Debemos ser conscientes de que podemos cambiar nuestros modos relacionales para alcanzar una “sostenibilidad afectiva” y una “sostenibilidad relacional”
Montserrat Escribano Cárcel, Emilia Oliver del Olmo y Raquel Ibáñez Martínez
El término “sostenibilidad” fue utilizado por Susan Fenimore-Cooper en su libro Diario rural (1850). Relacionaba el efecto en el medio natural del aumento de la demanda de recursos para la industrialización. Fue la primera vez que alguien aproximaba realidades que hasta entonces se consideraban separadas, como la naturaleza y el uso de los recursos. Al ponerlas en relación, advirtió ya que las consecuencias de la industrialización eran irreversibles.
Su mirada ecológica de la sostenibilidad permitió establecer una relación entre territorio, personas y naturaleza, así como denunciar la falacia de un progreso ilimitado. Hoy, este concepto nos permite ahondar en los vínculos que se dan entre familia, educación y ciberespacio. Entre estas realidades hay estrechas conexiones que tienden, en el mejor de los casos, hacia un cierto equilibrio. Pero, junto a ello, el término sostenibilidad también nos lleva a ser conscientes de las desigualdades e injusticias sociales que pueden darse y que dificultan nuestra vida en común.
Vínculos y responsabilidad
Con “sostenibilidad”, Fenimore-Cooper subrayó los vínculos que provocan las relaciones ecológicas e indicó la necesaria responsabilidad humana, presente y futura, para mantener un cierto equilibrio en nuestros vínculos personales y sociales.
Una perspectiva que nos lleva a entender que vivimos en un sistema ecodepediente: nuestras vidas transcurren en un entramado de relaciones en el que desarrollamos nuestras conductas, participamos de un sistema de creencias y en el que se dan distintos modelos familiares y educativos. Estos vínculos no se pueden estudiar al margen de lo que sucede en nuestras pantallas.
Actualmente, la interioridad humana y el mundo emocional están cada vez más expuestos en las redes sociales y en los entornos digitales en general. Influyen en cómo modelamos y variamos nuestras preferencias, deseos, afectividades, sexualidades y experiencias espirituales. Así, en esta matriz que une vidas, dispositivos móviles y tecnologías, mostramos, pero también aprendemos, comportamientos y formas de relación.
Los entornos educativos pueden fomentar comportamientos críticos que teniendo en cuenta las conductas individuales ayuden a considerar su impacto global y a asumir la responsabilidad ecosocial más allá de la comunidad familiar como resultado de una conducta ecodependiente, sostenible y corresponsable.
La teoría de la acción planificada
Una posibilidad para asomarnos a este entramado relacional es la teoría de la acción planificada, según la cual nuestras conductas pueden ser educadas. Aunque movilizar nuestras intenciones, por ejemplo, para ser menos sedentarios, o asumir unos determinados hábitos, como beber menos alcohol, no resultan tareas sencillas.
La acción planificada tiene que ver con los tres tipos de creencias que influyen en la conducta humana:
- Las creencias conductuales. Son las convicciones de una persona, a partir de la información que posee, de que la realización de una conducta le produce unos resultados, beneficiosos o perjudiciales. Por ejemplo, si una persona está convencida (creencia) de que obteniendo un título universitario (objeto) podrá acceder a un buen trabajo (atributo): esto es una creencia conductual. La contraria sería que obteniendo un título universitario terminará en el paro. En función de que su creencia sea una u otra, es más o menos probable que se matricule en la universidad. Otro ejemplo de creencia conductual puede tener que ver con la convicción de que si fumamos nos pondremos enfermos o, en cambio, que si fumamos solo de vez en cuando no nos pasará nada.
