Germán Briceño C. /SIC
Endre Ernő Friedmann reunía dos talentos que, por separado, son ya en sí mismos una rareza. No solo fue un fotógrafo genial, tal vez el mejor fotoperiodista de guerra que jamás haya existido, sino que también era un escritor fuera de serie –además de un políglota consumado, un bon vivant empedernido y un paracaidista nato: capaz de saltar al vacío en plena oscuridad sin entrenamiento alguno–.
No es por lo tanto descabellado concluir que ese amalgamado virtuosismo artístico haya surgido en la cabeza de un hombre igualmente genial. Un tipo de espíritu aventurero y desenfadado que siempre hizo lo que le dio la gana, que es otra forma de decir que hizo aquello para lo que estaba predestinado por los dioses, con una devoción y una autenticidad envidiables.
Desde que tengo uso de razón, tal vez producto de ciertas furtivas incursiones vespertinas en los predios de la biblioteca de mi padre, en las que me dejaba tentar por los dorados lomos de los gruesos volúmenes y hojeaba –aun sin comprender demasiado– las obras completas de Churchill, la monumental crónica sobre el nazismo de William Shirer o las memorias de Albert Speer, comprendí que la Segunda Guerra Mundial había sido probablemente el acontecimiento histórico más trascendental de los últimos siglos.
Pocas veces antes y después del conflicto, el destino del mundo entero dependió en tal medida de quién resultara vencedor.
Esa incipiente noción cobraría luego vida en personajes de carne y hueso a través de una antología fotográfica, publicada por el grupo editorial Time-Life, que reunía las mejores fotos publicadas por la revista en el siglo XX. Entre ellas destaca un extenso muestrario de imágenes de los conflictos que plagaron ese turbulento siglo, y especialmente de la Segunda Guerra Mundial, en la que la información y los corresponsales que la cubrían jugaron un papel preponderante.
Las mejores, incluyendo unos soberbios y estremecedores primeros planos del desembarco de Normandía, en los que uno es capaz de percibir el fragor de aquella épica batalla que tuvo lugar en las inmediaciones de Omaha Beach, iban firmadas por un hasta entonces desconocido para mí Robert Capa, de quien inmediatamente me convertí en ferviente admirador.
Desde entonces he pasado muchas horas en distintos momentos absorto en sus fotos, que abarcan desde la Guerra Civil Española hasta el conflicto de Indochina, pasando por su extensa cobertura de los teatros bélicos en África, Europa y MedioOriente. He leído algunos de sus trabajos y bastantes cosas que se han escrito sobre Capa.
Un día ya lejano logré hacerme con un raro ejemplar de sus memorias de la Segunda Guerra, que llevan por título Ligeramente desenfocado y que incluye una selección de sus mejores instantáneas. Lo compré y lo puse en el anaquel de las lecturas pendientes, y allí permaneció acumulando polvo y durmiendo el sueño de los justos durante años, hasta que, unas semanas atrás, el caprichoso duende que guía mis desordenadas lecturas lo puso misteriosamente ante mis ojos.
Me adentré en esas páginas no sin algo de escepticismo, pues no creía posible que sus escritos pudieran equipararse a sus míticas imágenes. Pero, como en sus impactantes fotografías, me vi inmediatamente atrapado por unos textos que decían demasiadas cosas en pocas palabras, incapaz de leer más de unos párrafos cada hora, tratando de exprimir hasta la última gota de una escritura que, oscilando entre la seriedad y la levedad, resulta deslumbrante por su sutil humor y su elocuente sencillez.
Cuenta su biógrafo Richard Whelan que el precoz adolescente que terminaría convirtiéndose en una celebridad, no aspiraba a ser fotógrafo, quería ser escritor: periodista y autor de novelas. Como sucede con tanta frecuencia en tantas vidas humanas, las inescrutables vicisitudes del destino acabarían por llevarlo por otros caminos.
Nacido en Budapest en 1913, en el seno de una familia de sastres judíos, siendo un adolescente comenzó a sentir en carne propia los rigores del autoritarismo. Arrestado por oponerse a la satrapía del almirante Miklós Horthy, logró ser liberado gracias a la esposa del jefe de policía –fiel cliente de la sastrería paterna– con la condición de abandonar el país.
