No podríamos entender la rebelión del grupo mercenario Wagner, encabezada por el multimillonario Yevgeny Prigoschin, sin tomar en cuenta el sistema de dominación pacientemente construido en Rusia por Vladimir Putin. Un sistema que reposa sobre cuatro pilares.
El primero está constituido por una red de servicios secretos más el aparato policial estatal controlado directamente por el dictador. El segundo es el ideológico, encomendado por Putin a la reaccionaria Iglesia Ortodoxa rusa, en cuya cúspide se encuentra un siniestro monje, una especie de Richelieu a la rusa, eslavista y rusista hasta los huesos, llamado Kiril, para quien Putin es un enviado de Dios para resucitar a la Santa Rusia.
El tercer pilar lo integran los llamados oligarcas, millonarios salvajes a los cuales les está permitido enriquecerse sin límites. La única condición es que no metan en los salones del poder político.
El Ejército es el cuarto y está dividido en dos segmentos: el profesional y el mercenario.
Los cuatro pilares no están separados, inevitablemente se cruzan entre sí. El círculo más íntimo del dictador tiene acceso a esos cuatro poderes. Entre varios, Dimitry Medvedev, un millonario cuyo hobby es hacerse construir mansiones lujuriosas, tiene también acceso privilegiado a los servicios secretos.
Un sádico que se persigna y solloza ante la tumba de sus mercenarios
A ese círculo pertenece –o pertenecía originariamente– el oligarca Prigoschin. Amigo íntimo de Putin, su hombre de confianza en San Petersburgo, dueño de una cadena interminable de restaurantes (por eso lo apodan «el cocinero de Putin»), de casas de juegos e incluso de prostíbulos. Además, es un ferviente religioso (suele persignarse sollozando frente a las tumbas de sus soldados).
Su método de guerra es dar carta libre a sus huestes (expresidiarios, desalmados de toda laya) para que se repartan el botín de las ciudades asaltadas, y ahí cometer todos los crímenes y aberraciones sexuales que se les ocurran, como aconteció en Bucha y otras ciudades de Ucrania.
Basta escucharlo un par de minutos para darse cuenta de que estamos frente a un sádico de primer orden. No obstante, o quizás por eso, mantiene contacto directo con altos oficiales del Ejército oficial.
Prigoschin era, dicho en breve, “un poder dentro del poder”. Esto es importante retenerlo, aunque sea por lo siguiente: el conflicto del sábado 24 de junio fue, antes que nada, entre dos poderes: el ejército oficial y el mercenario. Un conflicto que originó una escalada que llevó a Prigoschin a chocar con la cúspide del poder y su propio protector: Putin.
De ese choque solo conocemos una parte. Las demás permanecerán en la oscuridad y quizás nunca se conozcan. Pues bien, a partir de lo que sabemos, podemos inferir algunos hechos que parecen innegables. Por ejemplo, que se trata de un conflicto de larga duración entre Prigoschin y el Ministerio de Defensa personificado en el general Sergei Schoigu.
Sabemos también que en ese conflicto, hasta el sábado 24 de junio, Putin aparentaba mantenerse al margen. La razón es que ambos ejércitos, el profesional y el mercenario, son insustituibles en sus planes de expansión y, de hecho, a ninguno de ellos quiere renunciar.
Un «heroico Ejército Rojo» y un lumpen-uniformado
El ejército profesional –en el imaginario popular– es heredero de las “gloriosas” tradiciones del Ejército Rojo a las que en Rusia se le rinde un culto cuasi religioso. Como todo ejército, mantiene sus ritos, sus códigos, sus valores. Para sus generales, la guerra es una ciencia o un arte. No así para el ejército mercenario de Prigoschin, al cual ven los altos oficiales del ejército oficial como un lumpen-uniformado con el cual no conviene codearse.
Sin embargo, visto el tipo de guerra que ha llevado a cabo en Chechenia, en Mali y en Siria –a saber, si no genocida, por lo menos de exterminio poblacional–, ese ejército de delincuentes a sueldo es absolutamente necesario para Putin.
Probablemente Wagner sea el primer ejército del mundo que tiene como objetivo preferencial destruir a la población civil, incluyendo ancianos, mujeres y niños. Un ejército de mercenarios, a diferencias de un ejército profesional, que no está sujeto a ninguna regla que no sea a la obediencia ciega al caudillo superior, en este caso Prigoschin. “Un señor de la guerra” para ese lumpen militar. Además, como no están sujetos a reglas, pueden saltarse todas las convenciones internacionales sobre derechos de guerra. Naturalmente, el ministro de Defensa, Schoigu, se debe por rango y oficio al ejército oficial.
