Finalmente, supongamos, sucedió. En el día a día inmediato del ciudadano catalán tampoco se notó, de entrada, una transformación demasiado apreciable. La presencia de signos patrios españoles en Cataluña era ya francamente insignificante, poco más que alguna bandera en edificios oficiales, sobre todo del gobierno central, una minoría de los existentes
Lo más llamativo y omnipresente: las matrículas de los coches. Al fin, revirtiendo aquella humillación de Aznar en su segundo mandato, que las había unificado con la «E» a la izquierda por decreto, quienes tanto lo habían ansiado pudieron portar legalmente el «CAT», aunque, eso sí, arriba de la franja azul no pudieron ir las estrellitas amarillas de la UE y hubo que poner la bandera catalana: esa que el procès había hecho irrevocable, la estelada.
Hubo, naturalmente, un poco de lío inicial con los asuntos legales: policía, administración local y de Justicia, legislación. De entrada, haciendo de tripas corazón, hubo que declarar válida, como ley catalana, toda la española que regulaba desde puertos hasta salud pública, pasando por el procedimiento administrativo, el tráfico mercantil o el derecho penal.
Ningún parlamento, por hacendoso que fuera, habría podido elaborar todo ese corpus de normas de un día para otro. Luego se acometió la tarea, cuyo resultado fue paradójico, o no: la ley catalana, más allá de algunos matices, vino a recoger en sustancia los contenidos de la ley española de cuya tradición provenían no sólo sus artículos sino también quienes los escribían y los habían de aplicar.
También hubo sus más y sus menos con la economía: la financiación inicial necesaria en tanto se ponía a funcionar a pleno rendimiento la hacienda catalana se logró, como se logra siempre que uno tenga alguna posibilidad de responder en el futuro: sólo fue cuestión de pagar más intereses.
Los euros que cada cual tenía en sus bancos siguieron estando ahí, aunque las sedes de los bancos se trasladaran a Madrid, por lo de seguir teniendo recurso al BCE para apuntalar los balances. Las cosas que estaban en Cataluña, allí siguieron: hubo sus más y sus menos sobre las infraestructuras estatales, mientras se acordaba la valoración de las que se iban en el paquete y el traspaso de la deuda pública española que por tal razón le tocaba a Cataluña.
Nadie se salió del todo con la suya: ni España pudo cargarle a Cataluña todo lo que quería ni Cataluña desentenderse olímpicamente de los dineros pedidos por el Reino de España en los mercados financieros; fue en la hora de la verdad cuando alguno supo y entendió que el mundo no funciona así.
Con las mismas, pretensiones independentistas como quedarse con parte del Ejército, los satélites y otros activos estratégicos del estado español se revelaron ilusorias e impracticables.
Quien quiere tener un país distinto no puede pedirle a otro que comparta el núcleo duro del suyo. Tampoco el mundo va así. Y lo mismo ocurrió con los pasaportes: con motivo de la independencia catalana, España aprobó una reforma constitucional según la cual quien optaba por otra nacionalidad en virtud de un proceso de secesión perdía la nacionalidad española de origen y se quedaba sin su pasaporte de la UE, ligado a esa condición.
No se puede estar en misa y repicando, como recuerda el viejo refrán. Ahí vino la decisión más complicada para muchos, al chocar el interés personal (un pasaporte que es salvoconducto cuasimundial para el portador) con la querencia íntima (un pasaporte cuya validez hay que empezar a construir de cero pero que refleja el ser tanto tiempo anhelado). Los entusiastas y aquellos a quienes pudo la vergüenza hicieron el sacrificio; otros muchos no.
Y así Cataluña comenzó con millones de españoles en su territorio, lo que provocó la primera gran crisis: cómo considerar funcional la democracia en un estado en el que una porción enorme de la población es súbdita y ciudadana de una potencia extranjera. Como en el cuento de la lechera, todo era mucho más fácil en los libros blancos de los asesores para la transición nacional.
Luego vinieron las rebajas del PIB: al poner las cosas a rodar, se supo realmente cuánto del PIB catalán dependía del vínculo con España, del amparo y la cobertura del Estado español que era la cara de la cruz de la solidaridad interterritorial tan denostada por el independentismo.
Los centros económicos que desde Cataluña atendían el mercado español vieron mermar su facturación, y aunque se trató de presentar como una represalia indigna, el gobierno español contraatacó y sostuvo que simplemente favorecía los intereses de sus ciudadanos y empresas, como legítimamente hace cualquier estado. La ampliación de la fábrica navarra de Volkswagen, y la nueva factoría vallisoletana del grupo, donde se trasladó buena parte la producción de Seat, una marca impregnada de carácter español y fuertemente orientada al mercado ibérico, fue un movimiento de manual, que nadie podía reprochar al gobierno de Madrid que favoreciera con generosos incentivos.
La potenciación del puerto de Valencia, como sustituto ventajoso del de Barcelona (a doscientas millas menos del canal de Suez y del estrecho de Gibraltar) se situó en las mismas coordenadas. Como la negociación a cara de perro del contrato de suministro de energía eléctrica y de gas desde el sistema integrado español al catalán, dependiente de infraestructuras críticas como el gasoducto del Magreb o la red de transporte eléctrico peninsular, gestionadas desde Madrid.
La alternativa francesa, aparte de la insuficiencia de infraestructuras, no era más barata: nadie le hace a otro precio de amigo.
