Por Carlos Gil de Andrés, historiador
l problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar”. Lo decía José Ortega y Gasset en las Cortes republicanas, en mayo de 1932. Para el filósofo se trataba de un problema irresoluble ante el que únicamente cabían soluciones parciales, como la autonomía: “Llevamos muchos siglos juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el conllevarnos dolidamente, es común destino”.
Un problema histórico, es cierto, pero no de muchos siglos. Las naciones y los movimientos nacionalistas son hijos -más o menos deseados- del siglo XIX. Durante la Edad Moderna no existía la nación española, ni la catalana, sino una monarquía hispánica de estructura horizontal, formada por reinos que conservaban sus propias leyes, instituciones, lenguas y costumbres. En el siglo XVIII los Borbones construyeron un Estado centralista, pero con una concepción patrimonial de sus reinos. Hay que esperar a la ocupación francesa de 1808, a la oportunidad política de las Cortes de Cádiz, para encontrarnos con una identidad nacional.
A lo largo del siglo XIX, el Estado puso en marcha un amplio proceso de construcción nacional. Pero los liberales españoles no lo tuvieron fácil. La inestabilidad política, los enfrentamientos armados y las guerras civiles recorrieron todo el ochocientos. La escasez de recursos públicos fue un mal crónico, con un sistema educativo raquítico y un servicio militar odiado por la población. Y el contexto internacional tampoco ayudaba. En la época de los grandes imperios coloniales, de la exaltación nacionalista y de la aparición de la opinión pública, España no contaba con empresas exteriores prestigiosas. Lo que tuvo fue el Desastre del 98, con las humillantes derrotas sufridas en Cuba y Filipinas, que dejó al descubierto algunas de las grietas por donde se fracturaría el Estado liberal. Una de ellas la llamada “cuestión nacional”, el desarrollo de movimientos nacionalistas con proyección política en Cataluña, el País Vasco y, en menor medida, Galicia.
En Cataluña se había mantenido viva, desde el siglo XVIII, la idea de una comunidad lingüística y cultural diferenciada, con tradiciones y raíces históricas propias. Esa identidad colectiva adquirió contenido político, por primera vez, en las ideas federalistas del Sexenio Democrático. Y se difundió, en un contexto de crecimiento económico e industrialización, durante la Restauración. En 1882 Valentí Almirall creó el Centre Català, una iniciativa federal superada, en 1891, por la fundación de la Unió Catalanista, la reunión de las entidades catalanistas alrededor de un programa, más conservador, fijado en las Bases de Manresa. Al terminar el siglo, después del desastre colonial, una parte creciente de la burguesía industrial y comercial catalana se distanció de los partidos dinásticos y buscó un espacio político propio, la Lliga Regionalista, impulsada en 1901 por dirigentes como Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó.
El nacionalismo catalán adquirió una nueva dimensión a partir de 1905, cuando las protestas por asaltos militares a los periódicos catalanistas confluyeron en Solidaritat Catalana, una coalición interclasista que consiguió un éxito impresionante en las generales de 1907. El 67% de los votos, 41 de los 44 diputados en juego. El nacionalismo catalán demostraba así la fuerza de un movimiento moderno de masas, bien arropado por unos símbolos identitarios cada vez más populares: la bandera cuatribarrada, el himno Els Segadors y la festividad del 11 de septiembre, la Diada Nacional.
La primera experiencia de autogobierno comenzó en abril de 1914, cuando se constituyó la Mancomunitat de Catalunya, presidida por Prat de la Riba y dominada por la Lliga hasta 1923. Poco antes se habían fundado otros partidos catalanistas como Acció Catalana, de ideología liberal, o la apuesta independentista de Estat Català, liderado por Francesc Macià. Todos ellos fueron perseguidos por Primo de Rivera, que no ocultaba que uno de los motivos de su golpe de Estado era terminar con la amenaza del separatismo catalán. En el verano de 1930, desaparecido el dictador, los firmantes del Pacto de San Sebastián tenían muy claro que uno de los puntos de su programa republicano tenía que abordar era “la cuestión catalana”.