Así, inició los estudios de periodismo en Alemania. Obligado a abandonar la escuela por los avatares de la Gran Depresión, comenzó a trabajar en la prestigiosa agencia gráfica Dephot, propiedad de unos compatriotas suyos, donde fue ascendiendo hasta convertirse en aprendiz de fotógrafo.
Su primer encargo fue cubrir una conferencia del exiliado Lev Trotski en Copenhague a finales de 1932. El reportaje fue un suceso, pero el advenimiento de Adolf Hitler no le permitió saborear las mieles del éxito, y tuvo que emprender la huida. Luego de un breve interludio en Hungría encontró refugio en París.
Recuerda el mismo Whelan que en el otoño de 1934 conoció a Gerda Pohorylle, una joven judía alemana también refugiada en Francia. No tardaron en enamorarse y compartir sus aventuras.
En la primavera de 1936, viéndose en aprietos económicos, urdieron una audaz estratagema para conseguir trabajo: crearon un personaje ficticio. Se trataba de un furtivo y talentoso fotógrafo estadounidense a quien decían representar, su nombre era Robert Capa. El truco funcionó y las agencias acogieron con beneplácito las fotos del escurridizo y brillante Capa. Cuando se descubrió el ardid, a Friedmann no le quedó más remedio que meterse en la piel del legendario Capa hasta el final de sus días.
Con el bagaje de un nuevo nombre y una nueva reputación, la pareja decidió probar suerte en la encarnizada Guerra Civil Española. Con una mezcla de audacia y buena estrella, Capa logró hacer algunas fotografías que forman parte de la iconografía más emblemática del conflicto.
El éxito, que casi nunca suele llegar solo, quiso cobrarles un precio fatídico. Gerda, que por entonces y para no quedarse atrás había tomado el apellido Taro, prestado del artista japonés Taro Okamoto, sufrió un fatal accidente, al ser arrollada por un tanque republicano mientras cubría los combates de Brunete. Quienes le conocieron cuentan que Capa jamás se recuperó de ese golpe.
Es posible que desde entonces la pena que llevaba por dentro se tradujera en una actitud de desparpajo ante el riesgo y la muerte. En todo caso sus crónicas no son el reflejo de un hombre melancólico o abatido. Por el contrario, destilan un espíritu agradecido y generoso, abierto a los retos y aventuras, salpicado de unas humoradas tan desopilantes e inesperadas que no dudo tendrán algo que ver con la idiosincrasia del judaísmo magiar. Son la imagen de un hombre afortunado al que nada le salía como esperaba, pero al que, gracias a una providencial buena suerte, todo acababa por salir como debía.
No solo captó la guerra desde la primera línea de batalla, sino también a partir de los testimonios de la gente de a pie que prestaba su invaluable servicio civil desde las sombras de la retaguardia, en las calles y los refugios antiaéreos, en las iglesias y las casas de familia, en los hospitales y los campos.
Esas correrías reporteriles le permitirían codearse con grandes nombres del periodismo y la fotografía, entre quienes se encontraban fotógrafos como David Seymour y Henri Cartier-Bresson (junto a los que fundaría la prestigiosa agencia Magnum, en alusión a las grandes botellas de champagne a las que era tan aficionado), y los premios Nobel de literatura John Steinbeck o Ernest Hemingway. Con este último, que mostraba ante las tropas alemanas las mismas agallas que luego vertía en sus reportajes desde el frente de batalla, llegaría a confraternizar hasta el punto de convertirlo casi en su padre adoptivo, quien tutelaría los primeros escarceos literarios de Capa.
Su hermano menor, Cornell Capa (que evidentemente no podía dejar de adoptar el nombre artístico familiar) siguió los pasos de Robert en la fotografía. Contó que Robert se había propuesto el quijotesco proyecto de retratar el infierno creado por el hombre y para el hombre: la guerra. En esa cruzada tomó fotografías inefables y casi imposibles, en las que en sus palabras capturaba el polvo, el humo y la muerte que la guerra iba dejando a su paso.
