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Fue el propio Mann, quien con su característica lucidez expuso los orígenes de sus dos actitudes básicas hacia la vida: por un lado, el amor al orden, y, por otro, la condición artística experimentada como decadencia y ruptura de los límites. Los primeros párrafos de su admirable autobiografía lo explican de este modo:
Yo nací en Lubeck en el año de 1875. Fui el segundo hijo del matrimonio formado por Johann Heinrich Mann, mercader y senador de la Ciudad Libre, y de su esposa Julia da Silva-Bruhns. Así como mi padre era nieto y bisnieto de ciudadanos de Lubeck, mi madre, en cambio, había venido al mundo en Río de Janeiro; era hija de un alemán propietario de plantaciones y de una brasileña criollo-portuguesa, y fue trasladada a Alemania cuando tenía siete años. Mi madre poseía un tipo netamente latino, había sido, en su juventud, una belleza muy admirada, y tenía gran sensibilidad para la música. Si me pregunto de dónde proceden, hereditariamente, mis aptitudes, tengo que recordar el famoso verso de Goethe y decir que de mi padre me viene «la seriedad en la conducta», y de mi madre, en cambio, «la naturaleza jovial», es decir, la inclinación hacia el arte y lo sensible, y el «gusto de fantasear», en el más amplio sentido de la palabra.1
Estos orígenes, en diversos sentidos contrastantes, son evocados por Mann en varias de sus obras de ficción, entre ellas Muerte en Venecia, relato en el cual el personaje central, Gustave Aschenbach, es presentado como el resultado de «la unión de la seca y rígida postura del burócrata con el impulso ardiente y oscuro», proveniente de la madre, hija a su vez de «un director musical de Bohemia». De allí surgió «un peculiar tipo de artista», que es en buena medida un retrato de Mann: un amante del orden, tanto del intelecto como de la conducta, atraído a su vez por las zonas oscuras, tentadoras, y «demoníacas» del arte y de la vida.2
Uno de los rasgos más peculiares de la relación entre la existencia personal y la obra de Mann, consiste en el contraste entre su camino inicial, enmarcado en el contexto de una familia «burguesa» acaudalada, un camino en apariencia destinado a progresar en medio de las comodidades, serenidad, y disfrute sensible característicos de ese tipo de entorno, y –por otra parte– su visión de la decadencia de su tiempo y ambiente, visión que empezó a manifestarse desde el inicio de su carrera literaria, y que halló su primer gran producto en la novela Los Buddenbrook,3 obra que Mann describió como «un estudio de la decadencia».4
Mann encarnó con especial intensidad la condición del escritor como una especie de «sismógrafo» de su tiempo. Ciertamente, Mann nació en una época –fines de siglo– de relativa prosperidad y paz. Sin embargo, ya en sus obras tempranas se percibe una corriente subterránea de pesimismo, de apreciación profunda de los síntomas que anunciaban las catástrofes que luego sobrevendrían sobre Alemania y Europa en general.
Lukács lo señaló así: «(en esas obras) puede ser observada la tendencia que alertó acerca del peligro de un bárbaro mundo subterráneo en el seno de la moderna civilización alemana, como su necesario producto complementario».5 Los Buddenbrook (1901), y Muerte en Venecia (1912) constituyen momentos clave en el desarrollo de Mann como escritor, tanto en el manejo de sus temas centrales como en su papel de «sismógrafo» de su tiempo. Mann se refirió al punto en su comentario a Lukács:
Con ello se señala ya a priori las relaciones entre la novela veneciana Doktor Faustus (1947). Y esto resulta tan importante porque el concepto de «señalamiento» reviste una relevancia primordial en toda literatura y en todo conocimiento literario. El escritor (y también el filósofo) como instrumento de registro, como sismógrafo, como medio de sensibilidad, sin un conocimiento claro de esa función orgánica suya, y, por lo tanto, también perfectamente capaz de un juicio errado; esto es lo que me parece la única perspectiva justa.[6]
Es crucial enfatizar la frase «sin un conocimiento claro de esa función orgánica suya», pues no siempre, y a veces nunca, llega un artista de la talla de Mann a comprender a cabalidad y con la necesaria lucidez ese rol como «sismógrafo» de su sociedad y su tiempo. En el caso de Mann, esa comprensión se puso plenamente de manifiesto en su madurez, aun después de publicada La montaña mágica (1924), novela que es en sí misma un verdadero retrato de la enfermedad europea que explotó durante la Primera Guerra Mundial.
Doktor Faustus se presenta como la creación cumbre de Mann en la cual el artista pacta explícitamente con lo demoníaco y lo irracional, a objeto de cumplir a plenitud su misión «reveladora», de «señalamiento» de la realidad de su tiempo «marcado», como alguien, como se dice en Tonio Kroger, que tiene que «morir a la vida a objeto de transformarse en un verdadero creador».[7] Uno de los elementos fundamentales en la temática y el simbolismo de la obra de Mann. Esa obra de madurez (1947) se vincula estrechamente a sus productos iniciales como Buddenbrooks, Tonio Kroger (1903), Tristan (1902), y Muerte en Venecia, en lo que se refiere al análisis del artista, del escritor, como un ser es la identificación de la «vida», la luz, el crecimiento y la belleza con el mundo normal y común del «burgués», entregado a sus actividades prácticas y despreocupado de lo demás.