Sin embargo, no hubo la catástrofe augurada por los enemigos más acérrimos del independentismo: hubo dificultades, aumento del paro, momentos duros y disminuciones de renta para muchos ciudadanos catalanes; nada que ningún país no atraviese alguna vez a lo largo de la Historia y nada que no pueda afrontarse y en algún momento remontarse, aplicando las medidas de reestructuración necesarias.
Lo que sí quedó de manifiesto fue que el paraíso de la Cataluña sin España, esa ventaja en todos los ámbitos que sacudirse el lastre hispánico iba a suponer, era uno de esos mitos de fácil venta y difícil realización que jalonan la historia humana en todas las latitudes.
Y nada lo hizo más evidente que la negociación para reingresar en la Unión Europea, en la que hubo de constatarse lo que era tener la capacidad diplomática del Estado español no del propio lado de la mesa sino del de enfrente: a partir de cierto momento quedó claro que no podía haber revancha, por lo ilegítimo e irrazonable de tal actitud, pero tampoco se cedió ni un ápice de lo que se podía poner como condición para permitir que Cataluña se sumara al club comunitario sin perjudicar legítimos intereses españoles.
En cuanto al ciudadano español, pasado el cabreo inicial y el repudio generado por el discurso reivindicativo y negatorio del independentismo, se vio embarcado en la reinvención de su propio país, un proceso que otros muchos hechos y factores, y no sólo el catalán, venían empujando desde hacía tiempo.
Lo primero fue consolidar su cohesión territorial, afrontando con más inteligencia el ensamblaje con los hechos nacionales o cuasinacionales intrahispánicos que subsistían: Euskadi, Navarra, Galicia, Canarias, Baleares, Valencia, Aragón, Andalucía y la siempre ninguneada Castilla.
Las dificultades catalanas en los primeros momentos de la independencia y la derrota policial de ETA, consumada poco antes del portazo de la Generalitat, favorecieron el entendimiento con los vascos y navarros, que pescaron en el hueco dejado por los catalanes, atrayendo inversiones y nuevos centros de decisión y consolidando y perfilando su autogobierno.
Los restos de la España indiscutible, la vieja Corona de Castilla y la porción mayoritaria de la Corona de Aragón reacia a someterse a la vocación hegemónica de Barcelona, exigieron y obtuvieron un reconocimiento y un nuevo sistema institucional con mecanismos efectivos de arbitraje interterritorial, frente al amañado y disfuncional arbitraje representado por el Tribunal Constitucional surgido de la Constitución de 1978.
Paradójicamente, la lección de perder a Cataluña sirvió para empezar de una vez a construir una España coherente con su diversidad y sus complejidades, en lugar del tinglado mal resuelto con atajos que venía perpetuándose desde la decadencia de los Austrias.
Por supuesto, se pasó mal al principio. La reducción de tamaño conllevó dificultades de financiación, una nueva escalada de la prima de riesgo y nuevas tensiones en las finanzas públicas, con especial incidencia en el ficticio sistema piramidal de pensiones, un toro que no hubo más remedio que agarrar por los cuernos y reconducir a la realidad forzada por una recaudación reducida y una demografía endiablada.
Ese fue el momento más espinoso, porque la bajada de las pensiones no podía venderse, como en Cataluña, que pasó por idéntica penalidad, bajo la capa de la dignidad nacional recuperada por la que cada ciudadano podía y debía pagar un precio personal.
Pero al final, como todo lo inevitable, fue asumido y la realidad se reajustó a la nueva dimensión: envejecer ya no iba a ser nunca más recoger el fruto de unas pocas décadas de trabajo en forma de reconfortante descanso para los restos, en no pocos casos iniciado a los 50 o 60 años y culminado a los 90.
Más allá de lo justo o injusto que resultara, ése era un lujo inasequible para una sociedad donde no nacían niños para reponer la población y menos aún para equilibrar el número de ancianos supervivientes.
Hubo que recuperar también capacidades de toda índole perdidas con la marcha de Cataluña: al principio eso fue una desventaja, pero a la postre acabó siendo la lotería que les tocó a quienes se beneficiaron de planes de desarrollo, reindustrialización e innovación que procuraron corregir el desequilibrio de una estructura económica secularmente orientada a las regiones septentrionales de España, con las asimetrías consiguientes y la pérdida de oportunidades en la relación con el norte de África, a cuyo creciente desarrollo económico se orientó buena parte de la acción exterior española.
También al fortalecimiento efectivo de las relaciones con una América Latina que perdió a Barcelona como referente intelectual y suministraba oportunidades indudables en la explotación de esa gran industria llamada español, de la que los catalanes se habían autoexcluido a despecho de su protagonismo pretérito en la gestión de ese patrimonio.
Cuando catalanes y españoles se encontraban por ahí se observaban, hacían inventario de sus semejanzas persistentes y de los matices diferenciales que cada día iban sumando, y se reconocían y se extrañaban los unos en los otros con una suerte de melancolía.
Ahora eran, unos y otros, habitantes de un país más pequeño, por un lado, y menos conflictivo, por otro, que la antigua España unida hasta el cabo de Creus; nadie se había hundido, nadie se había salvado, todos habían perdido bastante y ganado no mucho.
Y si se examinaban con honradez, ninguno podía declinar su responsabilidad en no haber llegado a ser lo que podría haber sido. Una sensación acaso dolorosa, pero que el tiempo, como hace con todo, se acabaría llevando.
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