Por María Jesús Hernández | Foto: Lino Escuris
10/09/2016
La defensa de los derechos de los indígenas la convirtieron en la persona más joven en conseguir el Nobel de la Paz. Han pasado 24 años desde entonces, pero su lucha no cesa. Por el camino: amenazas, intentos de descrédito y dos candidaturas a la presidencia de Guatemala.
Su voz fue el mayor altavoz del genocidio indígena en Guatemala. Su historia la de miles y miles de mayas que aún intentan encajar las piezas de una vida hecha añicos. Dos décadas después de los Acuerdos de Paz, la premio Nobel Rigoberta Menchú (Uspantán, Guatemala, 1959) continúa su lucha en busca de justicia -”no revancha”- con la defensa de los Derechos Humanos como bandera. Ataviada con su tradicional traje de colores y acompañada por su esposo Ángel -a quien presentó orgullosa y el que no dudó en sacar la cámara para fotografiarla en numerosas ocasiones-, la activista puso su testimonio al servicio de un ciclo sobre crímenes contra la humanidad en la Casa Encendida de Madrid. No defraudó.
Han pasado 36 años desde que una joven Rigoberta viera truncada su vida. La primera. Una vida donde torturaron y violaron a su madre, donde secuestraron y fusilaron a sus hermanos y donde quemaron vivo a su padre en el siniestro de la embajada española (la policía guatemalteca incendió la institución con 37 personas dentro). La recuerda con dolor, mucho dolor, pero con la satisfacción de que su lucha no ha sido en vano.
La misión estuvo clara desde el principio: pelear por aquel futuro que le robaron a ella y a toda su comunidad. “No buscamos revancha, esa no es la clave. Buscamos acreditar la verdad y legitimar a la víctima. Los victimarios siempre han negado los hechos. Han dicho que era ficción en la mente de los indígenas. Pero, las atrocidades están ahí y la justicia, por fin, caminó”, suspira aliviada.
Fue en 1985 cuando esta indígena k’iche plasmó los horrores sufridos en las páginas del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. La persecución, el acoso y las amenazas que siguieron a su publicación la llevaron al exilio. Pero también a ganar el Nobel de la Paz (1992) por su lucha en defensa de los derechos de los indígenas.
Fueron y siguen siendo muchos los obstáculos, pero tiene muy presente uno de los que más le ha marcado: La historia de Rigoberta Menchú y todos los guatemaltecos pobres, un libro que cuestionaba su biografía. Las palabras del “antropólogo gringo”, David Stoll, aún resuenan en su cabeza: “Rigoberta Menchú miente”.
A partir de aquel momento, “el ataque ha sido brutal”, denuncia. “La gente decía: Si miente la india más famosa cómo no van a mentir los demás”. Entre las cosas que llegó a asegurar Stoll destacaba que su padre se había inmolado junto al resto de compañeros en el siniestro de la embajada española.
Lejos de dejarse arrastrar y venirse abajo, se dirigió a los archivos para probar la verdad. Consiguió el expediente del siniestro, archivado a los 33 días, y se dirigió a la Corte. Incluso lo presentó en la Audiencia Nacional española. Treinta y cuatro años después llegó “la verdad jurídica” y Pedro García Arredondo, exjefe de la Policía, fue condenado a 90 años. Conclusiones: “Mi padre no era un guerrillero, el embajador Máximo Cajal no era guerrillero. No había ninguna trinchera en la embajada. No se autoinmolaron. Les cerraron las puertas. La orden era que murieran todos”.
La también premio Príncipe de Asturias de Cooperación (1998) reconoce que con esta sentencia “se quita una un peso histórico de encima y queda una verdad legítima”. Pero esta no es la única sentencia que arroja luz sobre el conflicto. Entre 2013 y 2016 en Guatemala se han celebrado juicios históricos contra la impunidad. “No es una cuestión de rencor, si tuviéramos rencores no pelearíamos por normas y leyes, lo haríamos de otra forma”. Eso sí, Rigoberta matiza que “un perdón por decreto tampoco”.
Cuenta a modo de anécdota que le han llegado a decir: “Pero señora Menchú, si usted es muy famosa, si tiene el premio Nobel, por qué sigue metiéndose en los problemas de aquí”. Mucho tienen que ver estas palabras con su aterrizaje en política. “Sufrí un coste muy alto cuando me metí en política”, confiesa. Presiones, amenazas , miedo, intentos de descrédito…
“Y no fue fácil. Me llevó nueve años formar un partido político. Me rebelé contra los que decían que los mayas nunca tendrían uno porque se necesitaba mucho dinero y eran muy manipulables… Pero insistí una y otra vez. Prometí que no sería un partido corrupto e intenté derribar las barreras del miedo. Al final lo conseguimos y… (suspira) aún me dan escalofríos, caminamos entre los grandes mafiosos del país”. Corría 2007.
Consiguieron participación, pero no la suficiente. En los primeros comicios quedó séptima fuerza y en los siguientes sexta (2011). Mechú se adelanta: “Sí, y la pregunta es: ‘¿Por qué no te apoyan los mayas?’. El sector económico, el político, el bancario y el militar han estado por encima de cualquier voluntad ciudadana. Yo les decía en campaña que no fueran víctimas ni se victimizaran, que tenían derechos. Pero había mucho miedo”, reflexiona.
“Guatemala nunca ha estado exento de las mafias corporativas. Tras el conflicto, muchos de los victimarios siguieron su carrera en las instituciones, por ello no se ha puesto interés en los Acuerdos de Paz”.
Denuncia que “ha continuado una cadena de vicios que han hecho mucho daño: la pobreza, la discriminación, la perversidad de las instituciones. Muchos militares están en la cárcel por ser cabeza de cárteles del crimen organizado, no por crímenes de lesa humanidad”. Por ello, pone el foco lo que queda por hacer: “Los acuerdos fueron un gran triunfo, pero la mayoría no se han cumplido. Hay que seguir la lucha”.