Ello existe en contraste a otro mundo, al de la oscuridad y lo irracional, que Mann identifica con el mundo del artista y de su misión. Hay, en otras palabras, una contradicción entre «vida» y «arte», y Kroger, quien al igual que Aschenbach es un personaje con fuertes rasgos autobiográficos, es llamado un «burgués fallido», que anda «por el camino equivocado».[8] Kroger se siente «a medio camino entre dos mundos», y exclama: «existe una manera de ser artista que va tan hondo, que es tan intensamente el resultado de unos orígenes y de un destino, que suscita un intenso deseo por lo ordinario, por lo que es común a la mayoría, por lo que permite vivir».[9]
Mann describió en esos primeros tiempos –los de Buddenbrooks y Tonio Kroger– al artista como «un mediador entre los mundos de la vida y de la muerte».[10] La diferencia entre esos mundos es aclarada por Mann de este modo: «Hay dos maneras de mostrarse adecuadamente dispuesto hacia la vida: uno que nada sabe de la muerte y es puro, simple y robusto; y otro que sí sabe de ella. Sólo el segundo, creo, tiene real valor espiritual, y es la actitud del verdadero artista, poeta, y escritor».[11]
No obstante, el artista, sometido a la agotadora exigencia de lidiar con las tensiones y dilemas más hondos del espíritu, de la condición humana y de la historia, añora una existencia superficial y «normal», es decir, en la frase de Kroger, añora «la vida en toda su seductora banalidad».[12] El artista se condena si cede a la tentación de la «normalidad», pero su compromiso con su vocación y su obra son experimentados como un sacrificio, como –así lo expresa Aschenbach en Muerte en Venecia– un «heroísmo nacido de la debilidad».[13]
De hecho, en sus primeras obras, y prácticamente hasta La montaña mágica, Mann concede al tema de la existencia y misión del artista el rango de ser «el más tormentoso problema en el mundo»;[14] ahora bien, en su obra más madura, el tema del artista como individuo es enmarcado de modo más completo y revelador en un contexto social, que hace posible una más certera comprensión de la dimensión moral de la tarea artística. En su autobiografía, Mann manifestó que «Acaso como ningún otro había yo experimentado en mi propio cuerpo, en violentos conflictos, cómo la época forzaba a pasar del plano de lo metafísico e individual al plano de lo social»,[15] y este tránsito es el que me propongo reseñar.
2
La reconciliación entre el arte y la vida, entre las fuerzas de lo irracional y las exigencias del orden y la civilización, tiene lugar a través de la dimensión ética de la tarea del escritor como intérprete y testigo, como «sismógrafo» e «instrumento de registro» de su tiempo y circunstancias.
Como se indicaba previamente, Mann experimentó en su propio desarrollo personal esa tensión entre, por una parte, la voluntad y el deseo de orden, y por otra, la poderosa atracción de lo oscuro y lo irracional. En su autobiografía Mann confesó: «Yo amo el orden en cuanto naturaleza y en cuanto espontaneidad profundamente disciplinada, como fatalidad silenciosa y como claridad que corresponde plenamente a un plan de vida creadora».[16]
Pero en un ensayo de 1952 también afirmó:
«El artista es originariamente una esencia no moral, sino estética, cuyo propósito esencial es el juego y no la virtud, que incluso se arroga con toda ingenuidad el derecho de jugar dialécticamente con los problemas planteados y todas las antinomias de la moral…».[17]
Esta tensión entre el amor por el orden y el equilibrio, propio de la concepción «clásica» del arte como sentido de las proporciones, choca en Mann contra la visión romántica, centrada en el desbordamiento, en la ruptura de los límites, en lo dionisiaco que se opone a lo apolíneo. Para Mann, la expresión suprema de esa visión y esa experiencia «románticas» del arte se encuentra en la música de Wagner, y –al igual que para Nietzsche–, esa música representaba a la vez la mayor fascinación y el mayor peligro: su impulso dionisiaco quiebra las barreras, y es capaz de hundir al artista en el «mal», un mal moral producto del irracional sino y la pérdida del sentido de los límites.
En Muerte en Venecia, la lucha entre lo dionisiaco y lo apolíneo, entre las exigencias del orden y la pérdida de control ante fuerzas irracionales de la «vida», es experimentada como tragedia personal por Aschenbach, el personaje central, amante del orden, que pierde todo autocontrol subyugado por la belleza de un adolescente.