En las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 triunfaron con claridad las candidaturas catalanistas, republicanas y de izquierdas, abanderadas por Acció Catalana y Esquerra Republicana. Antes de terminar el mes un decreto del gobierno provisional de la República sancionaba la creación de la Generalitat, el gobierno autónomo catalán. En agosto, en un plebiscito popular, el 99% de los votantes apoyaba el proyecto de Estatuto que, después de varias dilaciones y un largo debate parlamentario, fue aprobado por las Cortes en septiembre de 1932. El apoyo del Gobierno de Azaña fue una pieza clave del proceso autonomista. Y su caída el inicio de unas relaciones cada vez más tirantes entre Madrid y Barcelona. Las tensiones entre los gobiernos republicano-radicales, sostenidos por la CEDA, y la Generalitat, dominada por Esquerra Republicana, fueron creciendo a lo largo de 1934. El 6 de octubre, en medio del desafío revolucionario lanzado por los socialistas, Lluís Companys proclamó, en nombre de la Generalitat, el “Estat Catalá de la República Federal Espanyola”.
Lo que vino después es bien conocido. El procesamiento de Companys y sus consellers, la suspensión de la autonomía y varios miles de detenciones. Cuando volvió la hora de las urnas, en febrero de 1936, el triunfo del Front d’Esquerras fue incontestable. Llegó la amnistía de los presos y el restablecimiento de la Generalitat. Pero unos meses más tarde irrumpió el golpe de Estado militar que fragmentó al país en dos mitades y provocó una larga y sangrienta guerra civil. Al final, el triunfo aplastante del ejército de Franco fue también el del utranacionalismo español. Companys, entregado por los nazis, fue fusilado en octubre de 1940 en un paredón del castillo de Montjuic. La imagen más clara de un régimen dictatorial sanguinario que cimentó sus bases ideológicas, además del anticomunismo y el catolicismo, en la idea incuestionable de la unidad de España.
n los últimos años del franquismo se produjo en toda España un amplio proceso de movilización social y política que en Cataluña estuvo liderado por el catalanismo de izquierdas. El autogobierno se percibía como un paso más del camino hacia la democratización del Estado. “Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia” era el eslogan que reunió al antifranquismo catalán, a partir de 1971, en torno a la Assemblea de Catalunya, una amplia coalición de partidos políticos, sindicatos y grupos profesionales. En diciembre de 1975, después de la muerte de Franco, el protagonismo político le correspondió al Consell de Forces Polítiques de Catalunya. La llegada al poder de Adolfo Suárez, en julio de 1976, permitió la apertura de un proceso de reformas más abierto y tolerante que culminó con las elecciones generales celebradas en junio del año siguiente.
Los resultados electorales dibujaron un mapa político en Cataluña muy diferente al del resto de España. Las fuerzas socialistas (28,4%) y los comunistas catalanes del Partit Socialista Unificat de Catalunya (18,2 %) consiguieron casi la mitad de los votos. En tercera posición (16,8%) quedó el Pacte Democràtic per Catalunya, en el que se integraba Convergéncia Democràtica de Catalunya, el partido creado por Jordi Pujol. En cuarto lugar la Unión de Centro Democrático y mucho más lejos, con apenas representación, la Unió del Centre i de la Democràcia Cristiana, Esquerra de Catalunya y Alianza Popular. Las fuerzas políticas catalanas, incluidos socialistas y comunistas, compartían la reivindicación de autogobierno. Las imágenes de la Diada celebrada el 11 de septiembre de 1977 en Barcelona, con un millón de manifestantes en la calle, obligaron a Suárez a actuar. El 29 de septiembre un decreto-ley ordenó de forma provisional la constitución de la Generalitat. El Gobierno intensificó sus contactos con Josep Tarradellas, el presidente histórico de la Generalitat, con el que acordó su regreso del exilio. El 23 de octubre Tarradellas llegó a Barcelona, donde pronunció su famosa frase –“Ja sóc aquí”–, para recordar la legitimidad de su pasado histórico.
La maniobra de Suárez consiguió dejar en vía muerta una alternativa más rupturista, como la que propugnaban los socialistas y comunistas catalanes, y allanó el camino para que la futura constitución fijara los límites de la autonomía.
