificado de forma abrumadora (por algunos) con sentimientos antiislámicos. Esto ha desviado la atención de sus logros como escritor de algunas de las mejores novelas escritas en el largo siglo XX, un gran escritor cuyo nombre se propone regularmente como probable receptor del Premio Nobel de Literatura.
Más que un escritor
Salman Rushdie, musulmán indio, nació en un hogar musulmán laico y creció entre libros y cine. El viejo deseo de su padre, Ahmed Rushdie, era reorganizar el Corán cronológicamente.
Rushdie nació unos meses antes de que la India obtuviera su independencia. La India que conoció antes de irse a un prestigioso internado inglés, Rugby, en 1961, era la India incuestionablemente laica de Nehru. Esa visión liberal nehruviana, que la India parece haber perdido ahora, guió su escritura y fue la inspiración del espectacular éxito de su segunda novela, ganadora del premio Booker, Hijos de la medianoche (1981), y de la aclamación de la crítica que siguió a sus novelas más creativas, a saber, Vergüenza (1983), El último suspiro del moro (1995), El suelo bajo sus pies (1999) y La encantadora de Florencia (2008).
Al igual que otro escritor de la diáspora india mundial, V. S. Naipaul, Rushdie había llegado a Occidente con el propósito expreso de convertirse en novelista. La fatwa lo convirtió dramáticamente en algo más que un escritor: de hecho, en un icono cultural que representa la importancia de la libertad de expresión de un escritor.
Esta reivindicación de la libertad es diferente de la libertad de expresión general de la que gozan todos en las democracias liberales. La libertad de un escritor es de otro orden. Es una libertad que se gana con el trabajo y la excelencia artística. Esta libertad es condicional: no está disponible para cualquier escritor. Hay que ganársela, entrando en el canon de la literatura mundial, aunque no necesariamente en términos de una definición europea de literariedad. La obra de Rushdie indica que se la ha ganado.
Pero no podemos dejarlo así. La experiencia de Rushdie también plantea el reto de cómo negociar esa libertad entre culturas, especialmente con culturas gobernadas por absolutos morales y religiosos cuidadosamente definidos.
La violenta histeria engendrada por el tratamiento mágico de Mahoma por parte de Rushdie en Los versos satánicos se limitó finalmente a una pequeña minoría. Pero a menudo es esta pequeña minoría la que no lee los absolutos de forma alegórica, como se pretende.
El incidente de Chautauqua no debería haber ocurrido, pero ocurrió. Es un precio que el arte paga periódicamente, especialmente cuando se toma como chivo expiatorio fácil de diferencias históricas más complejas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.