Aschenbach es magistralmente descrito por Mann como un hombre poseído por una visión del arte como disciplina de la forma y de la tarea artística como una tarea profundamente ética. Su vida y su arte habían sido «una guerra, un combate extenuante que le habían desgastado antes de hacerse viejo. Una vida de autodominio, contra todos los obstáculos, de control personal y abstinencia…».[18]
No obstante, al final de su desgarramiento, cuando Aschenbach yace en la playa, agotado, enfermo, con el sudor desparramándose por su frente, mezclado al tinte de cabello con el que intentó cubrir sus canas y mostrarse más joven ante el mundo, en esa condición Aschenbach tiene un ensueño y escucha estas palabras:
«…la belleza …sólo la belleza, es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquél para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición que necesariamente lleva al extravío?… ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?… Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae …Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos…».[19]
En su combate contra el abismo, Mann –como Nietzsche–, se aferró con enorme coraje a una concepción del arte como autodisciplina, reconquistando así su carácter como tarea moral. Su conclusión al respecto fue expuesta en un ensayo sobre El castillo de Kafka:
La deshumanización, el «decaimiento» que comporta la pasión por el arte (en su versión «romántica»), constituyen, sin duda alguna, un alejamiento de Dios, y se oponen a una vida vivida según la verdad y la justicia. Ciertamente, es posible comprender simbólicamente esta pasión que hace a todo lo demás indiferente y ver en ello un símbolo ético. El arte no es necesariamente el producto, el sentido y la meta de una negación orgíaca y ascética de la vida …Puede ser una expresión ática de la vida y lo que esté en juego no ser la obra, sino la vida. En este caso, la vida no es «despiadadamente» un simple medio de conseguir un ideal de perfección estética. El trabajo (artístico,) se convierte en un símbolo ético de la vicia, su meta no es una perfección objetiva cualquiera, sino la conciencia subjetiva de haber actuado lo mejor posible y de haber empleado su existencia juiciosamente en otra obra, humana, de valor equivalente …El arte, como realización de los talentos concedidos por Dios …da a la vida un sentido, no sólo en el plano intelectual, sino también en el plano moral. Eleva la realidad hasta la verdad …es una obra constructiva humana como otra cualquiera, un medio de vivir «en la verdad» o de acercarse a ella…[20]
En este extenso texto no resulta difícil percibir la incomodidad de Mann ante su propio intento de superar el dilema entre «arte» y «vida», entre la sombra y la luz, entre la disciplina de las formas («clásicas»), y la corriente subterránea de la pasión («romántica»). Wagner y Nietzsche son los dos nombres que epitomizan, a ojos de Mann, estas tendencias contradictorias, tendencias que chocan en Aschenbach con fuerza inusitada, y lo derrumban en su aparentemente imposible senda de reconciliación definitiva. Mann ansiaba amoldarse a esa «noble sobriedad», hermana de su amor al orden; a la vez, con frecuencia sucumbía –como lo hizo eventualmente Alemania– a las energías que desbordan la razón.
Sería inútil, además de incierto, sostener que Mann llegó a resolver esa tensión que le acompañó a lo largo de su obra, al menos en un plano estrictamente individual. No obstante, conviene distinguir entre tres aspectos de su combate intelectual. En primer término, como ya lo hemos visto, Mann procuró superar el dilema arte-vida a través de una visión ética del arte como autodisciplina. Sin embargo, como lo demuestra el destino de Aschenbach, se trata de un logro precario, de una frágil conquista, altamente vulnerable a la invasión de las fuerzas irracionales. Un segundo intento de Mann se vincula al uso de la ironía, que «mira a ambos lados, que da la espalda tanto a la vida como al espíritu, lo cual le permite alcanzar una cierta melancolía y una cierta modestia».[21]
Para Mann, la ironía representaba, en el plano interno del individuo, una actitud ajena a los compromisos, de duda metódica, en ausencia de causas capaces de suscitar un asentimiento total.
«Decidir es bueno» –escribió en una colección de ensayos publicada en 1925–, pero «lo verdaderamente fructífero y productivo, y por ello el legítimo principio artístico es lo que llamo el principio de abstenerse de todo juicio».[22]
Esta actitud no comprometida e «irónica» no es, no obstante –y en tercer lugar– lo realmente medular en la obra de Mann; lo clave, a mi modo de ver, es la permanente tensión individual, sumada a un enorme esfuerzo por salir de su ensimismamiento y conectarse, responsable y creativamente, a las realidades de su tiempo y circunstancias, proceso que se da tanto en el plano literario como en la evolución de sus ideas políticas.
En cuanto a lo primero. La montaña mágica (1924) representa un punto crucial, donde el personaje central, Hans Castorp, experimenta en su ser íntimo los choques entre las tendencias del «artista» y el «burgués» que aquejaban a Mann, así como el enfrentamiento entre las fuerzas históricas conservadoras y liberales que libraban batalla en su tiempo, fuerzas encarnadas en las figuras de Settembrini y Naphta: el primero portador del credo «liberal-democrático» en su versión simplificada y optimista, y el segundo abanderado del irracionalismo en el cual se nutrió el nazismo.
El sanatorio para tuberculosos en la cima de la montaña es el escenario de una «Danza de la Muerte», título de uno de los capítulos fundamentales de la obra, danza en la cual participan los pacientes; a la vez, esa «danza» es una imagen colectiva, transferida por Mann a toda la escena europea antes de la Primera Guerra Mundial. Para Mann, 1914, el año en que empezó la guerra, «puso punto final a una época …y nos abrió los ojos al hecho de que no podíamos seguir viviendo y escribiendo de la misma forma que antes».[23]
En La montaña mágica leemos: «Hay dos caminos en la vida. Uno es el camino ordinario, directo, y valioso. El otro es malo, conduce a la muerte, y es el camino del genio». En un comentario posterior a esa frase, Mann escribió estas sorprendentes palabras: «El camino del genio es el camino alemán …El alemán llega a Dios mediante la destrucción del dogma y el vacío de la nada …y conquista la salud espiritual a través del conocimiento de la muerte y la enfermedad».[24] Esas palabras, publicadas en 1930, anunciaban la toma de conciencia por parte de su autor acerca del significado del nazismo, que ya mostraba su rostro diabólico en suelo alemán. La convergencia de las angustias individuales con el destino colectivo asumía una densidad intelectual mucho más profunda en Mann, y llevaba a su culminación un complejo rumbo de cambios ideológicos.
