La mentira es muy humana. Deviene –a diferencias de los errores– del mal uso premeditado del lenguaje. A través de la distorsión del lenguaje no solo desajustamos la relación entre significantes y significados, sino que también bloqueamos la realidad acordada a través de la comunicación colectiva. De ahí que no solo por razones morales necesitamos de la verdad, o por lo menos, de las certezas. Cuando decimos mentiras, des-realizamos la realidad y al hacerlo nos perdemos en los cursos de la vida.
Donde hay lenguaje compartido existe la posibilidad de la mentira y de la verdad. Pero la verdad política, a diferencia de la religiosa, no nos es revelada. La encontramos. Uno de los medios para encontrarla es debatiendo. Sea con uno mismo o con los demás. En ese sentido la política necesita de verdades más que de mentiras.
Sin embargo, como la política es pública, tarde o temprano los políticos que más mienten serán derrotados. La verdad, al ser parte de la realidad, termina por imponerse sobre la mentira que es, por ser mentira, negación de la realidad. La realidad será siempre más fuerte que la no-realidad. Pero el objetivo de la política no es buscar la verdad sino derrotar al adversario, nos diría con cierta razón Carl Schmitt.
La mentira es un arte de la guerra, no de la política, podríamos responder a Schmitt. Cualquier militar sabe que para derrotar al enemigo hay que engañarlo tendiendo trampas. La mentira en la guerra es un arma, como los fusiles y los misiles. Quien quiera ganar una guerra debe saber mentir. Aún en la guerra, cuando no es total, la mentira tiene límites. Y tres límites deben ser infranqueables. Uno, mentirse a sí mismo. Otro, mentir a su propios contingentes. El tercero, cerrar con mentiras las puertas que llevan a la paz. Así como hay un mal radical (Kant) hay mentiras radicales.
MENTIR CON MÉTODO
Después de haber leído el mensaje dirigido a la Federación de Rusia el 19 de septiembre de 2022 podemos afirmar que Vladimir Putin pasará con ese discurso a la historia como uno de los más radicales mentirosos de los que se tiene noticia en la historia de la modernidad política.
La primera mentira dice que la guerra (por primera vez habló Putin de guerra) que él inició es de vida o muerte para Rusia. Pero ¿cuándo ha sido atacada Rusia por Occidente? ¿Cómo puede estar en peligro de muerte una nación que no ha sido agredida?
A Putin no le preocupa resolver esa contradicción. Va mucho más allá, afirma que la guerra que le declaró a Ucrania tiene un carácter defensivo. ¡Cómo si los ejércitos ucranianos estuvieran en las puertas de Moscú! Sostiene, para rematar, que Estados Unidos y sus aliados han pisado la línea roja. ¿Dónde está situada esa línea? En Ucrania, es la única repuesta, pues Rusia no ha sido atacada por nadie. ¿Cómo puede ser entonces pisada una línea roja en territorio que no pertenece a Rusia?
Como todo dictador con pretensiones totalitarias, Putin intenta legitimar sus actos reinterpretando la historia. Señala el principio de los acontecimientos en 2014, con el estallido social de la plaza de Maidan al que califica como golpe de Estado. Con eso –no sé si da cuenta– refuerza la tesis de Zelenski, que con razón sostiene que la guerra comenzó en el año 2014 con la invasión rusa a Crimea.
Agrega Putin que sus tropas combaten la obra de lo que él llama “golpe de estado de Maidán”. No le importa, por supuesto, que el movimiento iniciado en la plaza Maidán llamado Euromaidán, hubiera surgido como resistencia a la orden impartida por Putin a su lacayo ucraniano Yanukovich, para que rompiera relaciones económicas con Europa.
Sus actores principales fueron en primera línea estudiantes y a ellos se plegaron los partidos políticos de izquierda y derecha. Vale decir, la mayoría parlamentaria, más el apoyo de las confesiones ortodoxas, católica y judía. Pero, sobre todo, la sociedad civil políticamente organizada. En una segunda fase se incorporaron al movimiento los oficiales nacionalistas.
