De los muchos temas que trabajó Hannah Arendt, uno de los peor entendidos es también uno de los más conocidos. Nos referimos al de la “banalidad del mal”. No han faltado, incluso, quienes imaginan que la gran filósofa de la política pensaba que el mal era de por sí banal. Quienes hemos seguido el desarrollo del pensamiento de Arendt, sabemos, sin embargo, que el concepto de banalidad es un derivado del concepto de Kant acerca de la radicalidad del mal.
EL CASO EICHMANN
Como sabemos, la proposición relativa a la banalidad del mal la elaboró Arendt observando la personalidad y escuchando opiniones emitidas por Adolf Eichmann durante el juicio que le siguieron en Jerusalén. Acerca del concepto de banalidad, no faltaron quienes creyeron que Arendt intentaba minimizar los crímenes cometidos por Eichmann. Nada más falso.
Arendt estaba de acuerdo con la sentencia de pena de muerte aplicada al acusado. En el último párrafo del epílogo escribió Arendt su sentencia personal: la horca. Nada menos. Vale la pena citar en toda su extensión, pues ahí está concentrada la esencia del argumento de Arendt acerca de la banalidad del mal.
Como si estuviera dirigiéndose directamente a Eichmann, escribió:
«Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos los que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer.
«Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible inocua vida interior tuya y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal penal.
«Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación -como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo-, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».
Arendt probablemente no sabía que Eichmann poseía dotes de actor. Su estrategia fue presentarse ante el juicio como víctima de circunstancias, y no como uno de los responsables del Holocausto. Una simple pieza de un engranaje de una maquinaria de la muerte, un hombre que solo cumplía órdenes y que en ningún aspecto podría ser señalársele como responsable del genocidio.
Arendt no conocía demasiado la vida de Eichmann, y después de su libro, historiadores como Hans Mommsen, estudiando la biografía del acusado, pudieron llegar a la conclusión de que definitivamente Eichmann era un redomado antisemita y, por lo mismo, uno de los responsables del asesinato colectivo que había tenido lugar en las cámaras de gases.
Como sea, más allá de la persona de Eichmann, Arendt intentó demostrar que de verdad hubo personas que solo se limitaron, como si fueran autómatas, a cumplir órdenes y que, en otras circunstancias, no habrían sido los asesinos que llegaron a ser. Frente a ese tipo de personas Arendt no fue benevolente. Lo que importaba es lo que un individuo ha hecho y no lo que pudiera no haber hecho si las cosas se hubieran dado de una manera distinta.
Cada ser es responsable de sí mismo y de sus actos fue el veredicto de Arendt. Hay por cierto, circunstancias atenuantes, pero según Arendt, en el caso de Eichmann, no las había. ¿Que actuó como un autómata? Eso no importa. Cada uno es responsable si decide ser un autómata o un ser humano. ¿Dónde reside entonces la banalidad del mal? Aunque parezca tautología, la banalidad del mal reside en su banalización. Quiere decir que el mal nunca será banal, pero sí puede ser banalizado.
Para poner un ejemplo, un soldado de un ejército invasor que mata en las batallas a soldados enemigos no pueden acusarlo de asesinato. Pero si ese soldado mata a personas indefensas, a soldados rendidos, viola a mujeres, incendia casas, ese soldado sí es un asesino. ¿Y si ha recibido órdenes para cometer esos crímenes? Igualmente es culpable de no rebelarse en contra de los crímenes de guerra que cualquier soldado profesional debe conocer. Obedecer a una orden ilegal no absuelve a nadie.
La guerra es de por sí un crimen, nos diría un pacifista antipolítico. Pero hay crímenes de guerra y de esos crímenes son responsables tantos los que dan órdenes como los que las obedecen. Decir yo maté porque así me lo ordenaron es convertir un asesinato en el simple cumplimiento de una orden. En un acto banal. Y como la mayoría de los asesinos siempre recurrirán a argumentos para justificar sus asesinatos, casi todo asesinato podría ser banalizado. La banalidad del mal proviene de la incapacidad de sentirse culpable. Repitamos: No hay banalidad sin banalización.