3
La evolución política de Mann, como todo su pensamiento, tomó rumbos complejos, no siempre fáciles de descifrar. En agosto y comienzos de septiembre de 1914, en los primeros momentos de una guerra que posteriormente Mann observaría con horror, el autor se vio empujado por el entusiasmo nacionalista que invadía Alemania entera.
Su contribución –y, si se quiere, su «pecado»–, fue la redacción de un ensayo sobre Federico II y la Gran Coalición de 1756, en el que, al justificar la invasión de la neutral Sajonia por el rey prusiano Federico II, de hecho también –aunque indirectamente– justificaba la invasión de la neutral Bélgica por parte de la Alemania del Kaiser. Mann llegó a sostener que el rey «no está sometido al derecho, en la medida en que el derecho es una convención, el juicio de la mayoría …Su derecho es el derecho del poder ascendente».[25]
Luego, entre 1915 y 1918, con mayor serenidad y cuidado, Mann redactó su famoso texto Consideraciones de un apolítico, libro profundo y polémico, que suscitó grandes debates y equívocos tanto entre los críticos como entre los admiradores del autor. En esas Consideraciones (publicadas en 1918), Mann intentó, en sus propias palabras, «mirar hacia atrás», defender «un gran pasado espiritual», el de Alemania, así como salirle al paso a «la virtuosa propaganda democrática antialemana».[26]
Ahora bien, en la atmósfera de la época, las sutilezas de esa extensa y honda reflexión pasaron básicamente desapercibidas, y el texto fue interpretado como una toma de posición conservadora por parte de Mann, a favor del régimen imperante en su país y en contra de sus adversarios externos. Pocos años más tarde, cuando comenzó el abierto proceso de adhesión de Mann a la democracia y los valores liberales, se le acusó de haber renegado de su anterior posición. Mann se defendió en términos que merecen ser reproducidos in extenso. Las Consideraciones, afirmó, quisieron ser un libro «conmemorativo»:
Es una escaramuza de retaguardia, de gran estilo, la última y más tardía de una burguesía romántica alemana, un combate librado con la plena conciencia de su inutilidad y, por lo tanto, no sin nobleza; librado incluso con una clara visión de lo que hay de mentalmente malsano y vicioso en toda simpatía por lo que está destinado a la muerte; pero también, es cierto, con un desdén estético, demasiado estético, de la salud y de la virtud consideradas y burladas precisamente como símbolo de eso ante lo que se retrocedía combatiendo: la política, la democracia…[27]
Estos párrafos tienen varios puntos de especial interés. En primer lugar, Mann establece una conexión directa entre sus preocupaciones «apolíticas» y sus inquietudes estéticas. Sus reflexiones volcadas hacia el marco social se vinculan íntimamente a su dinámica interior como artista. En segundo término, Mann hace una autocrítica, en el sentido de que entiende que su fascinación estética por el «mal» le había conducido a menospreciar el sentido humanista que podían tener la política como tal, y la democracia, en conflicto con fuerzas oscurantistas y reaccionarias, originadoras de violencia y destrucción.
Las Consideraciones son la obra de una mentalidad conservadora, en un elevado sentido del término, una obra en la que se discutía «el alejamiento del espíritu alemán con respecto al mundo de la política y la democracia, al cual se opone la idea apolítica, aristocrática, de la cultura, considerada como su elemento propicio».28 Mann salió en defensa –esencialmente estética– de lo mejor de esa tradición cultural, de una Kultur (alemana) a la que oponía la menos estimable Zivilisation (de las democracias), ocasionando una confusión en cuanto a su verdadero propósito político. Esa «cultura» la definió en Doktor Faustus como «la devota y ordenadora, por no decir benéfica, incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de lo divino».29
Hacia 1921 empiezan a producirse fisuras en la visión política de Mann, y se inicia su distanciamiento respecto al nacionalismo y al menosprecio previo por la democracia. En 1922, en una conferencia en Berlín, Mann se pronuncia por la defensa de la República de Weimar y contra las fuerzas extremistas y reaccionarias que comenzaban a erosionarla, y a crear el caldo de cultivo del que surgiría Hitler.
Mann afirmó: «La república es nuestro destino», y generó gran desconcierto entre los sectores reaccionarios. A partir de ese momento, y hasta el fin de sus días, Mann se hace un «hombre político», que es percibido no sólo como un gran novelista, sino también como el portaestandarte de una posición ideológica que chocaba contra las corrientes que se impondrían en su país, ocasionando su exilio, y arrojando a Alemania al abismo del nazismo y de una nueva guerra.