- Las creencias normativas. Las elaboramos según referentes subjetivos: son convicciones sobre lo que piensan y esperan de nosotros nuestras referencias sociales. Configuran de alguna manera nuestra conducta, ya que nos sentimos subjetivamente obligados. Si nuestros padres, cuando somos pequeños, esperan que seamos obedientes, tendremos una creencia normativa de que no debemos expresar quejas; si cuando somos adolescentes nuestro grupo de amigos bebe alcohol, nosotros seguiremos esa creencia normativa de que debemos beber alcohol también; si cuando somos adultos nuestro jefe en el trabajo nos transmite la idea de que espera que trabajemos más horas de las estipuladas en el contrato, tendremos la convicción de que debemos hacerlo. Las creencias conductuales tienen que ver con los resultados de la propia conducta y las normativas, con lo que creemos que los demás esperan de nosotros: ambas influyen en las decisiones que tomamos en cuestiones que van desde como ir al gimnasio hasta reducir la cantidad de azúcar que consumimos.
- Las creencias sobre el control. Son las que tiene alguien sobre su propia capacidad y posibilidad para llevar a cabo una acción o un comportamiento. Por ejemplo: si una persona sabe que tiene aptitudes para la música (capacidad) y que en su ciudad hay un conservatorio sin límite de plazas (posibilidad), es más probable que estudie música que si, por el contrario, supiera que no se le da bien la música o no pudiera acceder al conservatorio.
Sostenibilidad afectiva y relacional
Más allá de teorías como la de la acción planificada, vemos que nuestras conductas están sostenidas por un complejo sistema de creencias y de tendencias que son dinámicas. Aunque no sea sencillo modificar nuestras conductas, debemos ser conscientes de que sí cabe la posibilidad de que se produzcan cambios en nuestros modos relacionales para alcanzar una “sostenibilidad afectiva” y una “sostenibilidad relacional”.
Discernir los elementos externos que nos influyen es fundamental para poder hacerlo, como también lo es asomarnos a las creencias y percepciones que inciden en nuestra subjetividad y que interpretamos como a favor o en contra en el desarrollo de nuestras conductas.
Para alcanzar la sostenibilidad afectiva, debemos ser conscientes de que nuestros comportamientos afectan a otros. Por ejemplo: podemos decidir no consumir pornografía porque sabemos que tiene un amplio impacto en nuestra persona (en nuestro cerebro, en nuestra capacidad de desear, en nuestra sensibilidad corporal..) y que, además, afecta sobremanera a la vida de otros, como las mujeres que son explotadas por la industria del sexo.
Para alcanzar la sostenibilidad relacional, debemos entender que nuestros vínculos con los otros parten del reconocimiento recíproco y desde el proyecto común. Esta sostenibilidad se alcanza a través de la práctica del diálogo, la comprensión, la escucha y la libertad.
Sostenibilidad identitaria
Tenemos también la oportunidad de pensar en una “sostenibilidad identitaria” que brota en los entornos familiares y en las instituciones educativas, pues son los espacios relacionales donde aprendemos a interpretar nuestra existencia y elaboramos nuestro carácter. En estos contextos descubrimos y ponemos en marcha creencias, valores y tradiciones.
Para lograr que nuestra identidad sea madura y moral, debemos intentar que nuestro autoconcepto no se construya a partir de considerar a otros como personas de segunda categoría o descartables. Por ejemplo, no deberíamos construir una idea de nosotros mismos como exitosos si hemos ganado dinero explotando a otros.
Los entornos educativos pueden fomentar comportamientos críticos que teniendo en cuenta las conductas individuales ayuden a considerar su impacto global y a asumir la responsabilidad ecosocial más allá de la comunidad familiar como resultado de una conducta ecodependiente, sostenible y corresponsable.
Montserrat Escribano Cárcel, profesora asociada Facultad de Teología San Vicente Ferrer; Emilia Oliver del Olmo, docente de Sociedad, Familia y Educación, y Raquel Ibáñez Martínez, profesora de la Facultad de Magisterio y Ciencias de la Educación [Universidad Católica de Valencia]
The Conversation. Lea el original.