Antonio López Ortega /Fotos Nela Ochoa
I
Nos han dicho que la estación más próxima para llegar a Alcalá de Henares es Recoletos. “Tome el tren de Cercanías”, me sugiere un alto agente de policía, “y bájese en la última estación”. Busco con los ojos la entrada principal y descubro que está tapiada por obras: debemos dar una vuelta considerable que nos lleva por jardineras, calles estrechas y atajos con sacos de cemento arrumados.
Todavía se ven, desordenadas, las barreras del maratón de Madrid que se ha corrido el día anterior y ha segmentado la ciudad. Ya dentro de Recoletos, la cantidad de andenes es innumerable. El hombre que nos ha vendido los boletos, nos asegura que debemos bajarnos en Universidad, pero un pasajero que espera con nosotros nos aclara que mejor hacerlo en Plaza, porque probablemente las calles de la última estación estarán bloqueadas.
Las señales del andén propicio nos engañan: estábamos en la dirección contraria y, al percatarnos, debemos salir por un extremo, encarar una escalera empinada, caminar sobre el túnel y volver a descender hasta llegar al andén opuesto. En alguna de esas escalinatas, tan extraviada como nosotros, nos encontramos de súbito con Marina Gasparini, a quien por haber subido más escalones le falta la respiración. Nos alegramos de verla y también ella de vernos. Ahora viajaremos en compañía.
El tren avanza por un túnel interminable, y cuando por fin sale a la superficie nos muestra a la Madrid de los suburbios: edificios grises y chatos, niños que juegan en un parque remoto, aparcaderos semivacíos, aceras por las que nadie transita: nada que ver con la Madrid cosmopolita de estos años, espléndida urbe repleta de visitantes y turistas.
Marina y Nela se sientan en los puestos con ventanas, por donde va desfilando una lenta película de caseríos y árboles en flor: es la primavera que alborota el polen y provoca los estornudos. Ambas conversan sobre el protocolo del acto, que exige faldas ligeramente por encima o por debajo de la rodilla. Los hombres, a su vez, deben estar con corbata o traje académico.
Son las once de la mañana y la sucesión de paradas habla de una hidra de mil cabezas, que no cesa de crecer. Pocos pasajeros hacia Alcalá de Henares porque el flujo matutino va en contra. Barajando las opciones, Marina sugiere que nos bajemos en Plaza y tomemos un taxi hasta Universidad. El chofer conoce los atajos y nos deja lo más cerca posible.
Mientras más nos acercamos, son más las calles bloqueadas y la custodia policial. En los próximos minutos llegarán los reyes y los transeúntes lo saben. El dispositivo lo han montado durante muchos años y los agentes son amables a la hora de reorientar a los invitados. Yo pregunto por la calle que me señala el mapa, y un oficial que parece un atlante me indica que tome la paralela. Se trata de una calle empedrada, claramente peatonal, con una acera ancha, que alterna pequeños locales comerciales.
Vamos caminando pausadamente junto a otros invitados que se van sumando, mientras un bullicio nos cautiva sin saberlo. Ya cerca del portón que marca la entrada a la universidad, descubrimos que el ruido obedece a gente que está represada detrás de unas barreras: caras multicolores ondean en banderillas venezolanas. Las telas tricolor que cortan el aire son el primer indicio de que hoy se entrega el Premio Cervantes de Literatura al poeta Rafael Cadenas, venezolano.
II
Detrás del portón todo parece un gran jardín, con cipreses enormes y árboles de follaje luminoso. Ese espacio de verdor está contenido entre fachadas renacentistas y neoclásicas. En algunas chimeneas las cigüeñas han hecho su nido. Los invitados, que no son muchos, se reconocen o se presentan. Sonrisas y gestos corteses dominan la escena.
Una especie de paje protocolar invita a entrar al paraninfo. Anuncia que los invitados deben estar primero que los conferenciantes. Cada quien confirma su nombre en un listado y pasa a sentarse. A los familiares y contados amigos de Cadenas se les reserva un palco contiguo en forma de U, y a las autoridades sillas marcadas con sus nombres.
El paraninfo es mucho más pequeño de lo que parece. Logra un ambiente de sombría intimidad pese a la largura. Al sentarnos al fondo, nos percatamos de que Cadenas ya está en el recinto. Ha llegado temprano y ahora descansa en una silla de tijera con su cabeza despeinada y un chaleco azul celeste: un triunfo sobre el protocolo.