Con gran dignidad y coraje, Mann se enfrenta a las fuerzas del irracionalismo en su patria, y escribe en 1933 a su hermano Viktor: «No me doblegaré jamás ante la barbarie nazi. Prefiero morir en el exilio a pactar con ella».[30]
Mann sale de su país, y su vivienda y otros bienes son confiscados por los nazis. Mann aclaró su nueva línea política así:
Todo conservadurismo alemán, toda voluntad de mantener intacta la cultura alemana tradicional, se debe rechazar, y se debe combatir la idea de que un régimen republicano democrático es extraño al país y al pueblo, inauténtico y contrario a la realidad del alma alemana. Así lo exigen la naturaleza y la lógica íntima de las cosas. Además, sólo el que crea posible y deseable la modificación de la idea alemana de cultura hacia una democracia y una conciliación con el mundo, puede ser partidario del régimen democrático y creer en sus posibilidades de porvenir para Alemania.[31]
Es evidente en este párrafo, que Mann restó vigencia a una visión estética, previamente sostenida por él, que obstaculizaba su compromiso político con la democracia y contra el irracionalismo, fuente del fascismo. Si bien sus inquietudes como artista no sufrieron mengua, y el problema del «mal» en la condición del arte y el artista conservó gran importancia en la cosmovisión del autor, Mann –en el plano político– evolucionó con lucidez y valentía hacia una postura humanista, en el más alto sentido de la palabra.
Más adelante, en su ensayo sobre «El problema de la libertad» (1939), Mann definió la democracia como «la gran fuerza conservadora sobre la tierra, conservadora en la más profunda acepción, en el sentido de la defensa y del mantenimiento de los principios morales esenciales de Occidente, escandalosamente amenazados…
Y luego retomó el tema crucial de la misión ética del artista, pero desde una perspectiva mucho más amplia:
¿No es relevante y sintomático que hoy un artista habituado a actuar por el bien, lo bueno y lo verdadero en su esfera familiar, se sienta obligado a hacerlo también en el terreno político y social, e intente poner de acuerdo su pensamiento con la voluntad política del tiempo, porque se cree un poco en deuda con toda la humanidad si rehusara a ello? Este esfuerzo político del espíritu, por insuficiente que sea, ¿no testimonia esta auto obligación moral de la que he hablado? …Evidentemente, una época de reacción contra la civilización ha comenzado de modo manifiesto en la vida exterior de los pueblos; pero precisamente por ello, por paradójica que resulte la afirmación, el espíritu ha entrado en una época moral, es decir, de simplificación y de distinción entre el bien y el mal, llena de humildad.32
Su postura política quedó reflejada también en una especie de decisión estética en torno al significado de esas figuras que Mann contrastaba, Wagner y Nietzsche:
«Wagner fue un déspota feliz, que se glorificó y se realizó a sí mismo; por el contrario Nietzsche fue un revolucionario que triunfó sobre sí mismo”.33
Al escoger a Nietzsche como símbolo de un combate por la superación del arte en una dimensión moral, Mann tomó partido contra el culto al irracionalismo, eso sí, sin abandonar su lealtad de artista, dirigida siempre a explorar todas las facetas de la condición humana.
4
Esa lealtad fundamental de Mann a su condición de artista, es lo que preserva la calidad de su obra de escritor, por encima de todas las vicisitudes políticas. Su digna lucha contra el irracionalismo lejos de mermar sus poderes de «revelación», como «sismógrafo» de ese rasgo crucial y negativo de la condición individual y social de su tiempo, más bien aportó elementos para la culminación de la que es tal vez su obra cumbre, Doktor Faustus, aunque muchos piensan que ese galardón pertenece a La montaña mágica.
Doktor Faustus (1947) constituye una especie de gran opera trágica, en la que convergen y alcanzan su mayor grado de madurez los temas fundamentales que Mann venía trabajando desde los inicios de su carrera artística. En el ensayo que Mann escribió sobre el proceso de gestación y ejecución de esa novela, indica que su primer esbozo de un plan en torno a la obra se le ocurrió en 1901.34 Ello es una prueba adicional de la unidad esencial de la visión literaria del autor, focalizada sobre varios problemas clave, que encuentran diversas manifestaciones a lo largo de su complejo desarrollo intelectual.
En su autobiografía, Mann explica que varias de sus más importantes y extensas obras nacieron como proyectos modestos, que sólo después, a medida que avanzaba el trabajo, adquirieron la ambición y dimensiones definitivas: «Pues el confesarse de antemano y el ver con precisión las dificultades de una tarea, las energías y el tiempo de vida que exigirá, es algo que indudablemente produciría tal horror que me impediría ejecutarla».[35]
Esto lo repite Mann en otros sitios, y merece la pena citarlo: «Si mis cosas anteriores –afirma en Los orígenes del Doktor Faustus– al menos por su volumen, adquirieron un carácter de monumentalidad, esto sucedió sin presuponerlo y contra todo proyecto”;[36] y en su Travesía marítima con don Quijote enfatiza: «Yo considero como regla que las grandes obras fueron el resultado de intenciones modestas. La ambición no debe estar al principio, no anteceder la obra, sino irse formando con ella …No hay nada más falso que la ambición abstracta y previa, la ambición en sí e independiente de la obra, la pálida ambición del yo».[37]
Con Doktor Faustus, en cambio, la situación fue diferente: «Ahora, por primera vez, en la obra de mi vejez, era distinto. Esta única vez sabía lo que quería y a lo que me entregaba. Nada menos que a la novela de mi época, disfrazada en la historia de una vida de artista…».38 Ese es, en pocas palabras, el significado de Doktor Faustus.
