La curiosidad ha sido la clave. Hombres y mujeres posaron su mirada en su entorno y quisieron comprenderlo. Ese entorno lleno de formas, colores, aromas, procesos y cambios era mágico. Intentaron capturarlo, registrarlo, analizarlo, reproducirlo. Lo hacían a través del arte y la ciencia. En una mancomunidad que preservaba su magia.
En tiempos pasados, la ciencia y el arte no eran disciplinas aisladas. Eran dos caras de la misma moneda. Explorando y celebrando la complejidad del mundo natural y la experiencia humana. Albert Eisntein consideraba que la matemática pura, en su esencia, es comparable a la poesía de las ideas lógicas. Mantuvo esa visión en su propio desempeño. “La matemática es poesía en su estado más puro», escribió en una carta dirigida a The New York Times tras el fallecimiento de la matemático Emmy Noether.
Renée Bergland, profesora de literatura y escritura creativa en la Universidad Simmons de Boston, en su libro “Magia Natural”, nos revela la increíble conexión que surgió de las profundidades de la literatura y la ciencia entre dos figuras históricas: Emily Dickinson y Charles Darwin. Su nuevo libro nace de una percepción literaria. Cultivada a lo largo de años de estudio y reflexión.
Parte su enfoque de que los científicos como Darwin y los poetas como Dickinson compartían una curiosidad común y una capacidad para ver más allá de lo evidente. Encontrando conexiones y maravillas en los patrones de la vida. Bergland revela una resonancia darwiniana en los versos de Dickinson. Una sintonía que trasciende la evidencia tangible.
Adiós a la magia, hola a la ciencia
La lectura del libro de Renée Bergland sugiere que la “magia” —entendida como una sensación de asombro y misterio ante el mundo— se desvaneció cuando el arte y la ciencia tomaron caminos separados. Bergland argumenta que esta división marcó el comienzo de una era de “desencanto”. Cuando la ciencia se percibía como un dominio exclusivamente racional y objetivo. Despojado de la emoción y la belleza que pueden surgir de la observación y la reflexión profundas.
Cuando estas dos formas de entender el mundo se separaron, algo se perdió. La capacidad de fusionar la lógica con la emoción, observación con la interpretación, razón con la estética. Bergland sugiere que esta separación llevó a una visión más limitada y menos rica de la realidad. Una en la que la ciencia se veía desprovista de su capacidad para inspirar y emocionar. Y el arte se consideraba carente de la rigurosidad y seriedad de la ciencia.
Cosa de mujeres ociosas
Renée Bergland nos sumerge en las sorprendentes verdades que desenterró mientras escribía “Magia Natural”. La primera es un eco del pasado. Hace dos siglos, las jóvenes eran alentadas a estudiar ciencias. Un campo considerado apropiado y seguro para ellas. A menudo excluidas de otras áreas académicas, encontraron un espacio en el mundo científico. En contraste con los varones, que se dirigían hacia las lenguas clásicas.
“Estas materias se consideraban propias de una dama – escribe Bergland. -Estudiar el mundo natural parecía seguro porque la gente imaginaba la naturaleza como un sistema muy estable y ordenado diseñado por Dios. Otra razón por la que la ciencia era una buena asignatura para las chicas es que era poco probable que condujera a un trabajo profesional. El latín era necesario para una carrera profesional, pero la ciencia no. Había pocos trabajos remunerados en las ciencias. Por el contrario, solían ser pasatiempos no remunerados para aficionados apasionados que disponían de mucho tiempo libre”.
En un giro del destino literario y científico, la historia de Emily Dickinson y Charles Darwin se entrelaza con una ironía educativa que desafía las expectativas. Charles Darwin, destinado al sacerdocio, encontró su pasión en la naturaleza, no en la gramática latina. Emily Dickinson, por su parte, disfrutó de una educación científica más formal que la que Darwin pudo haber soñado, sumergiéndose en geología, química y botánica. Ambos, en sus respectivos santuarios, contemplaban el mundo con una mezcla de asombro y análisis. Rechazaron la idea de que la ciencia y el arte debían estar separados.
Gran divorcio
La segunda revelación de Bergland nos lleva al “gran divorcio” entre las artes y las ciencias. En un giro dramático de los eventos culturales del siglo XIX, Samuel Taylor Coleridge, un poeta romántico, se convirtió en el catalizador involuntario de una ruptura histórica. El “gran divorcio” entre las artes y las ciencias. Coleridge irrumpió en una reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia en 1833. Desafió el naciente método científico y su énfasis en la experimentación. En un momento en que la poesía romántica y la filosofía natural compartían una admiración común por la observación detallada del mundo natural.
Mientras tanto, Charles Darwin, aún sin el título de biólogo y Emily Dickinson, una joven en Amherst, estaban a punto de embarcarse en sus respectivos viajes intelectuales. Fue William Whewell, un profesor de Cambridge, quien propuso una solución diplomática al conflicto: acuñar un nuevo término, “científico”, para describir a los practicantes de la ciencia emergente. Un término que reconocía la creciente contribución de las mujeres en el campo, como lo demuestra el éxito de Mary Somerville con su libro “On the Connexion of the Physical Sciences”.