El de Maidán fue por donde se le mire un clásico movimiento nacional y democrático. Con razón nos habla Zelenski de “el mandato de Maidán”. Ese mandato dice: Ucrania es y será un país europeo. No pertenece a Rusia.
Putin, pese a todo, no cesa de mentir. Nos habla de los territorios “invadidos” del Dombás como si fueran parte de Rusia y no anexados por la fuerza. Acusa a los ucranianos de no perdonar a Crimea por haber “renunciando a Ucrania”, mientras calla la anexión armada rusa cometida en Crimea y Sebastopol en 2014.
Nos habla de la liberación de Chechenia del 2000 y del 2005, cuando hasta el más ignorante ciudadano ruso sabe que Putin cometió el genocidio más espantoso del siglo XXl. Afirma que liberó a Siria del terrorismo, sin decir que convirtió ese país milenario en un condominio colonial al destruir las fuerzas democráticas y antidictatoriales surgidas en el curso de la mal llamada Primavera Árabe (2011) en contra del tirano Baschar al-Assad.
Luego de toda esas mentiras, Putin afirmó que no tiene interés en anexar territorios ucranianos, pero no dice que trata de apoderarse nada menos que del Estado ucraniano e imponer algún gobernante títere al estilo de Lukaschenko en Bielorrusia. Con un cinismo sin límites, compara la guerra a Ucrania con la lucha de liberación de Rusia contra Hitler, como si Ucrania hubiese avanzado alguna vez hacia Rusia. Asegura, de modo obsceno, que no quiere dañar al pueblo ucraniano, pero mientras tanto miles de testimonios muestran como los ataques rusos a Ucrania tienen como principal objetivo destruir establecimientos civiles, incluidas iglesias, escuelas, plazas públicas y hasta hospitales. Mariopolis, Bucha, Yrpin son parte de una larga hilera de ciudades mártires de Ucrania.
Tanta mentira solo puede tener una explicación. Putin trata de ocultar que está perdiendo la guerra en Ucrania. En este momento, Rusia ha pasado a la defensiva. Su objetivo inmediato es ahora bastante modesto: asegurar las republiquetas impuestas en Donetsk y en Luganzk. Para ese fin, se ha visto obligado a incrementar su dotación militar.
Una cosa es callar frente a Putin y otra es querer morir por él. El grito-consigna de los valientes manifestantes que irrumpen como protesta en las ciudades rusas, es estremecedor: “¡Yo no quiero morir por Putin!”
La verdad es que nunca había dejado de hacerlo. A los iniciales 200.000 soldados cuya orden impartida el 24 de febrero era avanzar hasta Kiev, se han ido sumando más y más contingentes. Si ahora anuncia que incorporará 300.000 nuevos hombres, es porque el reclutamiento forzado será muy superior. Según información de los servicios británicos, los contingentes de Putin que operan en Ucrania y en las zonas limítrofes bordean el millón de soldados.
Los ciudadanos rusos lo saben, aunque digan no saberlo. De una manera u otra, presienten que el nuevo reclutamiento terminará afectando la integridad de muchísimas familias. Los aeropuertos de Europa están atestados de jóvenes rusos que huyen del reclutamiento masivo. Una cosa es callar frente a Putin y otra es querer morir por él. El grito-consigna de los valientes manifestantes que irrumpen como protesta en las ciudades rusas, es estremecedor: “¡Yo no quiero morir por Putin!”
Por si fuera poco, al concentrar sus tropas en los límites con Ucrania, Putin se ha visto obligado a dejar vacíos en su patio trasero, sobre todo en la región del Cáucaso. Que en esas tierras instiga Estados Unidos, como dijo Putin, no es tan cierto. Las que están teniendo lugar son guerras territoriales de muy antigua data, reactivadas por el vacío de poder que dejan los ejércitos diezmados del dictador ruso.