Adrián Leverkuhn, el compositor cuya trágica vida se relata en la novela, es a la vez un símbolo del irracionalismo que se desata en Alemania y conduce al nazismo y la guerra; un símbolo de la condición del artista sometido por las fuerzas de ese «mal» moral que siempre angustió a Mann; y un símbolo de la presencia de lo «infernal» en el espíritu humano. Todos estos aspectos asumen extraordinaria intensidad en la obra, logrando una síntesis de la temática de la relación entre el artista, la vida, la enfermedad, el genio y la creatividad que forma la médula espinal del cuerpo literario de toda su obra.
Leverkuhn nace en 1885, en medio del aparente esplendor del Imperio alemán; su estado final de locura se manifiesta en 930, poco antes del ascenso de Hitler al poder y veinticuatro años luego de haberse producido su «pacto» con el demonio (el tema de Fausto) El compositor muere en 1940, y tres años más tarde, su gran amigo, Serenus Zeithlom, comienza la labor de narrar su vida y expiar su obra, tarea que es concluida en 1945, paralelamente al colapso del Reich hitleriano.
A lo largo de la narración, la existencia individual del compositor evoluciona como un leitmotiv de la tragedia colectiva que se despliega a su alrededor, y de la que él, como «sismógrafo», da testimonio en su arte, una música estilísticamente revolucionaria, cuya esterilidad de contenidos patentiza el carácter irracional de los tiempos. El tema es resumido por Mann así:
«La huida de las dificultades de la crisis cultural por medio del pacto con el demonio …la sed de un orgulloso genio, amenazado por la esterilidad, por lograr la desinhibición a cualquier precio …la comparación de la funesta euforia que conduce al colapso, con el éxtasis fascista en los pueblos».[39]
Como es sabido, el tema de Fausto, magistralmente manejado por Goethe, se refiere a un individuo que «vende” su alma al demonio a cambio del enriquecimiento de su experiencia hasta que el demonio viene a reclamarle para siempre. En Doktor Faustus el tema es vinculado a la música, arte que Mann constantemente asoció –recuérdese su opinión sobre Wagner– a lo irracional y al «mal» metafísico (moral).
La acción de las «fuerzas infernales» –en palabras de Mann– del «carácter demoníaco de la existencia humana es central en la obra,[40] y Zeitbiom describe de este modo la personalidad de su amigo: «Adrián era una de esas naturalezas en las que el alma no está muy presente. Mi amistad, siempre en estado de observación, me permitió comprobar hasta qué punto el más exaltado intelectualismo está próximo a la animalidad, a los desnudos impulsos».[41]
De nuevo constatamos un tema recurrente en Mann, presente en la situación de Aschenbach en Muerte en Venecia. Zeitblom llega a la conclusión de que «el genio no es otra cosa que una energía vital profundamente vinculada a la enfermedad y que en ella encuentra la fuente de sus manifestaciones creadoras».[42] Leverkuhn carga sobre sus hombros «toda la culpa de la época», época en la cual, en sus propias palabras «hay que rendir homenaje al diablo porque es el único que hoy puede dar aliento a grandes obras y empresas».43 El compositor, en resumen, epitomiza la condición artística, que se presenta «como el paradigma de cuanto se relaciona con el destino humano».44
Con singular maestría, Mann teje una intrincada red alrededor de tres temas centrales de su obra en general, y de esta novela en particular: la vinculación entre el drama individual del artista y la trama histórica de su sociedad; la vinculación entre el espíritu de una época y su arte; y la relación entre enfermedad y creatividad artística. Todo esto confluye en el capítulo XXV del libro, el del «pacto» con el demonio. Allí, ese demonio le explica a Leverkuhn que en el diálogo que se disponen establecer:
«Puede usted hablar alemán. Viejo alemán, sin remilgos ni rodeos. Lo comprendo. Es precisamente mi lengua preferida. Me ocurre a veces que el alemán es la única lengua que comprendo».
La ironía, desde luego, es clara: en Alemania donde se han desatado las fuerzas malignas que están «preparando un inconcebible derrumbamiento económico, intelectual y moral total…».
La música de Leverkuhn expresa esa intensificación de una energía vital a la vez poderosa, destructiva, y estéril, y el demonio le señala que «se trata de llegar a los verdaderos extremos y eso es lo que suscitamos: ascensiones, iluminaciones, privaciones y desbordamientos… Es una música dominada por una paradoja:
«Mientras (en ella) la disonancia es expresión de todo lo elevado, noble, virtuoso, espiritual, la armonía y la tonalidad quedan reservadas a la expresión del mundo infernal y relegadas, por lo tanto, a los demonios de lo moral y de lo vulgar».
