Por María Jesús Hernández | Fotos: Lino Escurís
20/08/2016
“Yo no he pedido nacer”. La recurrida frase retumba en los oídos de los padres víctimas de la violencia de sus hijos. Sufren, sufren mucho, -al igual que sus ‘pequeños’- y no entienden en qué momento las agresiones verbales, vejatorias y físicas se convirtieron en parte de su rutina. No son excepciones. El número de casos de violencia filioparental ha aumentado un 60% en España entre 2007 y 2013, según datos aportados este verano por la Oficina del Defensor del Menor de Andalucía. Y, aunque los prejuicios lleven a pensar en familias con pocos recursos, marginales, desestructuradas, los datos señalan a la clase media-alta y a la alta; y a menores inmaduros, acostumbrados a conseguir lo que desean sin tener que luchar por ello.
A continuación, una hija, un padre y una educadora del proyecto Conviviendo de la Fundación Amigó se adentran en el problema. Un problema que se supera, pero toca reeducar.
“¿Te quieren tus padres?”… Se hace el silencio. Tras unos segundos se escucha un tímido: “No sé”. Hace poco más de dos años que Mónica (nombre ficticio), de 20, se enfrentaba a esta pregunta y otras similares con idéntica respuesta por su parte. Confiesa que atravesaba los peores momentos de su vida. Como tantos jóvenes, comenzó gritando en silencio hasta que su familia se vio desgarrada por la violencia filio-parental. Ella estaba en el epicentro.
Mónica sólo contaba 14 años cuando comenzaron los problemas en su casa. Si echa la mirada atrás recuerda a “una cabra loca, una joven de emociones, de impulsos, que siempre hacía lo que le apetecía y que se rebelaba contra un padre muy conservador”. Pero los típicos síntomas del adolescente se recrudecieron, las discusiones se multiplicaron y los límites se diluyeron. “Era una guerra continua con mi padre, mi madre y mi hermana, que era ‘la perfecta’”, define.
“Era mi hermana, mi hermana, siempre mi hermana. No me sentía ni comprendida, ni querida, ni apoyada… nada. No tenía ningún tipo de comunicación. Yo llegaba a casa, abría la puerta y ni mirarnos. Me iba a mi habitación y ni un hola, ni un qué tal”, continúa.
En medio de este tsunami, Mónica dejó el instituto, se rodeó de las compañías menos adecuadas y su grito mudo tuvo consecuencias. Entró en la Fundación Amigó. “Lloré, lloré y lloré. No lo he pasado peor en mi vida. De hecho, lo recuerdo y sigo llorando”, revela retirándose las lágrimas. “En ese momento estás allí sola, y dices dónde estoy, con quién, qué va a pasar conmigo… La distancia me ha hecho ver que si lo aprovechas, es algo fantástico. Reconduces tu vida y te das cuenta de lo estúpida que has sido y de todo el daño que le has hecho a tu familia”.
Cuando se le pregunta por el proceso, recurre de nuevo al verbo llorar. “Desde el primer día nos sentamos con mi familia y sacábamos todos los trapos sucios. Y un día, y otro, y otro… al final sale a flote el problema”. Es importante que se trabaja con todos los miembros porque la violencia filio-parental no es problema del hijo, es un problema familiar e incluso social.
Mónica, que desprende vitalidad por todos sus poros, resume el resto del proceso: “Te ayudan a coger una rutina diaria porque realmente es lo que necesitábamos. Todos los que estábamos allí teníamos una vida descontrolada. Limpias, haces una actividad, vas a clase. Cuando ya empiezas a estar a gusto contigo mismo, coges fuerza y ya vas con otra actitud a las reuniones con la familia y ellos responden de otra forma. También te das cuenta de que la gente se preocupa por ti, empezando por los educadores del centro”.
Hoy, Mónica comparte confidencias con su hermana, siempre tiene el apoyo de su madre y recibe whatsapps de su padre diciéndole que tiene a las mejores hijas del mundo. “No cambio a mi familia por nada. De hecho, prefiero ahora muchas veces estar con mi familia a con mis amigos”, finaliza con lágrimas en los ojos.
LA IMPORTANCIA DE LA COMUNICACIÓN
Ángel (nombre ficticio) es un arquitecto que vio derrumbarse su hogar después de que su mujer le pidiera el divorcio. Llevaban 27 años casados y otros siete de novios. “No me lo esperaba, me afectó tanto que tuve que ir al psicólogo y no pude prestarle la atención suficiente a mi hijo”.
Su hijo ya estaba en plena adolescencia en aquel momento. Contaba con 15 años y una autoestima inversamente proporcional a sus inseguridades debido a un caso de acoso por internet.
El divorcio fue el detonante. “Comenzó a comportarse de forma agresiva tanto conmigo como con mi exmujer. Se metió en una banda y empezó su periplo de un colegio a otro. Ha pasado por tres sin dar un palo al agua y metiéndose en un lío detrás de otro”.
En esta situación la comunicación era escasa. “Me fui paralizando poco a poco. Aunque estuve años dando clases en 5º de Arquitectura en el CEU y podía llegar a acercarme a mi hijo de otra manera, como con mis alumnos, la depresión por mi separación y por la situación económica me lo impidieron”.
Fue su exmujer la que contactó con el centro de la Fundación Amigó y se sumaron al proyecto Conviviendo, centrado en ayudar a jóvenes con estos problemas. “Fue un alivio, todos necesitábamos ayuda y no es una humillación pedirla”, reconoce Ángel.
Sólo han pasado cuatro meses y asegura: “Mi hijo ha cambiado una barbaridad. Ya está saliendo de las bandas en las que se metió y ha decidido dejarse de rapar el pelo”, cuenta emocionado.
RECONSTRUIR LA RELACIÓN
Irene Gallego tiene 30 años y es psicóloga del programa Conviviendo de la Fundación Amigó, un proyecto que surge de la necesidad de prevención en los chavales que llegan muy jóvenes con este problema y no hay recursos para ellos. Actualmente el más pequeño tiene 8 años y el mayor 18. “Cuando llegan aquí tanto padres como hijos están desesperados. Acumulan muchísimo y ante cualquier conflicto surge todo el pasado”, explica.
“El primer paso para reconstruir la relación es eliminar la violencia, que muchas veces se ha convertido en bidireccional. Y cuando ya ha desaparecido o disminuido mucho se empieza a trabajar en comunicación, en emoción de hábitos”, continúa Gallego.
En este programa que dura entre 9 y 12 meses se trabaja con mediaciones en la familia, de forma individual y con algunas tareas. “Hay que reconstruir el vínculo afectivo y tienen que aprender a hablar, a no tener miedo a decir las cosas ni a recibirlas”, cuenta.
Para evitar llegar a estas situaciones hay que educar desde que nace. “El niño no puede criarse en un ambiente de gritos, de violencia, donde sólo importa la nota que saque… Hay que promover los momentos en familia, no confundir firmeza con autoritarismo y, muy importante; el afecto. Incluso una psicopatía se reconduce con afecto”, señala Irene.
Y, por supuesto, no hay que ceder nunca a la violencia. “Es decir, cuando un niño se tira al suelo y patalea por un juguete, no se le puede comprar después”.
Al primer síntoma, “cuanto antes se ataje la violencia, mejor. No hay que mirar para otro lado cuando tu hijo te insulta o te grita por primera vez”. Y cuando la situación se ha complicado, “hay que perder el miedo y soltar la mochila. No es fácil y el proceso es duro pero se supera”.