La Constitución de 1978, que declaraba al mismo tiempo “la indisoluble unidad de la nación española” y el derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones que la integran”, consiguió el apoyo del 90,5% de los votantes catalanes, con una participación similar a la del conjunto de España. El proyecto de autonomía, elaborado por la asamblea de parlamentarios catalanes, fue aprobado en el Congreso y recibió el voto afirmativo de un 88,1% de los electores que acudieron a las urnas el 25 de octubre de 1979. Llegaron así las primeras elecciones autonómicas catalanas, el 20 de marzo de 1980, con unos resultados inesperados para muchos. El primer puesto fue para la coalición nacionalista de Convergencia i Unió (Convergència Democràtica de Catalunya y Unió Democràtica de Catalunya), con el 27,8% de los votos. Por detrás quedaron los socialistas catalanes del PSC (22,4%), el PSUC (18,7%), la UCD (10,6%) y ERC (8,9%). El éxito de Jordi Pujol, candidato a la presidencia de la Generalitat de CiU, tenía que ver con su capacidad para ocupar el espacio del nacionalismo moderado de centro-derecha.
Comenzó entonces un período de hegemonía nacionalista en Cataluña que iba a durar más de veinte años. El primer gobierno en minoría de Pujol dio paso a las sólidas mayorías absolutas conseguidas en las siguientes convocatorias, entre 1984 y 1999. El liderazgo de Pujol se vio favorecido, de manera notable, por el proceso de negociación de las competencias estatutarias. CiU fue capaz de aglutinar el voto conservador y liberal y de representar, al mismo tiempo, los sentimientos catalanistas. Eso explica, en parte, el fenómeno del llamado voto dual.
El hecho de que un grupo significativo de electores catalanes, durante muchos años, dieran su voto al PSC en las elecciones generales y municipales, cuando la competencia política se percibía en términos de izquierda-derecha, pero al llegar los comicios autonómicos se abstuvieran o depositaran su confianza en CiU, otorgando en este caso un peso mayor a la identidad nacionalista. Pujol representaba, para un electorado sin una identidad ideológica marcada, una garantía de estabilidad y continuidad en la Generalitat y la defensa de los intereses de Cataluña frente a los gobiernos centrales.
El pujolismo terminó en las elecciones de 2003 cuando el PSC, que había obtenido más votos que CiU, aun con menos escaños, alcanzó el poder gracias a un acuerdo con ERC y con Iniciativa per Catalunya (IC), el llamado Gobierno Tripartito. A su frente estaba el socialista Pasqual Maragall, defensor de un federalismo asimétrico e impulsor de una reforma estatutaria que superara el marco autonómico existente desde 1980. El texto del nuevo Estatuto, de raíz confederal, fue aprobado por el Parlament en septiembre de 2005, por el Congreso, con algunas modificaciones, en marzo de 2006, y por el 73,9% de los electores catalanes, tres meses más tarde, en un referéndum con una participación muy baja.
Los resultados de las elecciones autonómicas celebradas en noviembre de 2006 permitieron la reedición del tripartito, esta vez con el socialista José Montilla al frente de la Generalitat. Pero al término de esa legislatura el escenario político en Cataluña cambió de manera sustancial. En julio de 2010 el Tribunal Constitucional publicó una esperada sentencia, motivada por un recurso del Partido Popular, que anulaba algunos de los artículos del nuevo Estatuto catalán y subrayaba que la definición de Cataluña como nación no tenía valor jurídico.
La sentencia fue el comienzo de una amplia campaña de movilización nacionalista en Cataluña, con una tensión secesionista que ha llegado hasta la consulta soberanista celebrada el 9 de noviembre de 2014. En medio han quedado las victorias electorales de CiU en las autonómicas de 2010 y 2012, esta última con muchos apuros, que han permitido la llegada al poder de Artur Mas. Y también los efectos más duros de la crisis económica y el malestar social provocado por la reducción de los servicios públicos, los casos de corrupción y el descrédito de la clase política.
Las grandes manifestaciones nacionalistas que han recorrido las calles de Barcelona, como la del 11 de septiembre de 2012, hacen visible un descontento ciudadano que en Cataluña encuentra la vía de expresión de una identidad nacional alternativa, visible y cercana. Lo decía Ortega y Gasset en mayo de 1932: “Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos; un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe”. Nada está escrito. Las identidades colectivas son múltiples, evolucionan, cambian y se reelaboran constantemente. La cuestión catalana no es un drama histórico, decía Manuel Azaña también en 1932, es un problema político. “La solución que encontremos ¿va a ser para siempre?”, se preguntaba delante de las Cortes republicanas: “Pues, ¡quién lo sabe! Siempre es una palabra que no tiene valor en la historia, y, por consiguiente, que no tiene valor en la política”.