La confluencia de esas fuerzas, en lo individual y lo social tiene lugar dentro del espíritu enfermo de un creador, a quien el demonio explica que «alguien ha estado siempre enfermo y loco a fin de que no tuvieran que estarlo los demás», y que el artista es el hermano del criminal y del loco».[45]
La enfermedad de Leverkuhn es esencialmente moral, y traduce la de su tiempo y circunstancias; su creación es un intento desesperado por rescatar un ingrediente humanista del caos espiritual y ético que le circunda y le carcome internamente, pero el esfuerzo sucumbe arrastrado por un torrente irracional. Al final, Mann proclama, a través de su personaje, su fe en la posibilidad de una «nueva inocencia», de un arte que establezca «lazos amistosos con la humanidad».[46]
Esa posibilidad, como hemos visto, tiene sentido para Mann en la medida en que exista una armonía entre el entorno social y la personalidad del artista, entre el freno a la sinrazón en la historia y el control de la creatividad enfermiza y estéril en el espíritu del «sismógrafo». Semejante reconciliación, no obstante, no es posible de una vez y para siempre, es un logro, por su misma naturaleza, frágil y precario, y es la forma que la vulnerabilidad de lo humano asume en el plano de lo artístico.
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Creo posible, es más, altamente probable, que para cada individuo que haya sentido la pasión de leer existen libros muy especiales, libros que han tenido, por distintas razones, un significado y un impacto singulares en la vida, libros que se preservan como un punto de referencia esencial.
Para mí, las Confesiones del estafador Félix Krull es uno de esos libros. Digo todavía más: es una obra que ocupa un lugar casi supremo en mi corazón. Desde que leí por vez primera a Mann, y creo que comencé con La montaña mágica, sentí una enorme admiración por el escritor; ahora bien, la grandeza de Mann a mis ojos no sería igual si no existiesen esas Confesiones, una obra de una frescura, de una profundidad, de una nobleza realmente superiores. Tal vez la palabra «frescura» es la que mejor define una novela en la que se despliega una maestría literaria fuera de lo común, alrededor de un tema cautivante, con un humorismo y un sentido de lo humano que subyugan.
Las Confesiones tienen una historia un tanto extraña. Mann empezó a escribir la novela en 1910, pero abandonó el esfuerzo al año siguiente. Un fragmento de la obra apareció publicado en 1922; una segunda edición, de 1937, incorporó otras secciones. Mann retomó la redacción de la novela en 1951, y en 1954 se publicó como la «primera parte» de las memorias. Desafortunadamente, la muerte del autor, acaecida en 1955, dejó inconclusa una obra que a pesar de su extensión (452 páginas en la edición en castellano), tenía potencial para desarrollarse mucho más, prolongando la alegría de los lectores, que hicieron de esa edición de 1954 –y de todas las posteriores– un fulgurante éxito.
Mann habla de este modo sobre su novela:
Se trataba, naturalmente, de una nueva versión del tema del arte y del artista, de la psicología de la existencia irreal y ficticia. Pero lo que me fascinaba desde el punto de vista del estilo era el carácter directo de la autobiografía, no ensayado todavía nunca por mí …Yo encontraba un fantástico atractivo en la idea de trasponer a lo criminal, parodiándolo, un elemento procedente de una tradición amada: el de la autobiografía goetheana, el elemento de autorreformación y de confesión aristocrática. Realmente esta idea es la fuente de una gran comicidad, y yo escribí el «Libro de la infancia (primera sección de la obra) …con tanto placer, que no me causó extrañeza el que algunos entendidos afirmasen que este fragmento era lo más afortunado y lo mejor que yo habla escrito jamás. Es posible que, en cierto sentido, sea mi obra más personal, pues expone mis relaciones, a la vez llenas de amor y demoledoras, con la tradición, relaciones que determinan mi «mensaje» de escritor».47
En las Confesiones dos aspectos juegan un papel central: el humor y la fantasía. Mann argumenta, en otras obras, que o humorístico es «un elemento esencial de lo épico»,[48] y si algo distingue este libro es precisamente su fino e incisivo humor un humor elegante y enaltecedor de lo humano. Ese humor va ligado a la fantasía, que “no quiere decir pensar algo nuevo», sino «interesarse por las cosas».[49] Como bien lo ha apuntado Lukacs, el “tema” clave de la novela, el «problema que define a su personaje central es el del «goce de la personalidad propia».
Krull es un estafador, pero no es un «criminal». Se hace estafador –en las certeras y, lúcidas frases de Lukács– «para poder llevar una vida adecuada a su fantasía, consiguiendo realizar así la imagen de sí mismo que su propia fantasía le brinda». Toda su carrera como estafador es una situación fraudulenta e inauténtica, su paso de ascensorista de un hotel de lujo a sustituto de un aristocrático marqués no es sino un inextricable entramado de vida y ficción, de ficción como vida, toda una commedia del arte llevada a la vida.[50]
Félix Krull es el portador de esa intuición que, de un modo u otro, todos hemos sentido alguna vez, y que Mann prefigura en Tonio Kroger, según la cual llevamos por dentro «la posibilidad de vivir mil vidas diferentes».[51] Para Krull, «lo que me colmaba de felicidad era sobre todo, el cambio y la renovación de mi yo, ya usado y gastado, el hecho de que hubiera podido desnudarlo y darle nueva vestimenta».[52]
La base de sustentación de esa capacidad de fantasía y de enriquecimiento personal –espiritual, por encima de todo–, reside en su visión del mundo «como un fenómeno infinitamente atrayente», y en su deseo de «encantar y hacer feliz a la gente», todo lo cual resume en esta frase: «Quien ama verdaderamente el mundo se modela a sí mismo para gustarle».[53]
El empeño de Krull como «estafador» no busca un provecho meramente egoísta, sino que se desprende del deseo de ser feliz haciendo a los demás felices. Krull no engaña a la manera de un criminal, sino de un ser en cierto sentido superior, mucho más lleno de vida y de alegría que los que le rodean, un ser que se transforma para complacer.