Nos enteramos después de que su avance tiene que ver con la escalinata que lo llevará al púlpito. Los peldaños estrechos y recrecidos lo obligan a ensayar varias veces con ayuda de su hija Paula. Si todos los ganadores del Premio Cervantes lo han escalado para leer sus discursos, él también llegará a la cima.
Un bullicio sostenido que, súbitamente, se vuelve silencio sepulcral, anuncia la llegada de los reyes. También se han presentado antes de tiempo. Entran por la puerta principal y se dirigen al largo mesón donde los esperan el rector de la universidad, el ministro de cultura y la presidenta de la comunidad de Madrid.
De pronto se oyen las notas del himno de España y no sé por qué siento que esa melodía podría ser la de cualquiera de nosotros, la de todos los invitados, la de los venezolanos que agitan banderines afuera, la de cualquier escritor que se exprese en nuestra lengua común.
Un himno sin palabras, más bien pura armonía, porque cada quien pudiera adosarle el verso que quiera o inventarse el llanto que quiera.
Cesan las notas y Felipe VI mueve su pesado sillón, y también el de la reina Letizia, para sentarse. Alguien de protocolo ha reaccionado y se acerca a auxiliarlos, pero ya el monarca funge de maestro de ceremonias y anuncia el primer discurso de la tarde, que corresponde al rector de la universidad en su calidad de anfitrión.
III
Nadie entiende por qué dura tanto, por qué se sostiene, por qué la gente sigue de pie. Me refiero al aplauso, sí, el aplauso que Cadenas recibe con sonrisa amable de todos los rincones. Felipe VI le acaba de entregar el diploma y la estatuilla correspondientes al Premio Cervantes.
También la reina Letizia le toma las manos y no se las suelta: mientras haya aplauso se mantendrá la cadena humana. Por estar saludando y agradeciendo a los reyes, Cadenas tarda en darse vuelta para encarar al público que lo celebra, pero cuando finalmente lo hace, el aplauso dobla en intensidad y se convierte en el segundo himno del día.
Una sonatina de palmadas que viene, no de la historia, pero sí del calor humano depositado entre esas paredes seculares que tanta hazaña humana habrán visto desde los tiempos de Cervantes o más.
En medio de la celebración, ese rostro de Cadenas que apenas sonríe, esa pincelada sutil a manera de gestos, esa honradez de espíritu, esa honestidad con que pronuncia cada palabra. La humildad por delante de quien, no esperando nada, lo ha recibido todo.
IV
El discurso de Cadenas fue de una gran precisión en cuanto a temas e intereses. Comenzó diciendo todo lo que, literariamente, le debe a España: las lecturas juveniles de Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado o Federico García Lorca, quienes en ese orden generacional fueron muy leídos y valorados en la América hispana; los místicos españoles con Juan de la Cruz a la cabeza; los poetas de la Generación del 27, y sobre todo Jorge Guillén y Luis Cernuda.
Luego se detuvo en el exilio español y, paradójicamente, en la ganancia que tuvimos al contar con profesores e intelectuales de renombre: la mención a su maestro desterrado de primeras letras fue conmovedora. La última España que celebra es la de la recuperación democrática y el florecimiento cultural, o precisamente la que instaura un premio como el Cervantes para reconocer una literatura vasta de dos orillas que es una sola.
El segundo tema tuvo que ver con la salud de la democracia, que sin duda está muy amenazada en este mundo de poderes letales y emperadores de nuevo cuño. Según Cadenas, son los sistemas educativos los que fallan a la hora de instaurarla y profundizarla. Ocurre con la democracia lo mismo que con la respiración. Solo nos damos cuenta de que nos falta cuando el aire no nos llega.
Y con la democracia, también debemos pensar en la libertad, que Cadenas exaltó con una larga cita de Sancho Panza, recordando igualmente que el pensamiento ilusorio o heroico, más propio de don Quijote, muchas veces nos ha llevado a quimeras que han terminado siendo verdaderos gulags, complejos pesadillescos que nos convierten en carroña de buitres.
Sus frases finales no podían obviar la poesía, sino centrarla en el mayor de los intereses humanos. Si para Cadenas la existencia es un misterio, o un milagro, nada como la poesía para revelarlo. Vivimos de manera muy superficial, y la poesía se revela como la herramienta más propicia para ahondar en ese misterio.
