Carlos Xabel Lastra-Anadón, IE University y Oscar A. Jonsson, IE University
Entre los abundantes cambios súbitos e inesperados de los últimos meses, han sucedido varias revoluciones relacionadas con nuestra actitud hacia la tecnología. Para evitar los contagios por COVID-19, gran parte del trabajo, el comercio, la cultura o la vida social han pasado a ser online, acelerando una transformación que llevaba años produciéndose poco a poco.
Una revolución menos visible, pero con implicaciones muy profundas, es la de las actitudes frente a la privacidad de nuestros datos personales. Los ciudadanos aceptamos que datos tan sensibles como los médicos, nuestra localización, nuestras relaciones sociales y otros puedan ser usados con mucha mayor ligereza que antes. El reto sanitario lo justificaba.
De pronto, los ciudadanos europeos estábamos dispuestos a que nuestros Estados tuviesen acceso inmediato a datos que provocarían la envidia de agentes de la Stasi o la KGB. Y muchos lo agradecimos, pero quizá no hayamos sido suficientemente conscientes de sus implicaciones.
Los europeos y sus datos, antes y después de COVID
Dentro del proyecto European Tech Insights del Centro para el Gobierno del Cambio de IE University, anualmente encuestamos a ciudadanos de varios países europeos para entender mejor cómo el cambio, particularmente tecnológico, que experimentamos afecta a las personas y a su visión del mundo.
Cuando realizamos nuestra encuesta en enero de 2020, un 31 % de los participantes no estaban dispuestos a compartir sus datos personales con nadie, aunque eso permitiese mejorar su seguridad o incrementar el empleo. Solo un 18 % eran partidarios de compartirlos con relativa facilidad.
La posición de los encuestados estaba en línea con las batallas libradas en Europa en los últimos años, especialmente con el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) de 2018. La norma se convirtió en el modelo más restrictivo del mundo con respecto a lo que las empresas y gobiernos podían hacer con los datos de los ciudadanos.
Pero los europeos enseguida fuimos conscientes de la importancia del uso de datos individuales para frenar los contagios. Para comprobar los efectos de la pandemia, hicimos de nuevo la misma pregunta en abril en países entonces afectados por la crisis sanitaria. De enero a abril el porcentaje de los que no estaban dispuestos a que se usaran sus datos se redujo en 13 puntos de media en Europa, más de una tercera parte.
El uso de datos durante la pandemia
En este periodo han proliferado las aplicaciones de las administraciones para obtener a través de preguntas o de la recopilación pasiva de datos información sobre geolocalización, contactos del usuario u otras.
En Corea del Sur, por ejemplo, las autoridades saben en todo momento si alguien que ha estado expuesto a COVID-19 abandona su confinamiento domiciliario. Otros usuarios reciben notificaciones automáticas sobre si sus contactos han sido diagnosticados o expuestos a la enfermedad.
En los países occidentales, las aplicaciones de momento no reportan más que datos agregados. Por ejemplo, la presencia o concentración de usuarios expuestos por zonas.
Estos mecanismos tecnológicos invasivos, inimaginables anteriormente, ya en nuestra encuesta de abril contaban con un apoyo importante entre la población: tenían un 67 % de partidarios en España, un 79 % en Italia y en China llegaban a un 92 %.
Los cambios en actitudes se manifiestan de manera muy importante en las preguntas que hicimos antes y después de la pandemia. En enero, un 53 % de los europeos no estaban dispuestos a compartir sus datos sanitarios con empresas tecnológicas sin su consentimiento explícito, aunque eso pudiese servir para detectar nuevas enfermedades. En España o Italia, los países más azotados por la pandemia, cuando volvimos a preguntar lo mismo en abril, los que se oponían a compartir estos datos pasaron del 56 al 45 % en nuestro país y del 52 al 39 % en Italia.
¿Qué nos depara el futuro?
Un riesgo es que lo que parecen medidas excepcionales, y así son aceptadas por el público, se conviertan en habituales. Que el uso generalizado de datos personales sensibles se convierta en permanente y se extienda a otros dominios.
Un ejemplo es la monitorización de comportamientos antisociales, aceptado en China. El Estado chino observa continuamente desde la actividad online de sus ciudadanos a cuán respetuosos son con las normas de tráfico o si ponen la música demasiado alta en el autobús. Todo se hace en aras de una sociedad más armoniosa, o del interés general.
Mientras que estos argumentos son fácilmente justificables en una crisis como la que vivimos, los ciudadanos deberán vigilar que la aplicación de estas medidas no se produzcan de manera no deseada.
Otro reto importante es la dificultad para reconciliar estas actitudes con las que los europeos tienen hacia las grandes empresas tecnológicas. En nuestro estudio, un tercio de los ciudadanos –una mayoría en el caso de los alemanes– piensa que estas empresas son malas para la democracia. Sin embargo, si sus tecnologías son importantes en retos como el actual, Europa necesitará de su colaboración.
Durante la pandemia, hemos visto ejemplos en Europa de nuestra dependencia de las grandes empresas tecnológicas (predominantemente estadonidenses). Países como Alemania, Italia, Irlanda y Austria se han visto obligados a usar la infraestructura y protocolos de Apple y Google en sus aplicaciones de rastreo. Estas empresas tienen el control último de los datos, e integran la aplicación con los sistemas de notificación de los dispositivos.
Si los europeos quieren que sus datos se usen extensivamente, deberán reconciliarse con la implicación de estas compañías o fomentar la creación de alternativas europeas. En nuestro estudio no vemos señales de que se demanden ninguna de estas opciones.
En cualquier caso, los resultados de European Tech Insights ponen de manifiesto un cambio real en la aceptación del uso de datos muy sensibles, acercándonos cada vez más a los niveles de los países asiáticos. Para gestionar esta transformación, será necesario reabrir un debate público y calmado sobre las nuevas actitudes ante el conflicto entre el interés público y la privacidad de los datos.
Carlos Xabel Lastra-Anadón, profesor, IE University y Oscar A. Jonsson, director académico del Centro para el Gobierno del Cambio, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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