El manejo magistral que hace Mann de este personaje, el más gracioso y grato de toda su obra, el que depara mayor felicidad (recuérdese su nombre de pila) a los lectores, se enfoca también hacia el problema central acá tratado, el de la condición de artista y su misión. Con Krull, en su último gran libro, Mann hace una parodia feliz de la vida humana, y concluye, en medio del humor, con esta confesión de su «estafador»: «Todo cuanto hice en mi vida puede considerarse como un producto de mi superación de mí mismo, es más aún, de una función moral superior».[54]
Con su Félix Krull, Mann llevó al punto máximo sus dotes de escritor, dejándonos un maravilloso producto de la imaginación y el humanismo.
Referencias
1. Thomas Mann. Relato de mi vida (Madrid. Alianza Editorial, 1969), p. 9.
2. Thomas Mann, Death in Vence, Tristan, Tonio Kroger (London, Penguin, Harmondsworth, 1975), pp. 12-13 (Todas las traducciones al castellano de ediciones en inglés de las obras de Mann, excepto cuando se señale lo contrario, son mías)
3. Thomas Mann, Los Buddenbrook pp. 12-13 Barcelona. Plaza & Janes, 1982).
4. Citado por R. Hinton Thomas, Thomas Mann: The Mediation of Art (Oxford University Press, Oxford, 1963), p. 35.
5. Citado por Thomas Mann, Los orígenes del doktor Faustus (Madrid, Alianza Editorial, 1976), p. 101
6. Ibid.
7. Mann, Tonio Kroger, ecl. cit., p. 149.
8. Ibid., p. 161.
9. Ibid., p.190.
10. Citado por R. Ilinton Thomas, op. cit., p. 87.
11. Ibid., p. 99.
12. Mann, Tonio Kroger, ed. cit., p. 159.
13. Mann, Death in Venice, ed. cit., p. 16.
14. Mann, Tonio Kroger, ed. cit., p. 155
15. Mann, Relato de mi vida, p. 57.
16. Ibid., p. 56.
17. Thomas Mann, «El artista y la sociedad», en El artista y la sociedad (Madrid, Ediciones Guadarrama, 1975). p. 293.
18. Mann, Death in Venice, ed. cit., p. 64.
19. Thomas Mann, Muerte en Venecia (Barcelona, Editorial Planeta, 1964), pp. 24 -243 (Acogí aquí la traducción al castellano de estos párrafos de la obra de Mann realizada por Raúl Schiaffino, la considero excelente).
20. Thomas Mann, «Frank Kafka y El castillo», en El artista y la sociedad, p. 243
21. Citado por R. Hinton Thomas, op. cit., p. 9.
22. Ibid.
23. Ibid., pp. 104-105.
24.Ibid., p. 106.
25. Citado por Andrés-Pedro Sánchez Pascual, «Cronología y bibliografía de Thomas Mann», en Mann, Relato de mi vida, ed. cit., pp. 173-174.
26. Thomas Mann. «Cultura y socialismo», en El artista y la sociedad, pp. 196. 198.27.
27. Ibid., p. 198.28.
28. Ibid., p. 199.
29. Thomas Mann. Doktor Faustus (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1958), p. 17.
30. Citado por Sánchez Pascual, op. cit., p. 195.
31. Mann, «Cultura y socialismo», op. cit., pp. 200-201.
32. Thomas Mann, «El problema de la libertad», en El artista y la sociedad, pp. 236, 239.
33. Thomas Mann, «Prólogo a una conmemoración musical de Nietzscne», en El artista y la sociedad, p. 150.
34. Mann, Retrato de mi vida, p. 45.
35. Mann, Retrato de mi vida, p. 45.
36. Mann. Los orígenes…, p. 31.
37. Thomas Mann. Travesía marítima con don Quijote (Madrid, Ediciones Juncar. 1974), p. 93.
38. Mann, Los orígenes…. p. 32.
39. Ibid., p. 27.
40. Mann, Doktor Faustus, pp. 16, 138.
41. Ibid., p. 222
42. Ibid., p. 518.
43. Ibid., pp. 330, 260, 340. 546, 348.
44. Ibid., p. 38
45. Ibid., pp. 330, 260, 340. 546, 348
46. Citado por R. Hinton Thomas, op. cit, p. 174
47. Mann, Relato…, pp. 40-41
48. Mann, Travesía…. p. 22: véase también su “Balance parisino” (1926), en El artista… p. 108
49. Mann, Travesía…. p. 14
50. Georg Lukacs, Thomas Mann (México, Ediciones Grijalbo, 1969), pp. 139,155,158
51. Mann, Tonio Kroger, ed. cit., p. 146.
52. Thomas Mann, Confesiones del estafador Félix Krull (Buenos Aires. Editorial Sudamericana, 1956), p. 305
53. Ibid,. pp.21,231,83.
54. Ibid., p. 48