Eichmann intentó banalizar, como la mayoría de los asesinos, sus asesinatos. Mediante su coartada intentó aparecer como un inocente. En muchos casos, y este era el de Eichmann, ese intento podría aumentar incluso su culpabilidad. Primero, cometió un crimen. Segundo, intentó banalizarlo ante él y ante los demás.
EL CASO FILBINGER
Tiempo después del caso Eichmann, en la Alemania del milagro económico y de la consolidación democrática, hubo una discusión similar a la que intentó estimular Arendt en Israel y en Estados Unidos. Nos referimos al ya olvidado, pero en su tiempo muy divulgado, caso Filbinger
Hans Karl Filbinger (1913-2007) fue juez durante la época nazi. Después de haber sido rehabilitado, llegó a ser -como político de la CDU- ministro presidente del estado Baden-Württembergs (1966-1978).
Ante sus muchos seguidores, Filbinger representaba valores conservadores (patriarcales, autoritarios, religiosos, patriotas). Las elecciones solía ganarlas por mayoría abrumadora. Pero en 1978 el actor Rolf Hochhuth lo denunció por haber sido uno de los juristas más implacables del régimen nazi, llamándolo “jurista terrible” (denominación que en la Alemania de posguerra era aplicada a los juristas al servicio personal de Hitler). Acusación que habría pasado inadvertida si el mismo Filbinger no hubiera levantado una querella en contra del actor. Fue ahí cuando la prensa descubrió el tortuoso pasado del político.
Como juez de la marina, Filbinger había condenado a muerte a marinos desertores. El proceso judicial, iniciado por el mismo Filbinger, demostraría que la denominación “jurista terrible” era perfectamente aplicable a su persona. A la CDU no le quedó más alternativa que destituir al patriarca. Por cierto, no fue condenado ni a prisión, ni a nada. Tuvo suerte. En los tiempos del juicio a Eichmann habría sido condenado a muerte.
Lo que más llamó la atención fue la absoluta incapacidad de Filbinger para hacerse cargo de su pasado. Pese a que sus propios hijos se distanciaron de él, hasta el momento de su muerte, siguió sosteniendo que había sido una víctima de una confabulación urdida en la RDA. Con esa negación, Filbinger pasó a engrosar una larga fila de posnazis incapaces de asumir la realidad vivida. La había borrado de su mente y, por ende, de su biografía.
¿Por qué rememoro aquí el casi olvidado caso Filbinger? Por una razón. Filbinger, como Eichmann, intentó banalizar el mal. Pero Filbinger no usó el argumento de Eichmann (“yo solo cumplía órdenes”) sino otro más refinado: “Yo solo aplicaba las leyes”. Como dijera Filbinger en una entrevista a Der Spiegel: “Yo no soy responsable de las malas leyes. Mi trabajo era solo hacerlas cumplir”. Con esas palabras la banalización del mal se convertía en la legalización del mal.
Efectivamente, desde un punto de vista puramente legal, Filbinger no había cometido ningún delito. Su falta era moral: obedecer ciegamente a las leyes de una dictadura sin considerar que una dictadura, por serlo, es anticonstitucional y por lo mismo ilegal. Las leyes dictadas por una dictadura solo pueden ser legales para los partidarios de una dictadura. Y aquí topamos con uno de los temas más controvertidos del derecho público y privado: la relación entre legalidad y legitimidad.
LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD
El tema fue tratado a fondo por el jurista Carl Schmitt, para quien la legalidad no cubre todo el espacio de la legitimidad. De modo que algo puede ser legítimo y no ser legal a la vez. Ahí, sin mencionarlo, Schmitt recurría a nociones establecidas filosóficamente por Immanuel Kant. La diferencia es que mientras para Schmitt legitimidad y legalidad son términos contrapuestos, Kant los considera conceptos interdeterminados.
