Diana Campos Iglesias, Universidad de Oviedo
Inspirado por una cita de Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald escribió un breve relato en 1921 acerca de la historia de un hombre, Benjamin Button, cuyo reloj biológico comienza por el final. Es decir, viene al mundo en el cuerpo de un anciano y rejuvenece con el paso del tiempo.
El curioso caso de Benjamin Button llegó a la gran pantalla en 2008. Hizo reflexionar a miles de personas sobre la temporalidad (tanto física como emocional) de la vida. ¿Podría ocurrir algo así en la vida real? En cierto modo, sí. Más allá de la ficción, existe una enfermedad en la que, como le pasaba a Benjamin Button, el reloj de la vida no funciona correctamente. Se trata de la progeria.
¿Puede envejecer el cuerpo más rápido que la mente?
El término progeria deriva de las palabras griegas pro (“hacia, a favor de”) y geron (“viejo”), haciendo referencia al envejecimiento prematuro. A pesar de que existen diferentes tipos de síndromes progeroides, el más común es el conocido como síndrome progeroide de Hutchinson-Gilford (HGPS) o progeria infantil. Debe su nombre a los médicos que lo describieron por primera vez, Jonathan Hutchinson en 1886 y Hastings Gilford en 1904.
La progeria infantil es una enfermedad genética rara, incurable y fatal, que ocurre aproximadamente en uno de cada cuatro millones de nacimientos. Los niños con esta enfermedad tienen un desarrollo fetal normal, y suelen presentar un aspecto sano al nacer. Sin embargo, alrededor del año de vida comienzan a mostrar diferentes rasgos característicos de una vejez prematura, incluyendo cambios en la piel, pérdida de peso y grasa, alopecia, y problemas óseos.
A medida que estos pacientes se hacen mayores, aparecen otros problemas de salud relacionados con la edad y más propios de mayores de sesenta años: aterosclerosis y enfermedad cardiovascular. Todos estos problemas derivan en la muerte prematura de los pacientes, normalmente durante su adolescencia.
Sin embargo, no todas las características asociadas al envejecimiento normal o fisiológico pueden observarse en niños con progeria. Por ejemplo, no existen en ellos alteraciones neurológicas. De hecho, tienen un desarrollo cognitivo y emocional que no se correlaciona con su apariencia envejecida.
Descubriendo la causa molecular de la progeria
En el año 2003 se descubrió la principal causa molecular de esta enfermedad: la presencia de una proteína anómala y tóxica, a la que se le dió el nombre de progerina.
Esta proteína anómala se produce debido a la presencia de una mutación puntual en el gen LMNA, encargado de producir una proteína, la lamina A, que mantiene la integridad del núcleo celular.
En una célula sana, la lamina A se sintetiza como un precursor (prelamina A) que sufre una serie de modificaciones, incluyendo la adición de un grupo farnesilo y su posterior eliminación gracias a la acción de otra proteína llamada FACE1/ZMPSTE24. Sin embargo, la progerina carece del sitio de procesamiento de FACE1, por lo que se acumula en el núcleo, volviéndolo inestable y desencadenando una pérdida de homeostasis celular. Dicho de otro modo, la célula pierde su equilibrio interno, lo que provoca la aparición de los síntomas de envejecimiento prematuro característicos de la enfermedad.
La lucha contra la progeria
El descubrimiento de la causa molecular de la progeria constituyó un hito en la lucha contra la enfermedad. En primer lugar, porque convirtió la incertidumbre de un conjunto de síntomas en un diagnóstico concreto, algo que permite a los padres conocer el motivo de la enfermedad de su hijo.
En segundo lugar, proporciona una información muy valiosa para todos aquellos científicos que exploran por qué envejecemos. Dentro de este contexto, la generación de ratones con la mutación genética causante de la progeria ha ayudado enormemente a encontrar diferentes mecanismos moleculares involucrados en cómo nuestras células responden al paso del tiempo.
El conocimiento es poder. Y en cuanto a enfermedades se refiere, conocer es el primer paso para curar. Por ello, la investigación de las causas moleculares subyacentes a la progeria también ha abierto la puerta al desarrollo de nuevas terapias que nos permitan frenar el reloj en los niños enfermos.
En este sentido, en el año 2012 vieron la luz los primeros resultados de un ensayo clínico muy prometedor. En él exploraban el uso de Lonafarnib, un inhibidor de la farnesiltransfereasa (FTI) que producía una considerable mejora en diferentes síntomas, especialmente en aquellos relacionados con el sistema cardiovascular de los pacientes.
Todos los estudios a partir de ese momento llevaron a que en 2020 la FDA aprobara el Lonafarnib como el primer tratamiento para la progeria. Sin embargo, este fármaco no es capaz de corregir todas las alteraciones presentes en los pacientes, por lo que la investigación de nuevas terapias aún sigue siendo necesaria. Entre ellas, destaca el uso de los sistemas de edición genómica basados en CRISPR, que podrían revertir la mutación causante de la progeria, aunque aún es necesaria más investigación para poder aplicar estos conocimientos en la clínica.
El incalculable valor del tiempo
El descubrimiento de que la progerina puede acumularse también en las células de personas sanas con el paso del tiempo es extremadamente interesante. Sobre todo porque nos indica que todos nosotros también acumulamos esa proteína tóxica con el paso de los años. Aunque, claro está, en una cantidad mucho menor que los niños que sufren progeria. Por este motivo, entender las bases moleculares de esta enfermedad también nos ayuda a entender mejor el envejecimiento natural.
Francis Scott Fitzgerald también escribió: “Eran las nueve de la noche, al poco rato miré el reloj y encontré que eran las diez”.
El inexorable paso del tiempo, que hace aumentar nuestro pasado y disminuir nuestro futuro, siempre ha preocupado al ser humano. En países como España, la velocidad de nuestro reloj nos proporciona de media al menos 80 años de vida. Los niños con progeria, que tienen que vivir una vida entera apretada en unos pocos años, nos recuerdan que cada segundo tiene un valor infinito y que el tiempo no debe guardarse para gastarlo otro día.
Este artículo fue finalista en la III edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.
Diana Campos Iglesias, investigadora postdoctoral, departamento de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo-IUOPA, Universidad de Oviedo
Publicado en The Conversation. Lea el original.