Valga esta especie de haiku cadeniano, que extraigo de su libro Sobre abierto (Pre-Textos, 2012) para advertir cuán lejos estamos de la existencia o revelación:
“Flor el que te mira en este instante se aparta para hacerte sitio”.
V
Como contraparte y cierre del acto, que en total no duró más cincuenta minutos, el discurso de Felipe VI no desalentó para nada. Recordó la amistad de Cadenas con Salvador Garmendia, especie de hermano mayor que lo guiaba en sus lecturas; recordó los encuentros vespertinos en la Plaza Altagracia, cuando los dos recitaban el Cantar de los cantares; recordó la legendaria biblioteca de Herman Garmendia, hermano mayor de Salvador, considerada en tiempo como la mejor de la ciudad; recordó que el nombre original de Barquisimeto era Nueva Segovia; y, sobre todo, recitó unos versos estremecedores del poema “A un esbirro” que hicieron revivir los años de Cadenas en la cárcel.
VI
Todos salimos del paraninfo y volvemos al jardín de los comienzos. La reina Letizia toma a Cadenas de la mano y se lo lleva a solas por un sendero. Detrás vienen los fotógrafos que quieren pescar la escena en exclusiva. Felipe VI viene más atrás y los alcanza para seguir conversando.
La cortesía de los reyes es genuina. Ese poeta de noventa y tres años los asombra por la quietud y la serenidad.
Los invitados siguen arremolinados a la salida del paraninfo. Hay mucho que comentar. Sale un mesonero con una bandeja de vinos y cerveza. Luego un segundo, un tercero, un cuarto. Pasan unos minutos y ahora son bandejas con fiambres y quesos variados. La gente se dispersa conforme los mesoneros pasan cerca. Ya son grupúsculos variados: los catedráticos, los funcionarios, los escritores, las autoridades, los familiares de Cadenas y uno que otro curioso.
Hay varios almuerzos pautados, pero nadie se quiere ir, ni siquiera los reyes. A Felipe VI es fácil divisarlo. Su cabeza se eleva solitaria sobre las demás. Su bonhomía lo hace hablar con todos. La reina Letizia, en cambio, permanece con Cadenas. Después de la sesión fotográfica se ha venido de vuelta por la misma senda. Lo va llevando por el brazo y ambos sonríen.
Al llegar al jardín, Cadenas quiere sentarse, está un poco cansado, y alguien le acerca una silla estrecha, que más bien parece un taburete. La reina Letizia preferiría seguir a su lado, porque la conversación sigue viva, y trata de inclinarse o agacharse, para que Cadenas la siga oyendo. Otra falla de protocolo, porque alguien ha debido acercarle un asiento, pero ella ni se inmuta.
Cadenas prueba un pedazo de queso, quizás un enrollado de jamón, pero necesita beber algo más, quizás un vinito blanco o más bien agua. Allí permanece mientras los demás van a sus citas o sencillamente vuelven a Madrid. Los que van quedando son más bien familiares y amigos.
El ambiente se hace íntimo; todos nos conocemos. Ahora que hay menos gente, volvemos a escuchar a lo lejos los saludos de los que siguen con sus banderitas detrás de la barrera policial. Ahora Cadenas está con sus hijos, sus sobrinos, sus nietos. Observando la variable escena final, Marina ve a Cadenas y le dice: “Sólo faltan Milena y López; ¿verdad, Rafael?”.
Cadenas la ve y asiente con la cabeza. Se refiere a Milena, sí, su compañera de toda la vida, quien no llegó al Cervantes, y a López Pedraza, su gran amigo, mente privilegiada con quien siempre conversaba.
VII
Cadenas celebra el mayor honor de su vida en Alcalá de Henares, la ciudad donde nació Cervantes. No es un encuentro casual. Cervantes se hizo de un trastornado para poder decir lo que un cuerdo no diría. El auge de la novela moderna viene con la subjetividad, y no hay personaje más subjetivo que el Quijote.
Por su lado, el exceso de subjetividad ha sido para Cadenas una condena, porque nos puede llevar a la locura. En la tradición aristotélica del yo, Cadenas ha visto un peligro; más le vale la apuesta del ser que está tan próxima de las religiones orientales. Este diálogo entre dos grandes continúa.
La visita de Cadenas a su maestro no hace sino reafirmar la cercanía. Solo que esta vez viene de la mano de Sancho, de quien mucho hay que aprender.
Una versión del texto fue publicada en Prodavinci.