Kant, a pesar de ser un apasionado defensor de la ley constitucional, no era legalista. Las leyes, según Kant, deben ser respetadas porque provienen de la razón práctica, vale decir de las experiencias de vida. De ahí surge la moral y de la moral, la religión y el derecho. Las leyes, según Kant, se encuentran afiliadas a la razón hecha moral y a la moral hecha ley. Cuando hay discordancia entre ley y moral, quiere decir que algo anda mal en las leyes. De esa constatación, Kant dedujo una de sus máximas más famosas: “Hace todo lo que las leyes prescriben, pero no hagas todo lo que las leyes permiten”. Quiere decir, más allá de la legalidad hay un espacio donde nos está permitido regirnos por una moralidad que no puede ser totalmente cubierta con el manto de la legalidad.
No todo lo legal es justo ni todo lo justo es legal, podría haber dicho Kant. Hay por lo tanto en su filosofía jurídica, una sobredeterminación de la moral en el derecho público y privado. Una palabra alemana, casi intraducible a otros idiomas, expresa de modo preciso esa sobredeterminación:Sitte.
Sitte es la moral que proviene de la tradición y de las costumbres. De este modo uno podría contravenir la Sittlichkeit sin contravenir la legalidad. Pongamos ejemplos: no responder al saludo de un vecino, no es ilegal, pero no es sittlich. No cumplir una promesa dada a alguien, no es ilegal, pero no es sittlich. Ser elegido presidente en nombre de la paz y llevar al país a la guerra, no es ilegal, pero no es sittlich. Podríamos seguir con ejemplos parecidos.
Ahora, lo ideal es que moral, Sittlichkeit y legalidad, sean correspondientes entre sí. Por eso recomendaba Kant que, no habiendo en determinadas situaciones una ley por la cual regirse, debemos actuar como si hubiera una, siguiendo máximas que condensan las formas de conducta en campos no considerados por la legalidad. Por lo mismo, hay situaciones extremas en las cuales la discordancia entre moral y legalidad es tan discrepante, que no queda más alternativa sino tomar una decisión o a favor de la ley sin sustrato moral, o a favor de la moral de donde provienen las leyes.
Eichmann dijo que solo recibía órdenes. Lo que no dijo es que las recibía de una camarilla de miserables asesinos. En el caso de Filbinger, él dijo que dictaminaba de acuerdo a leyes que bien podrían ser malas, pero no dijo que esas leyes (decretos) provenían de la voluntad de un caudillo criminal que había puesto su palabra por sobre la Constitución, las leyes y la moral.
Hitler, al renunciar tanto a la legalidad como a la moral establecida fue, si seguimos a Kant, una expresión máxima del mal. De un mal imposible de ser banalizado. Un mal que no se sujeta a nada ni a nadie. De ese mal que hoy representa Vladimir Putin. El mal radical, así lo llamó Kant.
«Mamá, ¿por qué caen bombas sobre el jardín infantil?», preguntó un niño de nueve años a su madre, la periodista Nonna Stefanova. Después de vacilar, ella decidió responder con la verdad: “Porque somos ucranianos”.
EL CASO PUTIN
El mal radical es el mal puro, radicalmente desbanalizado, imposible de ser justificado por nada. El regreso a una supuesta condición natural, cuando no había moral, ni ética, ni normas, ni dioses, ni leyes, ni palabras. El mismo Hitler lo sabía. Siempre ocultó el Holocausto, incluso ante ante su propia gente. Sabía que había pasado la raya que separa a la condición humana de otra a la que no sabemos cómo llamarla.
Hitler no se dejaba regir por nada diferente a su propia voluntad. Pero Hitler no era un ser irracional, eso sería defenderlo. Sus visiones eran irracionales, pero intentó realizarlas aplicando una sistemática racionalidad instrumental. La racionalidad del mal radical, podríamos llamarla. Precisamente a esa racionalidad se refería hace unos días el presidente de Estados Unidos cuando dijo que Putin era muy racional para llevar a cabo una obra irracional. Si es así, Putin no puede ser comparado con Stalin, pero sí con Hitler.
