La eclosión de la pandemia hizo germinar la semilla de la duda y la incertidumbre. El virus nos puso de nuevo ante el espejo de una realidad que, por mucho que neguemos, eclosiona cada cierto tiempo como un jarro de agua fría: la realidad del descontrol. La pandemia vuelve a recordar a los homo que por muy sapiens que nos creamos, nunca seremos capaces de controlar lo esencial de lo esencial: la vida.
El día que comenzó la pandemia el mundo cambió, pero no más (tampoco menos) que el 11S o que todos y cada uno de los eventos que en nuestra historia han marcado un antes y un después. Y cuando parecía que la pandemia enfilaba su curva descendente, el mundo vuelve a cambiar: la invasión de Ucrania. Si no era suficiente el zarandeo pandémico nos llega una bofetada bélica en la otra mejilla. ¡Pues eso!
El mundo volviendo a cambiar, ¿o es que alguna vez ha dejado de hacerlo? Dijo Heráclito acertadamente, que lo único constante es el cambio y aunque hay momentos en los que la contundencia de las circunstancias lo hace más evidente, cada instante es un cambio en sí mismo. Siendo este un momento de contundencia cabe preguntar ¿cómo será el mundo que viene?
Aceptando la lógica de la cuestión, personalmente no me gusta. Pensar así entraña cierto grado de pasividad en el que pareciera que, para implicarse, uno tiene que esperar a que ese nuevo mundo sea. Desde esa posición es sencillo que el fatalismo nos inunde y que el pesimismo contamine nuestra mirada, esperar para actuar.
Mientras que el pesimismo es padre de la inacción, el fatalismo lo es de la sensación de descontrol y del miedo paralizante que nos retrae e invita a la huida, nos empuja a recluirnos en una pasividad que espera a que sean otros los que hagan que el mundo sea. Entonces la vergüenza de la inacción nos hace mirar hacia fuera y encontrar culpables
Mientras que el pesimismo es padre de la inacción, el fatalismo lo es de la sensación de descontrol y del miedo paralizante. Miedo que nos retrae y nos invita a la huida, nos empuja a recluirnos en una pasividad que espera a que sean otros los que hagan que el mundo sea. Es entonces cuando la vergüenza de la inacción nos hace mirar hacia fuera y encontrar culpables, olvidando que mi pasividad también es igual de responsable de lo que veo.
Sí, el mundo será y debemos tomar conciencia de que ya los estamos construyendo. Nos cuesta tener presente que nuestros actos de este instante son los que harán florecer el mundo que ya viene, del mismo modo que todo lo que hoy vemos es el fruto de nuestros ayeres. Así que tomemos conciencia de que la tarea nunca ha dejado de empezar, de que siempre se mantiene, de que cada día es un nuevo hoy que nos introduce en la construcción del mañana. La pregunta nos necesita ¿cómo QUIERO construir el mundo que ya viene?
Crear un mundo de bienestar que requiere antídotos contra la pasividad. Ante el fatalismo cultivar la esperanza, una esperanza consciente de que la resiliencia humana siempre ha sido inagotable. Ante el pesimismo, fortalecer el compromiso. Compromiso con los valores que queremos habitar, por ejemplo, el humanismo, la justicia o la regeneración. Valores que son sustento del propósito, de la definición de una meta hacia la que dirigir nuestras acciones hacia un mundo mejor. Acciones diarias comprometidas con la creación de ese mundo con el que soñamos una gran mayoría.
Y ante la vergüenza de la inacción cultivemos el orgullo. Orgullo que nace del esfuerzo, de la superación cotidiana de cada uno de los obstáculos, de sentirnos sabedores que nunca es un día más sino un día menos.
Esperanza, compromiso, valores, acciones congruentes y el orgullo final, todos ingredientes necesarios del bienestar humano. Y así, el mundo que ya viene llegará y será el momento de mirarnos al espejo y ser capaces de sostener nuestra mirada.