Este cambio de nomenclatura marcó el inicio de una era en la que las artes y las ciencias comenzaron a ser vistas como culturas separadas. Una división que sorprendería a los historiadores posteriores. Fueron los artistas, no los científicos, quienes buscaron distanciarse.
Desencanto
La tercera y última revelación aborda el “desencanto”. La separación histórica entre las artes y las ciencias, conocida como el “gran divorcio”, marcó el inicio de una era de racionalización extrema. El encanto del misterio y la maravilla parecían haberse desvanecido. Max Weber, el renombrado sociólogo, acuñó el término “desencanto” para describir esta transición hacia un enfoque puramente científico y objetivo del mundo. Uno que excluye la emoción y el asombro.
Esta narrativa simplificada no hace justicia a su rica historia. Hace dos siglos, la exploración del mundo natural no era solo el dominio de los científicos, sino también de los artistas y los líderes espirituales. La historia, la filosofía, la teología y la magia—la última entendida como la experimentación con fuerzas invisibles como el magnetismo y la gravedad— eran todas facetas de un mismo deseo de comprender la realidad de la naturaleza.
Con el tiempo, la ciencia y el arte tomaron rumbos distintos, y, con ellos, la noción de magia natural se desvaneció. Dejó un vacío donde una vez hubo una sinergia entre el misterio y la investigación. A pesar de esta división, figuras como Charles Darwin y Emily Dickinson se mantuvieron firmes en su resistencia al desencanto. Darwin, con su sentido de maravilla intacto, describió la evolución como el “misterio de los misterios”. Mientras que Dickinson, con su lógica incisiva y su conocimiento científico, buscaba capturar la esencia de la vida y la extinción en su poesía.
Dos rostros una misma magia
Bergland nos convence en su libro de que, más allá de la historia conocida, hay un intercambio implícito entre la Emily Dickinson poeta y el Charles Darwin naturalista. La obra de Dickinson, custodiada celosamente por su privacidad, y la ciencia de Darwin, que nunca cruzó el umbral de su intimidad, parecen dialogar a través del tiempo. Pese a la ausencia de interacciones directas. Salvo por menciones esporádicas en correspondencia y la posible conexión a través de su mentor común, Thomas Wentworth Higginson.
Darwin compartía con Dickinson un origen privilegiado. Ambos disfrutaron de una juventud libre de preocupaciones económicas. En hogares que alentaban la curiosidad intelectual y artística. Mientras Darwin se sumergía en la naturaleza y la literatura, Dickinson, una generación posterior, comenzaba a trazar su propio camino de descubrimiento en la campiña de Massachusetts. Su amor por la observación de la naturaleza y la vivencia de la infancia, narrada con nostalgia y una sonrisa, nos habla de una vida impregnada de asombro y exploración.
Mientras Darwin regresaba a Gran Bretaña para sumergirse en sus investigaciones y escritos, Dickinson se embarcaba en su educación en un Massachusetts donde las chicas se adentraban en las ciencias físicas y los chicos aprendían griego y latín. La poetisa en reiteradas ocasiones expresó su fascinación por la química, la geología y la botánica. Mientras que el biólogo pese a su fama se sumergió en la literatura con igual pasión. Un contraste encantador con su imagen de revolucionario científico. La influencia de Darwin en la literatura y la ciencia fue profunda. Pero Bergland destaca su lucha interna al desarrollar su teoría de la evolución. Una lucha que Dickinson captura poéticamente en su enfoque único del sabbath.
Eco
La teoría de la evolución de Darwin no despojó al mundo de su magia, pero indudablemente lo transformó. Dickinson encontró inspiración poética en la evolución y sus implicaciones. Asimiló la teoría evolutiva, reflejando su impacto en reflexiones sobre la vida, la muerte y la fe. El eco de Darwin en su poesía es palpable.
Darwin y Dickinson no se limitaron a sus respectivos campos de la ciencia y la poesía, los fusionaron. Crearon una sinergia que refleja la doble hélice de la creatividad humana. Entrelazamiento que la autora celebra y que podría ser la clave para revitalizar el interés en las humanidades.
La obra de Bergland es un llamado a la acción para que los académicos se atrevan a explorar y a comunicar sus ideas de maneras que puedan inspirar tanto a la mente como al espíritu. Aunque no rompe moldes con descubrimientos inéditos, sí desafía la norma con su estilo accesible y su narrativa cautivadora. Es un ejemplo poco común de cómo la academia puede y debe trascender las barreras de la especialización para llegar a un público más amplio.
Recuperar la magia
En un momento en que las humanidades luchan por mantener su relevancia y sus aulas llenas, Bergland nos recuerda que la responsabilidad no recae únicamente en los hombros de los profesores. Su libro es un testimonio de cómo dos mentes pueden converger en un diálogo que cambia nuestra percepción del mundo, un diálogo que sigue resonando.
En un mundo marcado por las crisis ambientales, los retos de las nuevas tecnologías y las brechas sociales, la obra de Renée Bergland nos recuerda la importancia de recuperar esa magia natural. De reavivar la chispa de curiosidad y asombro que una vez unió a científicos y artistas en su búsqueda de conocimiento. Es un llamado a reconectar con la maravilla del mundo natural y a encontrar soluciones conjuntas para los desafíos que enfrentamos.