Stalin era sin duda tan o más asesino que Hitler. Pero incluso su maldad podía ser banalizada por la existencia de un partido, de una tradición leninista, por la creencia en una ciencia de la historia según la cual era necesario hacer parir el comunismo desde el vientre sangriento del capitalismo. Stalin asesinaba a seres que se anteponían a su enloquecida visión del mundo. Pero siempre perseguía un objetivo, según él, necesario. No así Hitler, quien mandó asesinar a los miembros de un pueblo no por lo que hacían o no hacían sino por lo que eran: judíos. Por eso, la lógica asesina de Putin se encuentra mucho más cerca de Hitler que la de su antecesor ruso. Putin es el Hitler de nuestro tiempo.
Radical ha sido desde un comienzo la maldad de Putin. Tanto en las masacres cometidas en Siria, Georgia y sobre todo en Chechenia, Putin rompió con todas las normas y leyes de la guerra. Los gobernantes europeos lo sabían. Pero para ellos las guerras de Putin pertenecían a una barbarie de la que creían lejos. Hasta que la guerra de Putin llegó a la europea Ucrania. Al mundo de la civilización, de las constituciones, de los derechos humanos.
Según Putin, lo escribió él mismo en su ensayo del 2021, Ucrania pertenece a Rusia de acuerdo con lazos idiomáticos y vínculos de sangre. Partiendo de esa premisa, bautizó como nazis a todos los ucranianos que no querían ser parte del Estado ruso. La invasión a Ucrania, comenzada en 2014 con la ocupación de Crimea y de los territorios del Donbás, fue en nombre de una razón biologista y naturalista. Su objetivo era la rusificación de Ucrania, no combatir la ampliación de la OTAN, como trataron de justificar algunos irresponsables académicos occidentales. Sobre eso casi no hay discusión.
Las acciones militares de Rusia han estado dirigidas desde el comienzo en contra de la población ucraniana. Putin acaba de confesarlo. Cuando se enteró de que ese puente simbólico y real destinado a unir Crimea con Rusia había parcialmente explotado, dijo: “Hoy tenemos un sano deseo de venganza”. Lo que no dijo es lo que hizo. No tomó represalias en contra de puentes ucranianos sino en contra de los habitantes de Kiev.
Los puentes son objetivos de guerra, esa es una verdad elemental de todos los manuales militares. Bombardear puentes es impedir el transporte de armas y soldados enemigos. Pero teatros, plazas, mercados, estaciones, calles, no son objetivos de guerra. Desde que hay guerras, la población civil ha sido la principal víctima. Basta recordar a Vietnam e Irak, pero nunca la población ha sido el principal objetivo. Pues bien, Putin asesina a los ucranianos simplemente porque son ucranianos. Sabemos que para el pueblo judío el Holocausto es incomparable. Pero la lógica que lleva a matar a seres humanos por lo que son, es decir, por su culpa de ser, es también la de Putin. La radicalidad del mal.
«Mamá, ¿por qué caen bombas sobre el jardín infantil?», preguntó un niño de nueve años a su madre, la periodista Nonna Stefanova. Después de vacilar, ella decidió responder con la verdad: “Porque somos ucranianos”.
Leo de nuevo el dictamen de Hannah Arendt sobre Eichmann. En una de sus frases dice: «Eichmann debe morir porque se tomó el derecho a decidir cuáles pueblos deben poblar o no a la tierra. Putin también se tomó ese derecho. Los ucranianos, para él, solo deben existir como rusos. Por eso pienso y digo: si hubiera un poder supranacional, Putin, de acuerdo al dictado de Hannah Arendt sobre Eichmann, debería ser ejecutado. Por la radicalidad del mal cometido, Putin pertenece al mundo de los muertos.
Esa posibilidad, la muerte biológica de Putin, está muy lejos de nuestra voluntad. Como tantos dictadores, puede que muera tranquilamente en su cama. Incluso puede que sea santificado por ese monje degenerado llamado Kirill, quien ha dicho (textual) que Putin fue enviado por Dios a Rusia. Como sea, Occidente no está en condiciones de deshacerse de la radicalidad del mal representada por el dictador ruso. Pero sí está en condiciones de defender a Ucrania y con ello, de infligir una derrota a Putin. Esa derrota sería una victoria de la razón, de la moral y del derecho internacional.
Putin, al menos, debe morir políticamente. Y para que eso ocurra, debe ser derrotado militarmente. Ojalá para siempre.