Salvo en Georgia, que no está en guerra con nadie, no hay ninguna influencia norteamericana. Armenia y Azerbaiyán están guerreando desde antes que Putin llegara al gobierno. Lo que calla Putin es que naciones “amigas” como Turquía, Irán e incluso China tratan de asegurar posiciones en la zona caucásica y debilitar aún más la influencia rusa. No es Estados Unidos.
PUTIN ESTÁ PERDIENDO LA GUERRA
Putin está perdiendo la guerra en sus tres aspectos: el militar, el político y el geopolítico. El militar, porque no ha podido borrar del mapa a Ucrania como nación independiente. El político, porque comienzan a emerger protestas donde menos esperaba, en las principales ciudades de Rusia. Y el geopolítico, porque las naciones vecinas que lo apoyaban comienzan a guerrear entre ellas escapando del control tutelar de Rusia.
Peor todavía. Desde el fatídico 24-F, Putin no ha podido ganar un solo aliado, ni político ni militar. China lo apoya simbólicamente, pero no mueve un tanque hacia Rusia. La India lo presiona para que termine de una vez por todas la absurda guerra, y hasta el nuevo amigo de Putin, el habilidoso Erdogan –cuyos apetitos expansivos hacia las regiones costeras del Mar Negro se han incentivados– acaba de declarar que toda conversación hacia la paz implica la devolución de Rusia a Ucrania de los territorios anexados a partir del 2014 (la misma condición que pone Zelenski).
Ante la catástrofe que se avecina, mostrando más debilidad que fuerza, Putin ha vuelto a insistir en una amenaza nuclear que, de cumplirse, significaría definitivamente el fin de Rusia. Pero tanto ha mentido Putin que sus amenazas no aterrorizan ni dentro ni fuera de Rusia. Lo que no impide, por cierto, tomarlas muy en serio. Nadie conoce exactamente la dimensión de la locura del siniestro dictador. Si en su discurso, por ejemplo, cambiáramos el nombre de Rusia por el de Putin, nos podríamos dar cuenta de que cada vez que habla de Rusia, Putin solo habla de sí mismo.
Putin se siente aislado, incomprendido, acosado y cada vez más solo. Su sistema de dominación es una mesa de cuatro patas que comienza a cojear. Esas patas son los servicios de inteligencia, con Putin a la cabeza, la Iglesia Ortodoxa (que opera fundamentalmente en las zonas agrarias), los oligarcas millonarios amamantados por el Estado y el ejército profesional. Los dos últimos solo son un apoyo firme y seguro si Putin tiene éxito en su aventura bélica. Pues bien, en estos momentos Putin no tiene éxito alguno.
Cada discurso es un mensaje y cada mensaje lleva una dirección. ¿A quién fue dirigido el mentiroso mensaje de Putin? Primero, no cabe duda, al pueblo ruso. En segundo lugar al Occidente político y en tercer lugar, a las naciones representadas en la ONU.
El discurso de Putin puede ser considerado, en cierto modo, como una respuesta anticipada a los discursos que, a partir del día siguiente, serían pronunciados por todos los gobernantes de la Tierra congregados en la Asamblea General de la ONU. Poniéndose el parche antes de la herida, Putin intentó probablemente amenazar a sus dos enemigos principales: los gobiernos europeos coordinados en la UE y en la OTAN y, por supuesto, Estados Unidos.
Por eso se explica que en la Asamblea General de la ONU la atención comunicacional estuviese muy enfocada en tres mandatarios: Scholz de Alemania, Macron de Francia (o sea, el eje político militar de la UE) y el presidente Joe Biden. Al tenor de esos discursos nos referiremos en un siguiente artículo.
La tarea que tenían por delante los tres mandatarios occidentales no podía ser sino restituir el discurso de la verdad, alterado por Putin.