En la primera fase de la guerra a Ucrania, la llamada “operación especial”, a Putin convenía más utilizar las fuerzas mercenarias que las profesionales. El problema es que el cada vez más sofisticado armamento del que hacen uso los ucranianos, más la excelente formación de sus oficiales, lo ha obligado a privilegiar la guerra convencional por sobre la irregular practicada por el ejército mercenario.
Una asonada militar que asomó las grietas
Ese cambio implicaba, si no eliminar, al menos subordinar el ejército mercenario a profesional. Debía actuar las órdenes directas del Ministerio de Defensa y eso suponía, por supuesto, limitar el poder del potentado Prigoschin.
Pues bien, esa subordinación no podía ser aceptada por el gánster militar. Su argumento –por lo demás, cierto- es que sus destacamentos han llevado todo el peso de la guerra sucia, mientras en el Kremlin los altos generales “se dan la gran vida” (sic).
De tal manera, lo ocurrido el 24J no fue un golpe de Estado, como tan mal lo cataloga el periodismo occidental (un golpe de estado solo tiene lugar frente o dentro de la casa presidencial), ni tampoco una guerra civil, sino una asonada militar, en el clásico sentido del término.
Una rebelión del ejército mercenario en contra del ejército oficial que amenazaba convertirse en una rebelión directa en contra del gobierno de Putin. La población civil de la ciudad de Rostov, vitoreando a Prigoschin como si fuera un líder popular, debió ser una visión infernal para Putin, más todavía cuando en un rapto de delirante sinceridad Prigoschin se atrevió a decir que la guerra a Ucrania no se justificaba, que la OTAN nunca había sido una amenaza para Putin.
En un solo día Putin hizo dos movidas contrarias. Por la mañana, le declaró la guerra a muerte a Prigoschin acusándolo de traición a la patria (“una puñalada en la espalda de Rusia”). En la tarde decidió pactar con Prigoschin gracias a la mediación de un tercer criminal: Lucashenzko, desde Bielorrusia.
El conflicto de poder entre dos ejércitos no fue anulado, pero sí pospuesto. La sustancia provocó la asonada se mantiene, por ahora. Nadie sabe hasta cuándo.
Evidentemente, Prigoschin le tuvo miedo a Putin y a la vez, he aquí lo notable, Putin le tuvo miedo a Prigoschin.
¿Qué lo llevó a pactar con Prigoschin?
Prigoschin no pierde nada con su miedo. Su imagen de canalla está plenamente consolidada. Putin en cambio, pierde mucho prestigio como estadista, tanto hacia dentro como hacia fuera. Desmentirse en el plazo de un día es una hipoteca costosa para cualquier dictador, sobre todo para uno que intenta ostentar ante el mundo un poder absoluto, total e indiscutido. Putin perdió muchas plumas.
Hay una razón muy explicable: habría sido suicida abrir un foco de enfrentamiento militar dentro de Rusia en el marco de una guerra con Ucrania que está muy lejos de ser ganada.
Está por verse si Putin intentará recuperar la imagen perdida. Los gobiernos de Occidente tuvieron el buen tino de permanecer en sus butacas viendo la película sin emitir comentarios a favor o en contra de la asonada de Prigoschin. Aunque todos pensaran en que el poder de Putin ha mostrado grietas que no parecen ser superficiales. Algo obvio para cualquier gobierno democrático, pero no para un dictador ruso que quiere dárselas de fundador de un nuevo orden mundial.
Putin recibió muy pocos apoyos internacionales. Uno fue Erdogan, que seguramente lo hizo por razones geográficas, más la de uno que otro presidentillo de poca monta, entre ellos Maduro y Ortega, ya acostumbrados a lamerle el culo a cualquier dictador que tenga dificultades con Estados Unidos. Xi, al menos durante la rebelión de los mercenarios, no se pronunció. Pero nadie sabe lo que piensa un chino. Sobre todo cuando sus mejores clientes y consumidores no están en Rusia.
Como sea, las divisiones que se asoman en Rusia nunca habrían aparecido sin la tenaz, heroica y legítima resistencia de Ucrania. Ojalá los mandatarios europeos hayan tomado nota de esa realidad. Mientras más resista Ucrania, más se verá cuán grandes son las grietas de la dictadura rusa.
Putin, sin quererlo, nos ha enviado una buena noticia. Su invulnerabilidad, tanto política como militar, es un mito.