Más tarde confesaría, que pocas reflejaban la tensión y el drama de la batalla que pudo observar con sus ojos. Los cruentos, terribles y nada espectaculares que son los combates en realidad.
También fue testigo de que la guerra, con su ominosa promesa de una muerte inminente, permitía a muchos descubrir su alma. En las interminables noches en vela, en la soledad de un vuelo antes de saltar en paracaídas al campo de batalla, en las madrugadas antes de un arriesgado desembarco, las horas y la incertidumbre se hacían eternas. De calma insufrible en anticipo de la tempestad, de estómagos transidos de ansiedad y cartas de despedida. Una espera de la muerte sin impaciencia antes de ser arrojados a un cielo encapotado o a un mar encrespado que agudizaba las náuseas de la contienda.
Pocas batallas han tenido un comienzo tan dramático y tremendo como el que aconteció en las playas de Normandía en las primeras horas del 6 de junio de 1944, con miles de soldados atrapados entre un mar erizado de hierros y las ametralladoras alemanas que los acribillaron desde las alturas.
Capa se embarcó en una de las lanchas de la primera avanzada. Jamás pudo llegar a poner un pie en tierra firme, en esa sección de la playa irónicamente bautizada como Easy Red. Permaneció agazapado bajo el fuego enemigo en la línea de la costa y, al cabo de seis horas frenéticas en las que disparó el obturador casi sin mirar, logró ponerse a salvo en un buque-enfermería que regresaba después de recoger heridos. Fue de los pocos partícipes de esa primera oleada que vivió para contarlo.
El remordimiento por lo que pensaba que había sido una cobarde huida motivada por el instinto de supervivencia no lo abandonaría jamás. Quizás por eso, para redimirse de esa presunta cobardía, a partir de ese momento actuó con mayor temeridad.
Siete días más tarde supo que las fotografías que tomó aquella mañana eran consideradas las mejores del desembarco. Sin embargo, un emocionado técnico de laboratorio había aplicado demasiado calor al secar los negativos, de manera que las emulsiones se fundieron y ante los estupefactos ojos de la oficina londinense de LIFE. Solo sobrevivieron 8 de las 106 imágenes de la épica jornada. Para disimular el garrafal error, en el pie de página que acompañaba a las instantáneas, se decía que a Capa le había costado mantener el pulso en el fragor de la batalla.
Se paseó incólume por las trincheras de la guerra civil española, salió ileso del desembarco de Normandía, uno de los asaltos más temerarios y encarnizados de los anales bélicos, llegó con las tropas al corazón mismo de la Alemania nazi, pero no pudo evitar pisar una artera mina personal en una tórrida y olvidada vereda de la guerra de Indochina, en mayo de 1954. Seguramente murió como había vivido, sin darse por enterado del peligro por hacer una buena foto, aprovechando el momento sin reparar en los riesgos, en el pasado o el porvenir, sin miedo a la vida ni miedo a la muerte.
En 1947, con la publicación de «Ligeramente desenfocado», Capa vio consumado su mayor anhelo profesional: convertirse en escritor antes que fotógrafo. No pudo ocultar su satisfacción al ver impreso en el libro su título de crédito favorito: «Por Robert Capa, con fotografías del autor».
Leyendo sus palabras y observando sus estremecedoras imágenes (que muchas veces contrastan con unos textos salpicados de festejo, compasión, humor y desenfado ante el peligro y la adversidad) de pueblos y ciudades arrasados por la guerra que años después volverían a renacer, he recuperado la esperanza en que todo esto que hoy vivimos también pasará.
La crisis pandémica y sus secuelas llegarán a su fin, la guerra terminará, el mal será vencido. Los muertos serán llorados y los héroes exaltados. Las ciudades serán reconstruidas y los prados volverán a florecer. Desde dondequiera que nos contemple sé que el bueno de Robert Capa compartiría estos pensamientos.
En un homenaje póstumo, su amigo John Steinbeck escribiría: «La obra de Capa es en sí la imagen de un gran corazón y una compasión sobrecogedora. Nadie podrá ocupar su lugar».